Cuando sobreviene la radical catástrofe económica, o sea, el naufragio total de un sistema ‑y en eso estamos- los que viven acomodados en él organizan las últimas inmoralidades en nombre de una dogmática que no están dispuestos a revisar honestamente. Dogmática que aparece en los libros santos de su poder. ¿O acaso no se asientan en dogmas miserables algunos copiosos gastos que declaran intocables las administraciones públicas? ¿Quién puede defender razonablemente que un país sin potencia efectiva en el ámbito internacional declare imprescindible el presupuesto militar, siempre tan elevado? ¿Quién podría alegar razones terminantes para mantener presupuestos destinados a fomentar un prestigio internacional que no existe? ¿Cómo es posible que en los impresos para declarar la renta figuren partidas destinadas al mantenimiento de una iglesia? ¿Quién es capaz de sostener honestamente que el sindicalismo ha de estar respaldado por el estado? ¿Con qué razones un gobierno puebla de funcionarios el país al mismo tiempo que derrama medios prácticamente incontrolables para crear una casta paralela de asesores con funciones propias del funcionariado o de representantes suyos en consejos de administración de oscura eficacia? ¿Quién puede tolerar que al margen del presupuesto de protocolo los ministros y sus próximos manejen un dinero de libre disposición, que no han de justificar más que con su firma? ¿Es compatible con la libertad de opinión que los parlamentarios pueden ejercer su profesión particular o gestionar negocios que, tantas veces, cruzan la fina línea roja de la decencia o dan lugar a una sospecha popular desprestigiante para las instituciones? ¿Se suma todo eso cuando se decide congelar los salarios del trabajador de base, abaratar el despido, debilitar las pensiones, acrecentar la imposición indirecta y agotar las disponibilidades públicas en el apoyo a instituciones financieras que hacen un uso corrompido de esas ayudas incompatibles con el libre mercado?
Todo esto bien merece una campaña pública por parte de una prensa que no actúa con transparencia por estar generosamente regada con beneficios estatales o apoyos financieros, influida por una jerarquía religiosa que maniata el libre pensamiento o huérfana de una presencia sindical efectiva y digna en la calle.
Como ciudadano que cree en la fuerza democrática del pueblo, ahora limitada y perseguida mediante múltiples expedientes, me complacería que el estado recusara la guerra como remedio de los conflictos ‑con el consiguiente ahorro presupuestario-; como cristiano me gustaría que la Iglesia se enfrentara con la posible realidad de su pobreza y tornara al espíritu caminante de su fundador; como trabajador exijo que las fuerzas sindicales dependan de sí mismas, renuncien a la satrapía y den respuesta inmediata a la deshonestidad de los gobiernos, sobre todo cuando esos gobiernos se reclaman de izquierda y obreristas. Las armas crean la guerra, las religiones institucionalizadas blasfeman con infinita frecuencia y los sindicatos presentes que medran al amparo del Estado son expresiones represoras de la capacidad popular para buscar la justicia en la calle. ¿Acaso la realidad cotidiana que contempla el pueblo puede juzgar estas peticiones como generadoras de desorden social? Den razones suficientes de ello los gobiernos que alimentan la violencia y la arrogancia en las fuerzas de orden público; que prostituyen el sindicalismo; que ayudan a los poderes financieros a mantener arrodillados a los que se ahogan en la envenenada piscina del crédito. Den razones acerca del desorden que al parecer significa el pueblo en la calle las iglesias que acumulan riqueza mientras en sus templos instalan cepillos para perpetuar el hambre. Den razones acerca de la contención social que exigen esos sindicatos que tras reunirse con banqueros y gobernantes declaran su tibia voluntad de organizar posiblemente y sine die una manifestación de banderolas y altavoces verbeneros cuando la pobreza ya ha debilitado la energía de los trabajadores, muchos de ellos envenenados por sus comisarios políticos. ¿Dónde está ya la calle? ¿Acaso están locos o merecen un castigo judicial o una persecución empresarial los que reclaman ese combate sin otras armas que aquellas de la razón, tan escarnecida desde una enseñanza cada día más penetrada de mendacidad moral? Cuando los que presenciamos en vivo la contaminada transición, que llevó a muchos periodistas y políticos a cambiar el color de su piel para lucrar el beneficio de la modernidad, auguramos el dramático futuro que nos esperaba fuimos arrollados como seres ajenos a la realidad e incluso calificados como inductores de la violencia. Pues ahí están los resultados. Si algún medio de comunicación de alcance estatal se comprometiera con la tarea de lavar la ropa en el río procedería a construir una contabilidad de frases, de promesas y de afirmaciones que hoy servirían para que los jueces pudiesen con justicia y claridad -¡ay, que esperanza!- someter a juicio a los que ocultaron la memoria histórica con su vacua retórica de la reconciliación. ¿Con quién hay que reconciliarse: con el Estado que ha perpetuado el espíritu de la rebelión, con la Iglesia que aún no ha recusado su carta franquista, con la Banca que ha asaltado el tesoro nacional en nombre del equilibrio financiero, con los que encendieron la hoguera de los odios que trataba de aplacar la República, con los personajes que pasean con sombrilla? Sí, ¿con quién hay que reconciliarse? ¿Con los sindicatos que fueron expulsando de su dirección a los dirigentes que sufrieron cárcel y violencia? ¿Con quien hay que reconciliarse? ¿Con la Corona heredera del dictador? ¿Con las fuerzas policiales que deciden quién es violento y condenable? ¿Con los socialistas que han olvidado con deslealtad consciente el puño que sostiene una rosa tan ridícula como falseada genéticamente? ¿Con la derecha que sigue estando ahí, como entonces, y que maneja las palancas del gran motor social? Dura reconciliación, sobre todo en presencia de quienes hoy rompen la hucha de los trabajadores para extraer la última moneda que contiene e invertirla en la postrera jugada de una salvación pervertida. Pero en esta sociedad que nos tritura ¿de que están tratando realmente los que la dirigen? ¿Qué quieren ya de nosotros: la piel que nos han arrebatado para hacerse sus zapatos nuevos? Recordemos la letra de la canción: «Esos zapatos no son para caminar».
Cabe finalmente una reflexión de fondo sobre el infausto periodo histórico que vivimos. Hablo ahora de nosotros, de los ciudadanos que andamos al fresco sin otra satisfacción que ganar una copa de fútbol, de tenis o de baloncesto. ¿Qué hacemos como ciudadanos para que nos arrolle de tal forma la gran y desordenada ola con que los poderosos nos barren la playa? No hacemos gran cosa, aparte de repetir esa terrible y dantesca frase de «esto es lo que hay» mientras tratamos en muchos casos de recoger la miga que se la ha caído al que está delante de nosotros en la cola. En el Estado español solamente veo brotar la energía en Euskadi o en Catalunya, donde los gobiernos de ocupación no aciertan a cohibir la expresión popular, que está renaciendo. En Madrid no observo movimiento alguno, salvo el de algunas banderas republicanas que salen a la calle para respaldar en ocasiones a quien con su vida y sus acciones niega el verdadero espíritu de la República. Los sindicatos estatales dicen que tal vez organicen una manifestación, pero que no renuncian a sentarse en la mesa social. Y es que no hay nada como sentarse a la mesa.