Cuba. Siem­pre que se hace una historia

Cuba, Pedro Jor­ge Veláz­quez, Resu­men Lati­no­ame­ri­cano, 24 de julio del 2020

La pri­me­ra vez que escu­ché hablar del 26 de Julio era ape­nas un veji­go, como decía mi abue­la. Aque­llo para mí sona­ba raro: Mon-ca-da (así tenía que apren­der a divi­dir­lo en síla­bas). Unos tiros: para­pa­pá, se veían en la pared de ese cuar­tel ama­ri­llo que podía ver en la foto del libro de lec­tu­ra de 1er. gra­do. La maes­tra, Zenia, expli­ca­ba. Yo mira­ba el libro, la mira­ba a ella, pero me dis­traía la foto. Lo que no sabía es que eso que esta­ba en la foto ya no era un cuar­tel, sino una escue­la como la mía.

Lue­go el 26 de Julio se fue con­vir­tien­do en algo más pal­pa­ble para mí: algo pare­ci­do a un sue­ño de unos mucha­chos ena­mo­ra­dos de Mar­tí que «no lo deja­ron morir en el año de su cen­te­na­rio». En 6to. gra­do ya podía con­tar­le a mi mamá lo que dijo Fidel en la Gran­ji­ta Sibo­ney antes del asal­to, y sabía cuán­tos asal­tan­tes deci­die­ron ata­car, y por qué fra­ca­só. Sabía, ade­más, de las dos muje­res que ayu­da­ron a sanar a los heri­dos: una se lla­ma­ba Hay­dée; la otra, Melba.

La his­to­ria siem­pre fue una obse­sión en mi vida. Que­ría saber­me cada fecha, cada nom­bre, cada fra­se: por eso en el «pre» me sabía (para­fra­sea­ba) aquel auto­ale­ga­to de Fidel don­de, des­pués de decir uno por uno los pro­ble­mas que sumían a su pue­blo, miró y dijo al juez con unos ojos bien gran­do­tes que que­rían reven­tar­se, como quien sabe que lo dicho con valen­tía nun­ca va a olvi­dar­se: «Con­de­nad­me, no impor­ta…». ­Tam­bién supe de aquel joven lla­ma­do José Luis Tas­sen­de (Pepe), que miró el len­te de la cáma­ra con las pier­nas ensan­gren­ta­das minu­tos antes de ser ase­si­na­do. ¡Un joven como yo! Aque­llo repre­sen­ta­ba dema­sia­do a mi edad, con tan­tas pre­gun­tas en la cabe­za, como repre­sen­ta­ba saber que des­de mi pue­blo (Gua­yos), de mi pro­pia calle, de la pro­pia tie­rra que piso hoy, un joven lla­ma­do Rem­ber­to Abad fue allá a San­tia­go a pelear por lo que creía, y murió con 24 años ese día por algo más gran­de que su vida, por algo que tan­tos aho­ra quie­ren olvi­dar, dis­cu­tien­do cua­tro cosi­tas en Facebook.

Mon­ca­da, 26 de julio, son pala­bras que he escu­cha­do toda mi vida y, por tan­to, se han dis­ten­di­do en el tiem­po. Se han encum­bra­do. Ese día tie­ne un diá­lo­go direc­to con noso­tros, casi para­nor­mal. «San­gra un cora­zón y tras su ras­tro, des­tra­ba la gar­gan­ta». Aque­llo que pasó es mucho más que un acto, o un bra­za­le­te, o un spot con la voz gra­ve que nos dice por la TV: «Todos en 26». Aque­llo fue cosa de hom­bres, de car­nes, de esen­cias: des­de ahí debe con­tar­se. Des­de la madre que per­dió su úni­co hijo. Des­de la hija que que­dó huér­fa­na. Des­de el silen­cio que que­dó en la casa. Des­de los ojos arran­ca­dos de Abel que su her­ma­na resis­tió, hacer la his­to­ria de un ser de otro mun­do, de un ani­mal de gala­xia. Des­de la his­to­ria del joven que lo dejó todo: la madre, la casa, su cuar­to, la novia, los libros, los estu­dios, la vida…

Hoy los niños reco­gen la mira­da lar­ga de aque­llos que les enca­mi­na­ron un país, y pue­den usar esa mis­ma mira­da para obser­var el futu­ro. Obser­van segu­ros, mien­tras rebus­can en las pági­nas de un libro de 1er. gra­do, el dibu­jo de un cuartel.

Toma­do de Gran­ma (Cola­bo­ra­ción de RC)

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