Argen­ti­na. Sobre­vi­da, des­am­pa­ro y muer­te en la calle

Por Clau­dia Rafael, Resu­men Lati­no­ame­ri­cano, 12 de julio de 2020

Entre las bocas de fue­go de la ima­gen hubo una mujer. Un ser humano. Y fue la vida mis­ma apa­gán­do­se entre las lla­mas en lo que fue su casa: tenía la escri­tu­ra pro­vi­so­ria (has­ta que los des­alo­ja­do­res com­pul­si­vos dije­ran lo con­tra­rio) de un tro­zo de vere­da con la auto­pis­ta como techo. Alguien o algu­nos –la ver­dad nun­ca hace luz sobre los már­ge­nes- la roció segu­ra­men­te con algún líqui­do y la hizo arder. No hay iden­ti­dad, no hay nom­bre y cuan­do lo hay nadie tie­ne la cer­te­za de su vero­si­mi­li­tud. Des­pués de todo, cuen­ta a APe Barby Ale­gre, de la orga­ni­za­ción Sopa de Letras, “hay quie­nes olvi­dan sus nom­bres des­pués de hacer­se de lla­mar de otra mane­ra duran­te años. Y tam­bién hay quie­nes pre­fie­ren ele­gir el propio”

“Noso­tros pasa­mos por ahí el domin­go al medio­día. En Virrey Ceba­llos, entre San Juan y Cocha­bam­ba. Y creí­mos que sólo habían que­ma­do las cosas. Pero sabe­mos que el sába­do a la noche alguien pren­dió fue­go en una de las ran­cha­das y esta­mos ave­ri­guan­do en hos­pi­ta­les pero toda­vía no tene­mos cla­ri­dad”, con­tó a APe cuan­do toda­vía no habían logra­do con­fir­mar la muer­te. “En ese lugar –des­cri­bió ayer en la tar­de- sue­le haber varias per­so­nas, que van y vie­nen. Y por eso mis­mo no hay cer­te­za de quién es la víc­ti­ma. Tene­mos muchí­si­ma bron­ca y muchí­si­mo dolor. Que­re­mos que este horror sea visi­ble. Por­que sea la chi­ca que ima­gi­na­mos que es o cual­quier otra son las mis­mas per­so­nas que acom­pa­ña­mos todos los días, a quie­nes lle­va­mos la comi­da, de quie­nes escu­cha­mos sus historias”.

Barby cuen­ta de los que­ma­dos. De las casi­tas hun­di­das entre ceni­zas. Del hom­bre pren­di­do fue­go por los dos veci­nos de Mata­de­ros hace un año y de los otros dos que murie­ron entre las lla­mas en las barran­cas de Bel­grano. Recons­tru­ye la his­to­ria de la fami­lia que vivía en una casa rodan­te en Boe­do. “Noso­tros los ayu­da­mos a cons­truir­la. Allí viven una pare­ja con sie­te hijas e hijos. Tuvie­ron mucha suer­te por­que per­die­ron todo pero nadie murió”.

Son las his­to­rias de los sub­sue­los del sis­te­ma. Que invi­si­bi­li­za a los nadies o toma –a tra­vés de sus bra­zos ven­ga­do­res- la deci­sión de borrar­los defi­ni­ti­va­men­te de la vida.

A los 33, una mujer vive con su hiji­to de 8. Des­de la vidrie­ra de ese sub­mun­do al que los arrin­co­nó un mode­lo que tras­cien­de pan­de­mias y covi­des el niño mira. Ve a los hom­bres astro­nau­tas des­cen­der del camión, dis­pues­tos a man­gue­rear­los. Intu­ye que no es una ame­na­za. Y acier­ta una vez más de tan­tas. Hace dema­sia­do frío. La madre del niño le con­tó a Barby la esce­na que los dejó sin nada esta semana.

Des­de Sopa de Letras le qui­ta el velo a muchas otras cró­ni­cas de las ran­cha­das. Apu­ra el diá­lo­go con APe por­que tie­ne que vol­ver a poner el cuer­po en las calles del sur por­te­ño y de Lanús. Don­de coin­ci­de en la entre­vis­ta vir­tual con Jona­tan Zaín, Julie­ta Garay y Mari­na Bo, los tres de la orga­ni­za­ción Bon­di Sur. Todos ellos son los ojos de los caí­dos, de los rotos, los que fue­ron cayen­do por los acan­ti­la­dos del mode­lo hace dos o tres años o los que empie­zan a aso­mar por las ollas calle­je­ras hace esca­so mes y medio o dos, en ple­na pan­de­mia. Tam­bién están “esos pibes de 30 que viven en la calle hace 17 ó 18. Pasa­ron por todo. Por casas, por ins­ti­tu­cio­nes pero pasa­ron la mayor par­te de sus vidas en la calle”, cuen­ta Jona mien­tras habla del espa­cio que se arma­ron hace ya tiem­po en la esta­ción de tre­nes de Lanús y al que uno de esos pibes asis­te jue­ves y domin­gos por la noche.

“No podés estar acá…”

José tie­ne 38 años y es para­gua­yo. Las calles del sur del conur­bano son su terri­to­rio. “A mí la poli­cía me echó un mon­tón de veces de los luga­res en los que paro. Me sien­to como una pelo­ta de ping pong, como un perro, de un lugar a otro. A veces no sé qué voy a hacer: cir­cu­le, cir­cu­le, te dicen. No me deja­ron ni ir al baño. Per­so­nas como yo que no tene­mos dón­de caer muer­tos… Creen que lle­va­mos esta vida por gus­to de estar así. Y eso me baja el áni­mo, las ganas de vivir se te qui­tan, por­que no sos un ani­mal, sos una per­so­na. No pue­do pasar a Cons­ti­tu­ción por­que no te per­mi­ten, no pue­do irme. Fal­ta un poqui­to más de ampa­ro, de gen­te que te entien­da. Dón­de voy a estar yo mien­tras no pue­da ir a nin­gu­na par­te… yo soy una per­so­na en su sano jui­cio, asi­mi­lo las cosas, qué pue­do hacer. Acá si me pon­go a dor­mir no le pue­do hacer mal a nadie. Me pue­den pren­der fue­go, que son los ries­gos que uno corre. Me tra­ba­ja la cabe­za, me pue­de pasar. Antes de la cua­ren­te­na los chi­cos que salían de fies­tas te veían y te zaran­dea­ban, se te morían de risa. Aho­ra no son ellos, la poli­cía te hace salir, no podés estar acá, pero qué pue­do hacer… me voy a la pla­za y otra vez vie­ne el patru­lle­ro. Me ven­go a la esta­ción, acá no podés estar… ten­go pacien­cia pero me indig­na, me frustra…”

Reglas de la calle

Bon­di Sur mira el ros­tro del pibe de 30 y lo res­ca­ta con una sis­te­ma­ti­ci­dad de años del sitial del olvi­do cada jue­ves y cada domin­go. Jona, Barby, Julie­ta y Mari­na hablan de vie­jos ancla­dos en las calles des­de que la cir­cu­la­ri­dad de los már­ge­nes los va lle­van­do a dejar de pagar la luz, a no tener gas, a que­dar a oscu­ras y con techo para dor­mir pero pla­tos vacíos para comer.

Dema­sia­das veces hay una pul­sea­da con inte­gran­tes de fuer­zas de segu­ri­dad. “Algu­nas veces tuvi­mos que sacar­le pibes a la poli­cía cuan­do los esta­ban corrien­do. Pero lo que sue­len hacer es ver­du­guear­los has­ta can­sar­los”, des­gra­na Jona. Y Mari­na acom­pa­ña el rela­to: “Están bus­can­do la reac­ción. No es direc­ta­men­te la vio­len­cia sino pro­vo­car un por qué para actuar. Hay muchos chi­cos que están en con­su­mo, en la pla­za, y cuan­do esta­mos las orga­ni­za­cio­nes socia­les no los pro­vo­can tan­to, pero hay muchas veces en que están real­men­te densos”.

La pan­de­mia les cam­bió el esce­na­rio y sus pro­ta­go­nis­tas. “Si bien tene­mos per­so­nas que son his­tó­ri­cas, que están con noso­tros des­de hace años, hay unos cuan­tos que encon­tra­ron ollas nue­vas más cer­ca­nas al lugar en el que paran o en el que viven y deja­ron de venir. Pero apa­re­ció mucha otra gen­te, con o sin techo, que recu­rre a noso­tros por la pan­de­mia. Hay un mucha­cho que vie­ne des­de Clay­po­le; otro, que era volun­ta­rio de una orga­ni­za­ción en capi­tal y era de Lanús que cuan­do se que­dó sin tra­ba­jo en la pan­de­mia empe­zó a venir a comer a la esta­ción. Hay una mujer, Nor­ma, que tie­ne cer­ca de 80 años que vive a 10 cua­dras de la esta­ción y vie­ne a comer. Y noso­tros le que­re­mos lle­var el bol­són a la casa y no acep­ta, por­que quie­re venir”. Se jue­gan segu­ra­men­te cró­ni­cas de sole­dad y ais­la­mien­to. Y Nor­ma, como tan­tos, nece­si­ta de la pala­bra compartida.

La calle tie­ne otras reglas. Aje­nas a los pro­to­co­los minis­te­ria­les. El pico de bote­lla o el faso com­par­ti­do, el calor humano de dor­mir cuer­po a cuer­po en una vere­da y entre car­to­nes, la cer­ca­nía impres­cin­di­ble que no sabe de alcoho­les en gel o lavan­di­nas, el bar­bi­jo que pasa de manos y cubre de repen­te otras nari­ces y otras bocas. “Pero es lo que hay, refle­xio­na Jona. Hay muchos que por la deses­pe­ra­ción, para con­se­guir un man­go para lle­var a la casa, hacen cosas que saben que los ponen en ries­go por más que no quie­ran. Y ade­más, cuan­do vuel­ven a la casa no pue­den desin­fec­tar todo lo que traían, un baño, cam­bios de ropa. Ya sus vidas mis­mas son un riesgo”.

Julie­ta nece­si­ta segu­ra­men­te hacer a un lado la oscu­ri­dad. Y eli­ge, a la hora de pri­vi­le­giar imá­ge­nes que le deja­ron mar­cas, el momen­to de decir a la gen­te que reti­ra el bol­són que no pue­den ampliar el núme­ro de quie­nes lo reci­bi­rán: “entre­ga­mos dos bol­sas. La de comi­da y la de higie­ne. La reali­dad es que no sabe­mos cómo lle­gar de una sema­na a otra, cómo con­se­guir las cosas. Por ahí algu­nos de los que se lle­van el bol­són traían el nom­bre de gen­te de su entorno que nece­si­ta­ba tam­bién. Y a noso­tros no nos da. Enton­ces pro­pu­si­mos que entre­ga­ría­mos algo más pero que lo ten­drían que com­par­tir y la gen­te, para nues­tra ale­gría, se súper pren­dió”. Para seguir cami­nan­do hace fal­ta recon­ci­liar­se con esa huma­ni­dad que no que­ma a una mujer que vive en la calle sino que eli­ge com­par­tir lo poco que queda.

El mis­mo dul­zor le dejó a Mari­na un epi­so­dio per­so­nal dolo­ro­so. “Hace unos meses, al ini­cio de la pan­de­mia, mi mamá fue hos­pi­ta­li­za­da de urgen­cia en el Evi­ta de Lanús. En medio de la incer­ti­dum­bre de no saber cómo seguía mi mamá, que esta­ba muy gra­ve, yo deam­bu­la­ba per­di­da, espe­ran­do un mila­gro, y me encuen­tro con uno de los com­pa­ñe­ros que vive ahí por el hos­pi­tal, en la calle. El me vio y me brin­dó lo que por ahí yo le di duran­te tan­to tiem­po, la con­ten­ción, la escu­cha, el abra­zo. Inver­ti­mos los roles, él me escu­chó y me acom­pa­ñó en ese momen­to que para mí era muy difí­cil. Es algo que guar­do en el corazón”.

Quien lle­ga primero…

El más vie­jo en años de calle pri­me­rea. “Los que viven hace años en la calle se saben mover. Tie­nen cal­cu­la­dos los tiem­pos según los hora­rios de las ollas. Los que son nue­vos, muchos abue­los, aso­man con el tuper y espe­ran, como con ver­güen­za. Se acer­can cuan­do ya no que­da nada para entre­gar. Apa­re­ce mucha gen­te bien ves­ti­da, que tuvo años de tra­ba­jo, que tenían casa, pero deja­ron de pagar la luz y se las cor­ta­ron, deja­ron de tomar los medi­ca­men­tos. En pleno invierno, un vie­ji­to jubi­la­do, lle­ga­ba en ojo­tas a la esta­ción de Lanús des­de Capi­tal. Con­ta­ba que se levan­ta­ba llo­ran­do de ham­bre. Cuan­do supi­mos que vivía cer­ca de nues­tra sede en capi­tal, pudi­mos ayu­dar­lo a que pudie­ra empe­zar a cobrar algo míni­mo. Va a nues­tra sede a comer”, suel­ta Barby.

Los más nue­vos y los más des­arra­pa­dos abun­dan en sus pre­ca­rie­da­des. Un hom­bre dor­mía, en ple­na llu­via, en una pla­za de Lanús. “Esta­ban él y sus per­te­nen­cias en el medio del char­co de agua. Cuan­do un com­pa­ñe­ro nues­tro lle­gó a tra­tar de ayu­dar­lo, se encon­tró con un camión lim­pian­do bajo la llu­via. Era de la muni­ci­pa­li­dad de Lanús, y esta­ban dicien­do que iban a lla­mar a la poli­cía. Tira­ron todas las cosas del hom­bre en el camión que se que­dó sin nada”.

Son los habi­tan­tes del des­arrai­go. Los pobla­do­res de la intem­pe­rie. Los que caye­ron de todos los mapas. Abrup­ta o pau­la­ti­na­men­te. Los que per­die­ron o los que nacie­ron y cre­cie­ron sin el esta­tus de suje­tos. Los que pue­den ser mira­dos como si fue­ran trans­pa­ren­tes. Sin ver en sus ros­tros aja­dos siquie­ra los hara­pos de su huma­ni­dad. Qué mal pue­do hacer dur­mien­do acá, se pre­gun­ta José. Tal vez sea el sim­ple mal de existir.

Y una vez más se cin­ce­la al futu­ro con el for­ma­to inde­ci­ble de la tristeza.

Habrá que arre­man­gar­se de ter­nu­ras para noc­kear a la cruel­dad en el cua­dri­lá­te­ro de la Historia.

Fuen­te: AnRed

Itu­rria /​Fuen­te

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