La mejor agi­ta­do­ra de nues­tra época

Mary Harris (1837−1930) fue una des­ta­ca­da diri­gen­te y orga­ni­za­do­ra del pro­le­ta­ria­do de Esta­dos Uni­dos. Los obre­ros la lla­ma­ban «Mother Jones».
Nació en un hogar cam­pe­sino de mili­tan­tes inde­pen­den­tis­tas irlan­de­ses y muy joven cono­ció el exi­lio, cuan­do su fami­lia tuvo que huir a Toron­to, Cana­dá, ya que los ingle­ses ahor­ca­ron a su abue­lo por par­ti­ci­par en la lucha nacio­na­lis­ta irlandesa.
En Cana­dá obtu­vo su títu­lo de maes­tra. Ya en Esta­dos Uni­dos, des­pués de tra­ba­jar unos pocos meses, renun­cia al estric­to con­ven­to don­de dic­ta­ba cla­ses, por­que “pre­fe­ría zur­cir que man­go­near a niños peque­ños” y se mudó a Chica­go, don­de tra­ba­jó como costurera.
En 1861 se casó con Geor­ge Jones, un obre­ro fun­di­dor, con quien tuvo cua­tro hijos. Jun­to a su com­pa­ñe­ro dará sus pri­me­ros pasos en la lucha pro­le­ta­ria. Pero seis años des­pués, su mari­do y sus cua­tro hijos mue­ren en una epi­de­mia de fie­bre ama­ri­lla y, en 1871, un incen­dio des­tru­ye su casa y la fábri­ca don­de tra­ba­ja­ba. Esta tra­ge­dia mol­deó su per­so­na­li­dad: Mother Jones, orga­ni­za­do­ra sin­di­cal, una gran ora­do­ra. La socia­lis­ta Eli­za­beth Gur­ley Flynn, la defi­nió como “la mejor agi­ta­do­ra de nues­tra épo­ca”.
Mother Jones se incor­po­ra a la orga­ni­za­ción semi­clan­des­ti­na Caba­lle­ros del Tra­ba­jo, que reu­nía a los sec­to­res más explo­ta­dos del movi­mien­to obre­ro ‑entre ellos muje­res, negros e inmi­gran­tes-. A par­tir de 1890, se suma a los esfuer­zos de los mine­ros para fun­dar su pro­pio sindicato.
El desa­rro­llo del capi­ta­lis­mo en Esta­dos Uni­dos alen­tó la lucha obre­ra. Los capi­ta­lis­tas se lle­va­ban millo­nes de dóla­res a cos­ta de la explo­ta­ción más des­car­na­da de hom­bres, muje­res y niños. Las con­di­cio­nes labo­ra­les impo­nían muti­la­cio­nes, enfer­me­da­des cró­ni­cas y muer­te. La voz de Mother Jones repi­ca­ba en las minas y las fábri­cas, se ampli­fi­ca­ba en las luchas por la jor­na­da de ocho horas. Cuan­do le pre­gun­ta­ban dón­de vivía, decía “en cual­quier par­te, allí don­de haya una lucha”. Solía com­par­tir las pre­ca­rias vivien­das con los tra­ba­ja­do­res, las car­pas cer­ca de las minas, sin con­tar sus estan­cias en comi­sa­rías, juz­ga­dos y cárceles.
En 1902 el fis­cal de Vir­gi­nia occi­den­tal, Reese Bliz­zard, orde­nó su deten­ción dicien­do que era “la mujer más peli­gro­sa de Esta­dos Uni­dos”. No había obe­de­ci­do su orden prohi­bien­do orga­ni­zar reunio­nes públi­cas con los mine­ros en huelga.
Al año siguien­te orga­ni­zó una mar­cha de los niños que tra­ba­ja­ban en las fábri­cas y minas de Ken­sing­ton, en Pennsyl­va­nia. Se fue­ron des­fi­lan­do has­ta Oys­ter Bay, cer­ca de Nue­va York, don­de vívía el pre­si­den­te Theo­do­re Roos­velt. Por­ta­ban pan­car­tas en las que se podía leer: «¡Que­re­mos tiem­po para jugar!» y «¡Que­re­mos ir a la escue­la!». El pre­si­den­te no qui­so reci­bir a una dele­ga­ción de los niños, pero su cam­pa­ña levan­tó una ola for­mi­da­ble de apo­yo en Esta­dos Uni­dos, ponien­do en cues­tión el tra­ba­jo infantil.
En su auto­bio­gra­fía des­cri­be las peno­sas con­di­cio­nes de tra­ba­jo de los niños y niñas en las fábri­cas: «Con los pies des­nu­dos, las niñas y los niños iban y venían entre las inter­mi­na­bles filas de máqui­nas teje­do­ras, acer­can­do sus peque­ñas manos des­nu­das para enhe­brar los hilos rotos. Se metían bajo las máqui­nas para engra­sar­las. Noche y día, noche y día cam­bia­ban los per­nos. Eran niños peque­ños de seis años con ros­tros enve­je­ci­dos de sesen­ta años que cum­plían con sus ocho horas de tra­ba­jo dia­rias por diez cén­ti­mos. Cuan­do se dor­mían les arro­ja­ban agua fría a la cara y la voz del direc­tor tro­na­ba por enci­ma del rui­do infer­nal de las máqui­nas».
En 1905 ingre­só en el Par­ti­do Socia­lis­ta y al año siguien­te fue la úni­ca mujer entre los 27 fir­man­tes del mani­fies­to fun­da­dor de la Indus­trial Wor­kers of the World, que lla­ma­ba a orga­ni­zar a todos los obre­ros y obre­ras industriales.
En 1912, en medio de una vio­len­ta huel­ga mine­ra, orga­ni­zó un gran movi­mien­to de soli­da­ri­dad, que incluía movi­li­za­cio­nes de las muje­res, hijos e hijas de los huel­guis­tas, para rodear y pre­sio­nar a los patronos.
Duran­te una huel­ga, en 1913 la detu­vie­ron jun­to a otros lucha­do­res por denun­ciar las duras con­di­cio­nes de tra­ba­jo en las minas. La acu­sa­ron de inten­to de ase­si­na­to y des­pués de una far­sa judi­cial la con­de­na­ron a 20 años de cár­cel. Pero su fir­me­za ante los jue­ces hizo que el Sena­do del Esta­do de Vir­gi­nia occi­den­tal inves­ti­ga­ra las con­di­cio­nes de las minas. Final­men­te, fue libe­ra­da y absuel­ta ante la ofen­si­va de pro­tes­tas obre­ras que se desencadenó.
Meses des­pués la vol­vie­ron a dete­ner a cau­sa de una huel­ga de los mine­ros del car­bón en Colo­ra­do. La lle­va­ron a jui­cio varias veces, acu­sán­do­la de sedi­ción, ya que en aque­lla épo­ca aún no se había inven­ta­do el deli­to de terrorismo.
Sien­do una ancia­na, en 1925 dos mato­nes pene­tra­ron en el domi­ci­lio en el que vivía. Logró matar a uno de ellos, pero los tri­bu­na­les con­vier­tie­ron a la víc­ti­ma en vic­ti­ma­rio. La vol­vie­ron a acu­sar de ase­si­na­to y la detu­vie­ron. Más tar­de se demos­tró que los dos delin­cuen­tes actua­ban por cuen­ta de un capi­ta­lis­ta de los alrededores.
Sin aque­llas pena­li­da­des la cla­se obre­ra no hubie­ra logra­do vic­to­rias. Por ejem­plo, tras la masa­cre de Lud­low Mother Jones se entre­vis­tó con John D. Roc­ke­fe­ller, de quien obtu­vo una impor­tan­te mejo­ra en las con­di­cio­nes de tra­ba­jo de los obreros.
Mother Jones murió a los 93 años. Poco antes publi­có su auto­bio­gra­fía, que des­de enton­ces no ha vuel­to a ser reedi­ta­da. Su últi­ma volun­tad fue que su cuer­po fue­ra ente­rra­do en el cemen­te­rio de Mount Oli­ve, en Illi­nois, cer­ca de los mine­ros que habían sido ase­si­na­dos tras el levan­ta­mien­to de Vir­den en 1898.
Su memo­ria no se ha borra­do de la cla­se obre­ra. En 1976 una revis­ta esta­dou­ni­den­se tomó su nom­bre «Mother Jones» para su cabecera.

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