Cuan­do veas las bar­bas de tu vecino arder…- Gra­zie­lla Pogolotti

Par­te de mi infan­cia trans­cu­rrió duran­te la II Gue­rra Mun­dial. Mis padres des­ple­ga­ron jun­to a mi cama, debi­da­men­te suje­to a la pared con tachue­las, un mapa de Euro­pa, el Medi­te­rrá­neo y el nor­te de Áfri­ca, luga­res don­de se desa­rro­lla­ba el con­flic­to antes del ata­que japo­nés a Pearl Harbor.
Me encar­ga­ron la tarea de ir seña­lan­do el movi­mien­to de los fren­tes y sitios don­de se pro­du­cían impor­tan­tes bata­llas. Fue un modo prác­ti­co de apren­der geo­gra­fía e his­to­ria y de adqui­rir la cos­tum­bre, con­ver­ti­da lue­go en vicio, de seguir en la pren­sa las noti­cias del día. Asi­mi­lé tam­bién otra ense­ñan­za imprescindible.Comprendí que mi pro­pia exis­ten­cia se invo­lu­cra­ba en cier­to modo con los acon­te­ci­mien­tos ocu­rri­dos en otras par­tes del pla­ne­ta. En mi caso, la inva­sión ale­ma­na a Polo­nia, que anun­cia­ba el des­en­ca­de­na­mien­to de una con­fron­ta­ción béli­ca de gran­des pro­por­cio­nes, deter­mi­nó mi tras­la­do a Cuba. Pero ya ins­ta­la­da en la Isla, aquel fenó­meno tan dis­tan­te afec­ta­ba nues­tra vida cotidiana.
Mien­tras los gran­des con­vo­yes atra­ve­sa­ban el Atlán­ti­co ame­na­za­dos por ata­ques sub­ma­ri­nos para lle­var sumi­nis­tros al Vie­jo Con­ti­nen­te, el inter­cam­bio regu­lar de mer­can­cías sufrió un serio dete­rio­ro. Esca­sea­ron la car­ne, la leche con­den­sa­da y el jabón, entre otras cosas. Me corres­pon­día velar por la lle­ga­da de los pro­duc­tos y hacer las corres­pon­dien­tes colas. Un orga­nis­mo lla­ma­do ORPA regu­ló la dis­tri­bu­ción de la gaso­li­na y de gomas de auto­mó­vil. Para com­pen­sar la fal­ta de la pri­me­ra, se ideó un deno­mi­na­do car­bu­ran­te nacio­nal, fra­gua­do con un com­po­nen­te de alcohol.
Los cuba­nos pro­ce­dían a dar rien­da suel­ta a la inven­ti­va. Cono­cía a alguien, un joven de alcur­nia, socio por tra­di­ción del aris­to­crá­ti­co Hava­na Yacht Club, que nego­cia­ba en el mata­de­ro las gra­sas para fabri­car un jabón mal olien­te y poco dura­de­ro. Los cuba­nos acep­ta­ban las difi­cul­ta­des con expec­ta­ti­vas abier­tas a nue­vos hori­zon­tes. Con una tra­di­ción mono­ex­por­ta­do­ra, espe­ra­ban la lle­ga­da de las vacas gor­das que, por cier­to, no arri­ba­ron en esta oca­sión. Nos había­mos acos­tum­bra­do a aso­ciar gue­rra con bonanza.
Con la actual expan­sión de las tele­co­mu­ni­ca­cio­nes, el pla­ne­ta pare­ce achi­car­se. Pode­mos saber en tiem­po real lo que suce­de en Hong Kong, en Lon­dres, en Para­ma­ri­bo o en Pre­to­ria. Reci­bi­mos la ilu­sión de estar más cer­ca, pero en ver­dad todo flu­ye a tra­vés de una suce­sión de imá­ge­nes que trans­for­man la reali­dad en espec­tácu­lo, a lo que se aña­de la satu­ra­ción del horror has­ta con­ge­lar­nos en la indi­fe­ren­cia. Hay una zona de sen­si­bi­li­dad que se va mellan­do, lo que comien­za a mani­fes­tar­se en nues­tro medio, don­de ocu­rre que ante un acon­te­ci­mien­to trá­gi­co, olvi­da­dos del ges­to soli­da­rio en el dolor com­par­ti­do, muchos se apre­su­ran a regis­trar la esce­na con sus celu­la­res. Hip­no­ti­za­dos por el espec­tácu­lo, olvi­da­mos que, en la tie­rra empe­que­ñe­ci­da, todo nos con­cier­ne, dada la inter­de­pen­den­cia de los fenómenos.
Si regre­sa­mos a aque­llos vie­jos mapas en desuso, com­pro­ba­re­mos en qué medi­da se han ido modi­fi­can­do los lími­tes de las zonas geo­grá­fi­cas, como con­se­cuen­cia de la exten­sión de las zonas de influen­cia. En el Orien­te Medio, don­de la gue­rra rede­fi­nió el pano­ra­ma, aun man­te­nien­do las fron­te­ras tra­di­cio­na­les, la gue­rra ha per­fo­ra­do los muros de con­ten­ción his­tó­ri­cos. La Unión Sovié­ti­ca, Che­cos­lo­va­quia y Yugos­la­via se frag­men­ta­ron, a veces en frá­gi­les mini­es­ta­dos. La con­vi­ven­cia entre la diver­si­dad de cre­dos y de orí­ge­nes étni­cos se ha res­que­bra­ja­do dra­má­ti­ca­men­te. El mer­ce­na­ris­mo y la vio­len­cia de los humi­lla­dos y mar­gi­na­dos se extien­de. En el plano de la eco­no­mía, las reac­cio­nes en cade­na son toda­vía más evi­den­tes. La espe­cu­la­ción incon­tro­la­da del finan­cia­mien­to ban­ca­rio a la inver­sión inmo­bi­lia­ria pro­du­jo, con su esta­lli­do, reper­cu­sio­nes en el mun­do ente­ro. Era como un efí­me­ro sue­ño dora­do que se levan­ta­ba por doquier. De pron­to, se pro­du­jo el desastre.
La situa­ción actual de Gre­cia es un ejem­plo pal­pa­ble de los rebo­tes pla­ne­ta­rios de las con­se­cuen­cias de la espe­cu­la­ción finan­cie­ra, fuen­te de agi­gan­ta­mien­to para las gran­des for­tu­nas y de indes­crip­ti­ble mise­ria para las mayo­rías. Muchos, for­ma­dos en la cul­tu­ra occi­den­tal, guar­da­mos un víncu­lo sen­ti­men­tal con un país que, des­de su pasa­do glo­rio­so, nos ense­ñó a pen­sar. Pla­tón y Aris­tó­te­les siguen sien­do refe­ren­tes sig­ni­fi­ca­ti­vos en nues­tros días, como los per­so­na­jes sur­gi­dos de sus poe­mas épi­cos y de su tea­tro, los mode­los de su arqui­tec­tu­ra y de su esta­tua­ria y ese sin­gu­lar mari­da­je de depor­te y poe­sía que los carac­te­ri­zó. Lue­go, vinie­ron siglos de des­po­jo. En Ber­lín, Lon­dres y París pode­mos encon­trar frag­men­tos des­ar­ti­cu­la­dos de aque­lla pode­ro­sa crea­ción artís­ti­ca. La peque­ña Gre­cia, sin embar­go, nun­ca fue un terri­to­rio muy fér­til. Por eso, des­de la anti­güe­dad, sus embar­ca­cio­nes reco­rrie­ron el Medi­te­rrá­neo con fines comer­cia­les, lo que pro­pi­ció un fecun­do mes­ti­za­je de cul­tu­ras. La huma­ni­dad con­tra­jo con ellos, al igual que con otros focos gene­ra­do­res de las matri­ces de lo que aho­ra somos, una deu­da impagable.
Pero las finan­zas impo­nen otros valo­res. Las reper­cu­sio­nes del esta­lli­do de la lla­ma­da bur­bu­ja inmo­bi­lia­ria y de las tar­je­tas de cré­di­to colo­có a los ban­cos al bor­de de la quie­bra. De común acuer­do, los paí­ses capi­ta­lis­tas pri­vi­le­gia­ron el sal­va­ta­je de esas ins­ti­tu­cio­nes y afian­za­ron polí­ti­cas de ajus­te con la pri­va­ti­za­ción rígi­da del dog­ma neo­li­be­ral. Se implan­ta­ron polí­ti­cas de ajus­te con la pri­va­ti­za­ción de bie­nes públi­cos, el aumen­to ace­le­ra­do del des­em­pleo y el sacri­fi­cio de las pen­sio­nes para los jubi­la­dos. El recién elec­to Gobierno grie­go, peque­ño David fren­te a un pode­ro­so Goliat, libra una bata­lla con­tra el tiem­po para rene­go­ciar acuer­dos que ofrez­can una sali­da con vis­tas a pro­cu­rar una polí­ti­ca con pers­pec­ti­vas reales de desa­rro­llo. Cuan­do veas las bar­bas de tu vecino arder…, nos dice la filo­so­fía popu­lar. Lo cier­to es que el víncu­lo entre cen­tro y peri­fe­ria se mul­ti­pli­ca en círcu­los con­cén­tri­cos. Ya no se tra­ta tan solo de la dis­tan­cia entre paí­ses cen­tra­les y los que se defi­nie­ron algu­na vez como los del Ter­cer Mun­do. Se están con­fi­gu­ran­do dos Euro­pa, razón por la cual los diri­gen­tes grie­gos obser­van con inte­rés y admi­ra­ción el pano­ra­ma diver­so de una Amé­ri­ca Lati­na que for­ta­le­ce sus rela­cio­nes soli­da­rias des­pués de la eufo­ria neo­li­be­ral impues­ta a san­gre y fue­go por las dictaduras.
Pasa por mi ima­gi­na­ción un mapa en colo­res de nues­tro glo­bo terrá­queo. Las fron­te­ras polí­ti­cas han cam­bia­do. Sobre esos lími­tes tan move­di­zos se sobre­po­ne otra com­po­si­ción cro­má­ti­ca estre­me­ce­do­ra. Son las man­chas de san­gre que se extien­den pro­gre­si­va­men­te, con­se­cuen­cia de los con­flic­tos béli­cos for­ma­les de aque­llos otros, gue­rras civi­les que des­bor­dan los paí­ses don­de se ori­gi­na­ron. Las encon­tra­mos en Áfri­ca, en el Orien­te Medio, en Ucra­nia. Las víc­ti­mas —muer­tos, muti­la­dos, des­pla­za­dos, pere­gri­nos ham­brien­tos, refu­gia­dos— esca­pan empe­ro a la más exi­gen­te con­ta­bi­li­za­ción esta­dís­ti­ca. Tras tan­to sufri­mien­to se mue­ven intere­ses geo­po­lí­ti­cos, los de aho­ra y los que se acu­mu­la­ron a tra­vés de los siglos. Para for­mu­lar pro­yec­tos de vida per­so­na­les y colec­ti­vos hay que enten­der el mun­do en que vivi­mos, abrir los ojos ante el ancho hori­zon­te, echar a un lado la pers­pec­ti­va aldea­na uni­da al bre­te y a la des­me­mo­ria, cre­cer espi­ri­tual­men­te y tomar el des­tino en nues­tras pro­pias manos. «Hom­bre soy», decía el clá­si­co con­ver­ti­do en lugar común, «y nada humano me es ajeno».

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