Evo­ca­ción, un libro dedi­ca­do al Che

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Se han escri­to muchos libros sobre Ernes­to Gue­va­ra de la Ser­na, pero nin­guno con­tie­ne tan­ta ter­nu­ra con­cen­tra­da como Evo­ca­ción, mi vida jun­to al Che, de Alei­da March, Edi­cio­nes Unión, 2008, 222 pp.

La feno­me­no­lo­gía de la memo­ria, su her­me­néu­ti­ca, nos pone ante el recuer­do como algo que vol­ve­mos a vivir, a la vez que nos acor­da­mos de noso­tros mis­mos. Un mexi­cano muy sabio, Alfon­so Reyes, decía a pro­pó­si­to de la lite­ra­tu­ra: “el títu­lo es la mar­ca del tex­to”, y des­de esa mar­ca, este libro hace refe­ren­cia a dos per­so­nas, el recor­da­do y quien lo recuer­da, ese alguien que ha esta­do ahí, duran­te años, que ascen­dió en la esca­la par­na­sia­na en vida y que des­pués de su ase­si­na­to es la ima­gen más difun­di­da en el mundo.

Des­de la memo­ria, Evo­ca­ción, cuen­ta a los lec­to­res y a los seres que­ri­dos, la vida sobre alguien a quien se ama, y el sino de su auto­ra es reve­lar­nos al hom­bre en su com­ple­ta huma­ni­dad, las face­tas menos cono­ci­das de una per­so­na que aún des­de la inmor­ta­li­dad apa­re­ce como un ser de una ter­nu­ra feroz, que con­ju­ga el arte de hacer gobierno con el de ser cons­truc­tor de una nue­va socie­dad, padre, espo­so y ami­go; nada per­fec­to ni sobre­hu­mano, sino en su jus­ta dimen­sión de hombre.

Alen­ta­da por ami­gos, Alei­da March se deci­dió, más de 40 años des­pués de que el Che fue­ra ase­si­na­do, a con­tar unos recuer­dos celo­sa­men­te guar­da­dos para sí; no pre­ten­den cam­biar la bio­gra­fía de Ernes­to Gue­va­ra de la Ser­na, deve­lan el espí­ri­tu en un recuen­to úni­co de la per­so­na que qui­zás supo más de las satis­fac­cio­nes y sin­sa­bo­res de aquel hom­bre que pasa a la his­to­ria como un ícono, y para el que la Revo­lu­ción fue siem­pre lo primero.

Alei­da March (Mani­ca­ra­gua, 1936) estu­dió Peda­go­gía en la Uni­ver­si­dad Cen­tral de Las Villas, antes de subir a la Sie­rra, y se licen­ció en His­to­ria en la Uni­ver­si­dad de La Haba­na des­pués del triun­fo de la Revo­lu­ción. En 1956 ingre­só en el Movi­mien­to 26 de Julio, y un año des­pués lle­gó a ser men­sa­je­ra del res­pon­sa­ble de la orga­ni­za­ción rebel­de en la pro­vin­cia de Las Villas, con fama de intré­pi­da y cora­ju­da. En 1959 con­tra­jo matri­mo­nio con Ernes­to Gue­va­ra, de quien fue secre­ta­ria en el Minis­te­rio de Indus­trias y en la pre­si­den­cia del Ban­co Nacio­nal; fue la secre­ta­ria gene­ral de la Fede­ra­ción de Muje­res Cuba­nas, que con­tri­bu­yó a fun­dar con Vil­ma Espín como pre­si­den­ta, dipu­tada y fun­cio­na­ria de la Asam­blea Nacio­nal del Poder Popu­lar, inves­ti­ga­do­ra del Cen­tro de Estu­dios de Amé­ri­ca y, con pacien­te y lúci­do esfuer­zo creó el “Cen­tro de Estu­dios Che Gue­va­ra” don­de cuen­ta con la cola­bo­ra­ción de sus hijos y la insus­ti­tui­ble María del Car­men Ariet.

Este libro era una obli­ga­ción de la auto­ra para con ella mis­ma, con sus hijos y con los hom­bres de bue­na volun­tad del mun­do; una his­to­ria de amor, el des­cu­bri­mien­to y desa­rro­llo de dos seres que jun­tos cons­tru­ye­ron una fami­lia, al tiem­po que tra­ta­ron de ser pila­res de una nue­va socie­dad y, evo­can­do al Che, la auto­ra nos acer­ca al ser humano de todos los días, para dejar al arque­ti­po en la distancia.

Con­tan­do algu­nos por­me­no­res de su vida, la Alei­da nos pre­sen­ta a Ernes­to Gue­va­ra, ya el Che cuan­do lo cono­ció, y nos obse­quia un tex­to que se agra­de­ce en todos los sen­ti­dos, por­que nos acla­ra y da luz sobre el pro­ce­so de cómo se vie­ron y cómo ven­cie­ron su timi­dez, ambos, para estar juntos.

La vida es un pri­vi­le­gio fabu­lo­so, lo es tam­bién el amor y la amis­tad, y este tex­to hace caer por tie­rra toda la patra­ña que se ha ver­ti­do acer­ca de las rela­cio­nes y los sen­ti­mien­tos que unían al gue­rri­lle­ro argen­tino-cubano y a Fidel Castro.

Nun­ca un hom­bre fue más fuer­te ni más gran­de, ni más tierno a la vez que al pedir a su ama­da: “Ayú­da­me aho­ra, Alei­da, sé fuer­te…”, de la fuer­za de ella sal­dría la de él, y esa ayu­da ten­dría que venir sin pala­bras escri­tas, sin lla­ma­das tele­fó­ni­cas, des­de la ima­gi­na­ción y des­de la dis­tan­cia, en la idea de soñar a los hijos y a la ama­da, lle­ga­ría del recuer­do del amor, de los momen­tos e idea­les com­par­ti­dos, de ver el sol, el cie­lo, la luna y las estre­llas o de la tie­rra, que en su seno pro­fun­do con­tie­ne los mine­ra­les que une a la Amé­ri­ca con­ti­nen­tal con la insu­lar, cosas que en esas con­di­cio­nes son las úni­cas que aproximan.

Recuer­do un día de octu­bre de 1987, sali­mos en tren des­de La Haba­na hacia San­ta Cla­ra para hacer una jor­na­da de tra­ba­jo volun­ta­rio en la cons­truc­ción de la pla­za-memo­rial que diez años des­pués aco­ge­ría sus res­tos mor­ta­les y los de sus “com­pa­ñe­ros heroi­cos del des­ta­ca­men­to de refuer­zo”; en el vagón iban sus hijos, sus com­pa­ñe­ras y com­pa­ñe­ros de la colum­na inva­so­ra y del Minis­te­rio de Indus­trias y algu­nos de sus des­cen­dien­tes —yo y mis her­ma­nos con­vo­ca­dos por su ami­go y cola­bo­ra­dor Miguel Ángel Duque de Estrada.

Toda la noche via­ja­mos y todo el día tra­ba­ja­mos de sol a sol, entre chan­zas y risas, entre anéc­do­tas e his­to­rias, y entre noso­tros, como una más, esta­ba Alei­da. Nadie tenía por enton­ces la más míni­ma idea que allí el gue­rre­ro des­can­sa­ría, jun­to al pañue­lo de gasa, “Leal has­ta la muer­te”, jun­to al pue­blo que hizo suyo, don­de libró una de sus más afa­ma­das bata­llas y don­de la auto­ra de este tes­ti­mo­nio espe­cial, lo amó.

Por eso, fren­te a la esta­tua en la que lo han que­ri­do con­ver­tir y que se mere­ce, fren­te a las con­sig­nas repe­ti­das, a veces en dema­sía, Alei­da March nos res­ca­ta al Che de la inmen­si­dad eté­rea para traer­lo jun­to a noso­tros, cor­pó­reo nue­va­men­te, lo posa en la tie­rra que pisa­mos todos los días para que le dé el sol y sude como el más común de los mor­ta­les y ella nos invi­ta a refren­dar sus pala­bras: “recuér­den­me de vez en cuando”.

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