Los pala­cios recon­quis­ta­dos (Neru­da y los poe­tas comu­nis­tas rumanos)

Un Valle­kano en Rumania

Pablo Neru­da estu­vo de visi­ta en Buca­rest en 1960, y como a otros mitos uni­ver­sa­les his­pa­nos de la cul­tu­ra, como Rafael Alber­ti o Miguel Angel Astu­rias, les encan­tó la poe­sia y la lite­ra­tu­ra ruma­na de la epo­ca, tan des­pre­cia­da hoy dia. De hecho, poco des­pués, publi­ca­ría su libro de poe­sia ruma­na tra­du­ci­da, 44 poe­tas ruma­nos, en home­na­je a aque­llos de los que en su libro Con­fie­so que he vivi­do dice. 

«Los poe­tas ruma­nos, con su lar­ga his­to­ria de pade­ci­mien­tos duran­te los regí­me­nes monar­co­fas­cis­tas, son los más vale­ro­sos y al par los más ale­gres del mun­do. Aquel gru­po de jugla­res, tan ruma­nos como los pája­ros de sus tie­rras fores­ta­les, tan deci­di­dos en su patrio­tis­mo, tan fir­mes en su revo­lu­ción, y tan embria­ga­do­ra­men­te ena­mo­ra­dos de la vida, fue­ron una reve­la­ción para mí. En pocos sitios he adqui­ri­do con tan­ta pron­ti­tud tan­tos her­ma­nos»»

Pablo Neru­da, que sabia bien de los sufri­mien­tos de los pue­blos bajo dic­ta­du­ras con mayor o menor maqui­lla­je demo­crá­ti­co, y por eso fue has­ta su muer­te miem­bro del Par­ti­do Comu­nis­ta, reco­no­ció el dolor del os poe­tas ruma­nos bajo las tira­nias de los dife­ren­tes monar­cas y sus mama­rra­chos fas­cis­tas, y el patrio­tis­mo, la fir­me­za y el amor a su pue­blo que solo pue­de tener aquel que cree que la tie­rra, como el res­to de los medios de pro­duc­ción, deben de ser para los que tra­ba­jan o pro­du­cen, sin que nin­gun para­si­to se que­de con el beneficio.

En Con­fie­so que he vivi­do habla de estos poe­tas, que cono­cio en su visi­ta a Ruma­nia, y de su estan­cia en el anti­guo pala­cio del rey, el de Sinaia, en aquel enton­ces, 1969, recon­quis­ta­do por los que lo cons­tru­ye­ron, los tra­ba­ja­do­res. Y tam­bién habla de otro pala­cio tem­po­ral­men­te recon­quis­ta­do, el Pala­cio de Liria, el de los duques de Alba, una de las fami­lias aris­to­cra­ti­cas espa­ño­la que mas for­tu­na ha ate­so­ra­do a cos­ta del sufri­mien­to y el robo a cam­pe­si­nos y tra­ba­ja­do­res, don­de se alo­jó cuan­do las mili­cias repu­bli­ca­nas lo requi­sa­ron para el pue­blo, en ple­na gue­rra civil, mien­tras Madrid pasa­ba a la his­to­ria como ejem­plo de resis­ten­cia antifascista.

En aque­lla oca­sion, la recon­quis­ta del Pala­cio de Liria por los tra­ba­ja­do­res duró poco, y tras tres años de gue­rra civil los cri­mi­na­les y ase­si­nos, los mis­mos que siem­pre habian masa­cra­do a su pue­blo (y lo han segui­do hacien­do, mas o menos vio­len­ta­men­te, has­ta hoy)recuperaron y devol­vie­ron el Pala­cio a los para­si­tos que se lo habian apropiado.

En Ruma­nia duró bas­tan­te mas, mas de cua­tro decas­das años, aun­que en 1989, tras otro gol­pe fas­cis­ta que pre­ten­dia devol­ver a los gran­des delin­cuen­tes loca­les e inter­na­cio­na­les el botin de su saqueo inme­mo­rial, el Pala­cio de Sinaia, don­de dur­mió Neru­da y don­de cono­cio la rica y pode­ro­sa poe­sia comu­nis­ta ruma­na, hoy tan olvi­da­da y deni­gra­da, está de nue­vo en manos de la fami­lia real (y eso a pesar de que Ruma­nia sea una Repú­bli­ca, aun­que ya no sea la de los tra­ba­ja­do­res. A con­ti­nua­ción el capi­tu­lo dedi­ca­do por Neru­da a los poe­tas ruma­nos y a los pala­cios reconquistados:

LOS PALACIOS RECONQUISTADOS 

Nun­ca me invi­ta­ron los mag­na­tes a las gran­des man­sio­nes; y la ver­dad es que tuve siem­pre poca curio­si­dad. En Chi­le el depor­te nacio­nal es el rema­te. Se ve mucha gen­te acu­dir en for­ma atro­pe­lla­da a las sema­na­les subas­tas que carac­te­ri­zan a mi país. Cada caso­na de ésas tie­ne su sino. Lle­ga­do un momen­to se rema­tan al mejor pos­tor las ver­jas que no me deja­ron pasar, a mí ni al vul­go de que for­mo par­te, y con las ver­jas cam­bian de due­ño los sillo­nes, los cris­tos san­gui­no­len­tos, los retra­tos de épo­ca, los pla­tos, las cucha­ras, y las sába­nas entre las cua­les se pro­crea­ron tan­tas vidas ocio­sas. Al chi­leno le gus­ta entrar, tocar y ver. Pocos son los que final­men­te com­pran. Lue­go el edi­fi­cio se demue­le y se rema­tan peda­zos de la casa. Los com­pra­do­res se lle­van los ojos, es decir, las ven­ta­nas; los intes­ti­nos, es decir, las esca­le­ras; los pisos son los pies; y final­men­te se repar­ten has­ta las palmeras.
El Pala­cio de Sinaia
En Euro­pa, en cam­bio, las inmen­sas casas se con­ser­van. Pode­mos ver a veces los retra­tos de sus duques y de sus duque­sas que sólo algún pin­tor afor­tu­na­do vio en cue­ros para feli­ci­dad de los que aho­ra dis­fru­ta­mos de esa pin­tu­ra y de esas cur­vas. Pode­mos atis­bar tam­bién los secre­tos, los crí­me­nes inqui­si­ti­vos, las pelu­cas, y esos archi­vos des­pam­pa­nan­tes que son las pare­des tapi­za­das que absor­bie­ron tan­tas con­ver­sa­cio­nes des­ti­na­das al pal­co elec­tró­ni­co del porvenir.
Fui invi­ta­do a Ruma­nia y acu­dí a la cita. Los escri­to­res me lle­va­ron a des­can­sar a su casa de cam­po colec­ti­va, en medio de los bellos bos­ques tran­sil­va­nos. La resi­den­cia de los escri­to­res ruma­nos había sido antes el pala­cio de Carol, aquel taram­ba­na cuyos amo­res extra­rrea­les lle­ga­ron a ser comi­di­lla mun­dial. El pala­cio, con sus mue­bles moder­nos y sus baños de már­mol, esta­ba aho­ra al ser­vi­cio del pen­sa­mien­to y de la poe­sía de Ruma­nia. Dor­mí muy bien en la cama de su majes­tad la rei­na y, al día siguien­te, nos dimos a visi­tar otros cas­ti­llos con­ver­ti­dos en museos y casas de repo­so o vaca­cio­nes. Me acom­pa­ña­ban los poe­tas Jebe­lea­nu, Beniuc y Radu Bou­rrea­nu. En la maña­na ver­de, bajo la pro­fun­di­dad de los abe­tos de los anti­guos par­ques reales, can­tá­ba­mos des­com­pa­sa­da­men­te, reía­mos con estruen­do, gri­tá­ba­mos ver­sos en todos los idio­mas. Los poe­tas ruma­nos, con su lar­ga his­to­ria de pade­ci­mien­tos duran­te los regí­me­nes monar­co­fas­cis­tas, son los más vale­ro­sos y al par los más ale­gres del mun­do. Aquel gru­po de jugla­res, tan ruma­nos como los pája­ros de sus tie­rras fores­ta­les, tan deci­di­dos en su patrio­tis­mo, tan fir­mes en su revo­lu­ción, y tan embria­ga­do­ra­men­te ena­mo­ra­dos de la vida, fue­ron una reve­la­ción para mí. En pocos sitios he adqui­ri­do con tan­ta pron­ti­tud tan­tos hermanos.
Les refe­rí a los poe­tas ruma­nos, para gran rego­ci­jo de ellos, mi visi­ta ante­rior a otro pala­cio noble. Fue el pala­cio de Liria, en Madrid, en ple­na gue­rra. Mien­tras el enemi­go mar­cha­ba con sus ita­lia­nos, moros y cru­ces gama­das, dedi­ca­do a la san­ta tarea de matar espa­ño­les, los mili­cia­nos ocu­pa­ron aquel pala­cio que yo había vis­to tan­tas veces al pasar por la calle de Argüe­lles, en los años 1934 y 1935. Des­de el auto­bús diri­gía una mira­da res­pe­tuo­sa, no por vasa­lla­je hacia los nue­vos duques de Alba que ya no podían some­ter­me a mí, irre­den­to ame­ri­cano y poe­ta semi­bár­ba­ro, sino fas­ci­na­do por esa majes­tad que tie­nen los calla­dos y blan­cos sarcófago
Cuan­do vino la gue­rra, el duque se que­dó en Ingla­te­rra, por­que su ape­lli­do es en reali­dad Ber­wick. Se que­dó allí con sus cua­dros mejo­res y con sus más ricos teso­ros. Recor­dan­do esta fuga ducal les dije a los ruma­nos que en Chi­na, des­pués de la libe­ra­ción, el últi­mo des­cen­dien­te de Con­fu­cio, que se enri­que­ció con un tem­plo y con los hue­sos del difun­to filó­so­fo, se fue a For­mo­sa tam­bién pro­vis­to de cua­dros, man­te­le­rías y vaji­llas. Y ade­más con los hue­sos. Allí debe estar bien ins­ta­la­do, cobran­do entra­da por mos­trar las reli­quias.

Des­de Espa­ña, por aque­llos días. salían hacia el res­to del mun­do tre­me­bun­das noti­cias: «His­tó­ri­co pala­cio del duque de Alba, saquea­do por los rojos», «Lúbri­cas esce­nas de des­truc­ción», «Sal­ve­mos esta joya histórica».

Me fui a ver el pala­cio ya que aho­ra me deja­ban entrar. Los supues­tos saquea­do­res esta­ban a la puer­ta con ove­rol azul y fusil en la mano. Caían las pri­me­ras bom­bas sobre Madrid des­de avio­nes del ejér­ci­to ale­mán. Pedí a los mili­cia­nos que me deja­ran pasar. Exa­mi­na­ron minu­cio­sa­men­te mis docu­men­tos. Ya me creía lis­to para dar los pri­me­ros pasos en los opu­len­tos salo­nes cuan­do me lo impi­die­ron con horror: no me había lim­pia­do los zapa­tos en el gran fel­pu­do de la entra­da. En reali­dad los pisos relu­cían como espe­jos. Me lim­pié los zapa­tos y entré. Los rec­tán­gu­los vacíos de las pare­des sig­ni­fi­ca­ban cua­dros ausen­tes. Los mili­cia­nos lo sabían todo. Me con­ta­ron como el duque tenía esos cua­dros des­de hace años en su ban­co de Lon­dres, depo­si­ta­dos en una bue­na caja de segu­ri­dad. En el gran hall lo úni­co impor­tan­te eran los tro­feos de caza, innu­me­ra­bles cabe­zas cor­nu­das y trom­pas de dife­ren­tes bes­te­zue­las. Lo más noto­rio era un inmen­so oso blan­co para­do en dos patas en medio de la habi­ta­ción, con sus dos bra­zos pola­res abier­tos y una cara dise­ca­da que se reía con todos los dien­tes. Era el favo­ri­to de los mili­cia­nos que lo cepi­lla­ban cada mañana.
Mili­cia­nos comu­nis­tas en el Pala­cio de Liria, en Madrid
Natu­ral­men­te que me inte­re­sa­ron los dor­mi­to­rios en que tan­tos Alba dur­mie­ron con pesa­di­llas ori­gi­na­das por los espec­tros fla­men­cos que en las noches lle­ga­ban a hacer­les cos­qui­llas en los pies. Los pies ya no esta­ban allí, pero sí la más gran­de colec­ción de zapa­tos que nun­ca he vis­to. Este últi­mo duque nun­ca aumen­tó su pina­co­te­ca, pero su zapa­te­ría era sor­pren­den­te e incal­cu­la­ble. Lar­gas estan­te­rías acris­ta­la­das que lle­ga­ban al techo guar­da­ban milla­res de zapa­tos. Como en las biblio­te­cas, había esca­le­ri­tas espe­cia­les, qui­zás para coger­los deli­ca­da­men­te de los tacos. Miré con cui­da­do. Había cen­te­na­res de pares de finí­si­mas botas de mon­tar, ama­ri­llas y negras. Tam­bién había de esos boti­nes con cha­le­qui­llo de fel­pa y boto­nes de nácar. Y can­ti­da­des de zapa­to­nes, zapa­ti­llas y polai­nas, todos ellos con sus hor­mas aden­tro, lo que les daba la apa­rien­cia de que tenían pier­nas y pies sóli­dos a su dis­po­si­ción. Si se les abría la vitri­na, corre­rían todos a Lon­dres detrás del duque! Podía dar­se uno un fes­tín de boti­nes, ali­nea­dos a lo lar­go de tres o cua­tro habi­ta­cio­nes. Un fes­tín con la mira­da y sólo con la mira­da, por­que los mili­cia­nos, fusil al bra­zo, no per­mi­tían que ni siquie­ra una mos­ca toca­ra aque­llos zapa­tos. «La cul­tu­ra», decían. «La his­to­ria», decían. Yo pen­sa­ba en los pobres mucha­chos de alpar­ga­tas dete­nien­do al fas­cis­mo en las cum­bres terri­bles de Somo­sie­rra, ente­rra­dos en la nie­ve y el barro.
Jun­to a la cama del duque había un cua­dri­to efi­mar­ca­do en oro cuyas mayús­cu­las góti­cas me atra­je­ron. Caram­ba!, pen­sé, aquí debe estar impre­so el árbol genea­ló­gi­co de los Alba. Me equi­vo­ca­ba. Era el «If» de Rud­yard. Kipling, esa poe­sía pedes­tre y san­tu­rro­na, pre­cur­so­ra del Reader’s Digest, cuya altu­ra inte­lec­tual no sobre­pa­sa­ba a mi jui­cio la de los zapa­tos del duque de Alba. Con per­dón del impe­rio británico!
El baño de la duque­sa será inci­tan­te, pen­sa­ba yo. Tan­tas cosas evo­ca­ba. Sobre todo aque­lla mado­na recos­ta­da del Museo del Pra­do, a quien Goya le colo­có los pezo­nes tan apar­te el uno del otro, que uno pien­sa cómo el pin­tor revo­lu­cio­na­rio midió la dis­tan­cia aña­dien­do un beso a cada beso has­ta dejar­le un collar invi­si­ble de seno a seno. Pero el equí­vo­co con­ti­nua­ba. El oso, la boti­ne­ría de zar­zue­la, el «If» y, por últi­mo, en vez de un baño de dio­sa encon­tré un recin­to redon­do, fal­sa­men­te pom­pe­yano, con una tina bajo el nivel del sue­lo, cis­ne­ci­llos siú­ti­cos de ala­bas­tro, cur­si-cómi­cos lam­pa­da­rios, en fin, una sala de baño para oda­lis­ca de pelí­cu­la norteamericana.
Ya me reti­ra­ba con som­brío des­en­can­to cuan­do tuve mi recom­pen­sa. Los mili­cia­nos me invi­ta­ron a almor­zar. Bajé con ellos a las coci­nas. Cua­ren­ta o cin­cuen­ta mozos y ser­vi­do­res, coci­ne­ros y jar­di­ne­ros del duque, seguían coci­nan­do para sí mis­mos y para los mili­cia­nos que cus­to­dia­ban la man­sión. Me con­si­de­ra­ban hon­ro­sa visi­ta. Des­pués de algu­nos cuchi­cheos, vuel­tas y revuel­tas, reci­bos que se fir­ma­ban, saca­ron una pol­vo­rien­ta bote­lla. Era un «lachri­ma chris­ti» de cien años, del cual ape­nas me deja­ron beber unos cuan­tos sor­bos. Era un vino ardien­te, con una con­tex­tu­ra de miel y fue­go, al mis­mo tiem­po seve­ro e impal­pa­ble. No olvi­da­ré tan fácil­men­te aque­llas lágri­mas del duque de Alba.
Una sema­na des­pués los bom­bar­de­ros ale­ma­nes deja­ron caer cua­tro bom­bas incen­dia­rias sobre el pala­cio de Liria. Des­de la terra­za de mi casa vi volar los dos pája­ros ago­re­ros. Un res­plan­dor colo­ra­do me hizo com­pren­der en segui­da que esta­ba pre­sen­cian­do los últi­mos minu­tos del palacio.
—Aque­lla mis­ma tar­de pasé por las rui­nas humean­tes —digo a los escri­to­res ruma­nos para con­cluir mi rela­to — . Allí me ente­ré de un deta­lle con­mo­ve­dor. Los nobles mili­cia­nos, bajo el fue­go que caía del cie­lo, las explo­sio­nes que sacu­dían la tie­rra y la hogue­ra que cre­cía, sólo ati­na­ron a sal­var el oso blan­co. Casi murie­ron en la ten­ta­ti­va. Se derrum­ba­ban las vigas, todo ardía y el inmen­so ani­mal embal­sa­ma­do se obs­ti­na­ba en no pasar por las ven­ta­nas y las puer­tas. Lo vi de nue­vo y por últi­ma vez, con los bra­zos blan­cos abier­tos, muer­to de risa, sobre el cés­ped del jar­dín del palacio.

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