Nos han engañado. Los malos son mucho mejores que los buenos y nos ahorran esa sensación de banalidad que nos invade cuando la palabra fin está sellada con bobaliconas expresiones de felicidad. ¿Por qué lo negamos? Nos hubiera gustado que la pobre Kaa, martirizada por una implacable sinusitis, se comiera al botarate de Mogwli, que se separa de sus amigos para seguir a una hembra de su especie. El amor convierte al ser humano en un necio sin remedio. Es mejor tener un colega como Baloo que decir “I love you”, tres palabras que en realidad significan: “Estoy jodido”.
Nos gustan los malos porque son más creativos que los héroes. Tintín es convencional y previsible. Su cara de buen chico es tan aburrida como un sermón dominical. ¿No es mucho más estimulante el capitán Haddock, que desde su primera aparición (El cangrejo de las pinzas de oro) se revela como un borrachín aficionado a los improperios y no tarda en actuar como un impostor, asumiendo la presidencia de la Liga de Marinos Antialcohólicos, pese a seguir bebiendo botellas y botellas de Loch Lomond, su whisky preferido? Lamentamos profundamente que Tintín haya ejercido una influencia deletérea sobre el capitán Haddock, inculcándole prudencia, moderación y un heroísmo de cartón piedra. Nos gusta el lado canallesco del capitán Haddock, dispuesto a vender su alma al diablo por un trago.
Nos gusta el botellazo que le propina al memo de Tintín, mientras pilota un avión. Nos gusta que le golpee por la espalda, recordándole que nunca se debe bajar la guardia. Lex Luthor, el archienemigo de Superman, comprendió en seguida que la moral del boy scout sólo es un pasaporte al fracaso y que el mal exige un compromiso permanente con la astucia y el arribismo. Por eso logró ser Presidente de los Estados Unidos, el verdadero trono de los supervillanos. Lex Luthor es el cerebro criminal más grande de la historia. No nos interesan las modernas versiones televisivas, sino la interpretación clásica de Gene Hackman, donde Luthor se balancea entre la comedia y el psicothriller. Perspicaz, ocurrente y algo hortera, nos recuerda al pérfido Rastapopoulos, un auténtico genio del mal que trafica con opio, obras de arte y seres humanos, sin desprenderse de su monóculo ni de sus sempiternos puros habanos.
Nos gusta la Madrastra de Blancanieves, con su narcisismo herido por un espejo impertinente. No gusta su “think tank”, un verdadero laboratorio de ideas, con sus pócimas, cuervos, calaveras y redomas. Nos gusta su ferocidad, digna de un apache, acostumbrando a cortar los párpados de sus prisioneros y dejar que sus ojos se chamusquen como un huevo frito sobre una sartén. Nos gusta su aspecto terrorífico, cuando se transforma en una bruja y recorre el bosque con una manzana roja, recordando que la historia de la humanidad comenzó cuando una mujer desafió a Dios. Sin ese gesto liberador, si no hubiéramos comido la fruta del árbol prohibido para ser sabios y desdichados, apenas nos diferenciaríamos del Homo antecessor, un pobre diablo que completaba su dieta con carroña de mamut y canibalismo ocasional. Reina y hechicera, la Madrastra está más cerca de Prometeo que de Margaret Thatcher, una supervillana que hace palidecer de envidia a la mismísima Esperanza Aguirre. ¿Por qué varias generaciones han simpatizado con Blancanieves? Es una boba que acepta convertirse en la esclava doméstica de siete enanos avariciosos. Es una cursi que suspira por un príncipe azul. Friega el suelo, barre la cocina y lava los platos, sin protestar, risueña y feliz. ¿Alguien imagina a su Madrastra actuando de forma semejante? ¿No es mejor ser mala? ¿No es mejor vivir sin otro temor que ser desbancada del hit parade de la infamia y la iniquidad? ¿Quién no ha soñado con echar un polvo con esa MILF de testa coronada, sin implantes de silicona y un voraz apetito sexual? Blancanieves es la novia que siempre dice no, esperando llegar virgen al altar. Sólo por eso merece pasar la eternidad en una urna de cristal, soñado con chalés adosados, monovolúmenes familiares y horribles fiestas de primera comunión. ¡Puafff!
Nos gusta Cruella de Vil porque tampoco habría consentido ser la criada de una caterva de solterones gruñones, sabiondos o narcolépsicos. Nos gusta Cruella de Vil porque fuma con una elegante boquilla de marfil y se ríe de los límites de velocidad, infringiendo todas las normas del Código de la Circulación. Nos gusta Cruella de Vil porque se salta los semáforos rojos y abofetea a los policías municipales, imitando a la incomprendida Zsa Zsa Gabor. Cruella de Vil ha perdido todos sus puntos, pero ni siquiera se ha planteado dejar de conducir. Si alguien afea su proceder, le arroja el humo a la cara y lanza una carcajada diabólica, que hiela la sangre del más templado. Es cierto que su manía por las pieles es algo desagradable, pero ningún antihéroe es perfecto. Cruella de Vil es neurótica, inestable, voluble, caprichosa, egocéntrica, maleducada. Decididamente nos gusta. En una época que ha estigmatizado la nicotina y la velocidad, su desprecio por la ley y por las campañas sanitarias contra el tabaco constituye un saludable gesto de rebeldía. La salud no es importante. Lo importante es pasárselo bien y eso sólo se consigue fumando un cigarrillo tras otro, mientras pisas a fondo el acelerador, sintiendo que eres Juan Salvador Gaviota, pero sin su estúpida filosofía para adolescentes retrasados.
No gustan las hienas del Rey León, aficionadas a la comida basura y a los happenings. Nos gustan Shenzi y Banzai, arteras, cobardes e histéricas, pero sobre todo nos gusta la hiena muda, que se comporta como una auténtica chiflada, revolcándose por el suelo e improvisando con la desfachatez de Manzoni, el artista que convirtió sus heces en obra de arte. Nos gusta el Dr. No y la organización criminal Spectre, pues los dos buscan acabar con el insoportable James Bond. Bond fue tolerable mientras lo encarnó Sean Connery, pero con Roger Moore y Pierce Brosnan se convirtió en un pijo insufrible, más preocupado de la raya de su peinado que de cumplir su objetivo: ser un bastardo al servicio del capitalismo. El capitalismo es abominable, pero ser un bastardo es honorable y James Bond era un perfecto bastardo en la época de Sean Connery.
Rooger Moore y Pierce Brosnan sólo eran dos playboys aficionados a las veladas de Marbella, con la Pantoja cantando sevillanas y el inolvidable Jesús Gil repartiendo mamporros. Afortunadamente, Daniel Craig le ha imprimido al personaje un estilo macarra que le hace más tolerable. Bond ya no es un maniquí de Marks & Spencer, sino un camorrista que aprovecha cualquier pretexto para liarse a guantazos. No nos gusta, pero disfrutamos con sus baladronadas de chulopiscinas. A fin de cuentas, España es el primer productor mundial de chulopiscinas, según la prestigiosa revista científica El Jueves, que se publica el miércoles. Por eso miramos con simpatía a James Bond, una síntesis de John Cobra y José María Aznar, pero algo más alto y con un sastre de alta costura, que le ha ensañado a comprobar el estado de su bragueta, fingiendo que escruta su reloj Omega Seamaster.
Nos gusta el capitán Garfio, que odia al cretino de Peter Pan, enamorado de la insulsa Wendy e incapaz de apreciar que Campanilla le habría matado a polvos. Nos gusta Peter Pank, un capullo integral, que sólo piensa en complacer sus pasiones elementales, libre de sentimientos de culpa o pudor. Su obsceno y explícito 69 con la princesa india mientras sobrevuela Punkilandia es más hermoso que cualquier Madonna de Rafael Sanzio.
Nos gustan los malos, sí, pero no nos gustan Angela Merkel, Mario Draghi, Christine Lagarde o el felizmente defenestrado Sarkozy. No son villanos, sino ángeles exterminadores que han lanzado toda clase de calamidades sobre los ciudadanos europeos y han apoyado el terrorismo de estado del socio norteamericano. Con la prima de riesgo española en 550 puntos básicos y los bonos de deuda pública a diez años en un 7%, sólo cabe esperar un apocalipsis con su habitual cortejo de hambre, guerra y muerte. Nos gustaría cerrar esta entrada con una sonrisa, pero estamos acojonados y nos tememos lo peor. Ni siquiera podemos recurrir a Obi-Wan Kenobi, que sucumbió a los nuevos Shit: el BCE, el FMI y el CE. Los nuevos Shit se esconden detrás de siglas para desatar el pánico y acallar a los pueblos, que agonizan bajo su bota. No se me ocurre nada esperanzador, pero sugiero que nos armemos con tirachinas, ladrillos, espadas láser y cócteles Molotov. Yo he sacado del armario mi Colt 45 y estoy ensayando ante el espejo. Los hombres de negro ya están aquí y cuando lleguen a mi casa para exigir nuevos tributos, les apuntaré a la cabeza y les diré con la mirada endurecida: “¿Nunca os habéis cruzado con alguien al que no deberíais haber puteado? Pues ese soy yo”. Siempre dije que indignarse es de idiotas. Es mucho mejor estar cabreado y ser malo.