Del R1B a Eus­kal Herria- Iña­ki Egaña

Tal vez se tra­te de cier­to tipo de defor­ma­ción pro­fe­sio­nal, pero cada vez que circu­lo por la auto­pis­ta en direc­ción a Bil­bo y me acer­co a la can­te­ra que está des­tru­yen­do Prai­leaitz, a pesar de los muros de la ver­güen­za que han esti­ra­do para evi­tar la visión, me entra una con­go­ja que con­clu­ye, en todos los casos, con una cons­ta­ta­ción de la mal­dad intrín­se­ca de los huma­nos: empre­sa­rios, laca­yos, tíos Tom y supues­tos patri­mo­nia­lis­tas, no mere­cen sino el des­pre­cio eterno. Devas­tan o ali­men­tan la des­truc­ción del país que hemos here­da­do con una cele­ri­dad que lle­va­rá a sus nie­tos, y a los nues­tros por des­gra­cia, a con­vi­vir con las ratas de “Bla­de Runner”.

No soy de esos que úni­ca­men­te miran hacia atrás. Jamás tiem­pos pasa­dos fue­ron mejo­res. Pero debe­mos un res­pe­to a quie­nes nos pre­ce­die­ron, por­que sin ellos no habría­mos acce­di­do a esa mara­vi­lla que es la vida. Y esa vida a la que nos ape­ga­mos des­de nues­tros códi­gos gené­ti­cos, la hemos ubi­ca­do en un tro­zo de tie­rra al sur­oes­te de ese vie­jo con­ti­nen­te lla­ma­do Europa.

Tene­mos una len­gua, el eus­ka­ra, capaz de trans­por­tar­nos en la era ciber­né­ti­ca a la cuna de pas­to­res y caza­do­res. Y eso es un lujo al alcan­ce de pocos. Tene­mos un país que mere­ce la pena por mil y una razo­nes, pero sobre todas por­que el espí­ri­tu de rebel­día sigue en van­guar­dia, por­que el empu­je de la juven­tud nos son­ro­ja a los ya vie­jos por su osa­día, por­que hemos logra­do trans­mi­tir el des­tino y las cla­ves de quie­nes nos precedieron.

Pero a veces des­de­ña­mos, con arro­gan­cia, el lega­do de ese pasa­do. La velo­ci­dad de la téc­ni­ca, que nos ha per­mi­ti­do avan­zar en unas déca­das lo que había­mos rea­li­za­do des­de el Neo­lí­ti­co, influ­ye sin duda en la gro­se­ría. Gran par­te de nues­tros veci­nos, y esto no es un repro­che, mete en el mis­mo saco a los car­lis­tas que siguie­ron a Dorre­ga­ray, a los gue­rri­lle­ros que embos­ca­ban gaba­chos bajo la direc­ción de Mina, a los levan­tis­cos zube­ro­ta­rras del cura Mata­laz. Si se tra­ta de res­tos, la pie­dra, la mis­ma que mol­dea en el aire nues­tro Peru­re­na, uni­fi­ca crom­lechs, mura­llas defen­si­vas y, si alguien lo afir­ma, has­ta cons­truc­cio­nes urbanas.

Hace unas sema­nas he cono­ci­do un expe­ri­men­to que sólo lo podían rea­li­zar en cier­ta par­te de nues­tro pla­ne­ta. Aho­ra entien­do aque­llo de «huel­ga a la japo­ne­sa». El tiem­po es infi­ni­to. En noviem­bre de 1954, el doc­tor Syui­chi Mori, de la uni­ver­si­dad de Tok­yo, intro­du­jo un gru­po de mos­cas de la fru­ta (dro­sophi­la mela­no­gas­ter) en un medio de oscu­ri­dad abso­lu­ta, con el pro­pó­si­to de que se ali­men­ta­ran y se repro­du­je­ran en con­di­cio­nes hostiles.

En aque­lla épo­ca ape­nas si sabía­mos don­de esta­ba Japón. En casa se aca­ba­ba de caer la pla­za de toros de Bal­ma­se­da, pro­vo­can­do nume­ro­sas víc­ti­mas, y en Riba­fo­ra­da, en la otra pun­ta de nues­tro país, la madre del maes­tro ese­nio (la Vir­gen María), se apa­re­cía un día si y otro tam­bién. En Gua­te­ma­la los vas­cos refu­gia­dos tuvie­ron que salir a mar­chas for­za­das por un gol­pe de Esta­do ali­men­ta­do por Washing­ton, mien­tras que en Indo­chi­na, los jóve­nes de Baio­na en el ser­vi­cio mili­tar debían defen­der a cie­gas el impe­rio fran­cés y, por exten­sión, su dise­ño colonial.

El expe­ri­men­to de Syui­chi Mori ha con­clui­do recien­te­men­te. Las mos­cas, que tie­nen una vida cor­ta en rela­ción a la media nues­tra, han pasa­do 57 años en la oscu­ri­dad más abso­lu­ta: 1.400 gene­ra­cio­nes sin cono­cer la luz. El resul­ta­do es sor­pren­den­te. El geno­ma de las mos­cas no ha sufri­do cam­bios sus­tan­cia­les, aun­que sí varios miles de adap­ta­cio­nes evo­lu­ti­vas, entre ellas la de cier­tas ven­ta­jas repro­duc­ti­vas. La vida se reafir­ma fren­te a la hos­ti­li­dad. En lo fun­da­men­tal, las mos­cas siguie­ron desa­rro­llan­do ojos como si vie­ran a pesar de que lle­va­ban 1.400 gene­ra­cio­nes sin luz.
Intu­yo las son­ri­sas en los lec­to­res más ave­za­dos, antes de avan­zar la metá­fo­ra. No somos mos­cas, evi­den­te­men­te, pero esta­mos suje­tos a los pro­ce­sos evo­lu­ti­vos como el res­to de espe­cies ani­ma­les y vege­ta­les. Somos par­te de un todo que, entre estas líneas apre­su­ra­das, no soy capaz siquie­ra de atis­bar. Segui­mos tenien­do el mis­mo geno­ma, eso dicen al menos, que aque­llos que api­ña­ban a sus muer­tos bajo la som­bra de dól­me­nes ele­va­dos sobre la mis­ma tie­rra que acu­mu­la­ba lodo esta­ción tras estación.
Hace solo tres o cua­tro gene­ra­cio­nes, nues­tros abue­los sufrie­ron el des­tino impues­to por avio­nes que vola­ban con la cruz gama­da impre­sa en sus alas. Resis­tie­ron lo inde­ci­ble y des­apa­re­cie­ron del esce­na­rio ári­do de la Ribe­ra o del ver­de de los bos­ques de Artxan­da, olvi­da­dos en cune­tas o lan­za­dos al fon­do de maz­mo­rras tan leja­nas que su men­ción se esca­pa­ba del mapa. Sobrevivimos.

Hace vein­ti­cin­co gene­ra­cio­nes, ape­nas un sus­pi­ro, caba­lle­ros con lan­zas for­ja­das entre letras rim­bom­ban­tes de impe­rios en cons­truc­ción alla­na­ron las casas de nues­tros ante­pa­sa­dos y arra­sa­ron has­ta la últi­ma briz­na de aire can­tá­bri­co, la mis­ma que lle­ga­ba a Amaiur, Hon­da­rri­bia o Gara­zi. Des­fi­la­ron bajo palio roji­gual­do los inva­so­res, las­tran­do el futu­ro de un hedor que se repe­ti­ría has­ta la saciedad.

La His­to­ria nos per­mi­te quie­bros, argu­men­tos, des­pie­ces, lagu­nas, asal­tos… tan­tos recur­sos como gen­tes se han des­ple­ga­do por nues­tro país. No tra­to de dis­po­ner de una lis­ta levan­tis­ca, ni siquie­ra de apun­tar agra­vios y, mucho menos aún, de envol­ver en celo­fán la tor­tuo­sa exis­ten­cia de unos y otros, mis pai­sa­nos de con­di­ción más humil­de. Rei­vin­di­co, y este es el obje­to del escri­to, ese espa­cio que no me per­te­ne­ce como pre­ten­den para sí cons­truc­to­res y espe­cu­la­do­res, sino por patri­mo­nio combativo.

Unos días atrás he asis­ti­do al Con­gre­so Inter­na­cio­nal Atlan­tiar y reci­bí en direc­to lo que lle­va­ba años escu­chan­do gra­cias al inte­rés de Stephen Oppenhei­mer y la Uni­ver­si­dad, entre otras, de Oxford. Hace miles de años, en la últi­ma gla­cia­ción, las tie­rras que se abrían hacia el inte­rior des­de el que aho­ra lla­ma­mos Gol­fo de Biz­kaia se con­vir­tie­ron en refu­gio de gen­tes y ani­ma­les. R1B en len­gua­je téc­ni­co. No fue el úni­co refu­gio en Euro­pa. Otros dos, en Ucra­nia y los Bal­ca­nes, fue­ron, asi­mis­mo, reser­va de la vida. Los argu­men­tos de Oppenhei­mer, a tra­vés de la gené­ti­ca, pare­cen irrefutables.

El antro­pó­lo­go Den­nis Stan­ford, por medio de la com­pa­ra­ción de la cul­tu­ra clo­vis, de la que ema­nan el res­to de cul­tu­ras ame­ri­ca­nas, ha com­pa­ra­do la mis­ma con la solu­tren­se euro­pea, la del sur­oes­te euro­peo. La vas­ca, por enten­der­nos. Lo que lle­va a intuir una espe­cie de cuar­ta vía en la colo­ni­za­ción del con­ti­nen­te ame­ri­cano, a tra­vés de un océano Atlán­ti­co cubier­to de hielos.

Las tesis de lin­güis­tas, gene­tis­tas y antro­pó­lo­gos son efec­ti­va­men­te suge­ren­tes. Me pro­du­cen una espe­cie de vér­ti­go difí­cil­men­te expli­ca­ble. Los expe­ri­men­tos de Syui­chi Mori, asi­mis­mo, for­man par­te del libro de ese futu­ro del que aun ape­nas hemos escri­to los pri­me­ros ren­glo­nes. Tam­bién de vértigo.

No es la res­pon­sa­bi­li­dad del pasa­do y del medio la que me abru­ma, ni siquie­ra esos cam­bios imper­cep­ti­bles en nues­tro geno­ma, si hace­mos caso a las prue­bas en mos­cas de labo­ra­to­rio. A pesar de la oscu­ri­dad, segui­mos nacien­do con sen­ti­dos como el de la vis­ta y el oído y lo segui­re­mos hacien­do, pro­ba­ble­men­te, duran­te miles de años, si antes no lle­ga­mos al cata­clis­mo que pre­di­cen los conservacionistas.

Lo que me sugie­re Oppenhei­mer es que el medio nos ha hecho ser como somos. Me cau­ti­van mis ríos y sus mean­dros, la cos­ta dobla­da por un olea­je impla­ca­ble, el desier­to áspe­ro del sur y las coli­nas esme­ral­das del nor­te, el tin­ti­neo del reba­ño y el fra­gor del vien­to azo­tan­do los tama­rin­dos de mi ciu­dad. Esta­mos deter­mi­na­dos. Atra­pa­dos por el eco de nues­tros ante­pa­sa­dos, esos mis­mos a cuya lis­ta nos aña­di­rán las gene­ra­cio­nes próximas.

Pero no lo es todo. La oscu­ri­dad, la mis­ma del expe­ri­men­to, no ha sido capaz de modi­fi­car el geno­ma. Y que nadie quie­ra leer en esta fra­se un dis­cur­so racial por­que no lo es. Los sen­ti­dos de nues­tro pue­blo se man­tie­nen vivos, como los del expe­ri­men­to. Pero no por esos ríos, cos­tas, desier­tos o vien­tos hura­ca­na­dos, sino por quie­nes en cada épo­ca supie­ron apre­ciar pre­ci­sa­men­te la for­tu­na de ese espacio.

Un espa­cio, R1B, sin más iden­ti­fi­ca­ción que la que mar­can las coor­de­na­das geo­grá­fi­cas. Pero que, miles de años más tar­de, sus mora­do­res lla­man Eus­kal Herria. Por razo­nes his­tó­ri­cas, es cier­to, pero y sobre todo, por volun­tad. Volun­tad polí­ti­ca para que una comu­ni­dad que inclu­so en la oscu­ri­dad más abso­lu­ta ha sido capaz de sobre­vi­vir pue­da, al fin, defi­nir­se en libertad.

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