LLan­to por un poe­ta (Home­na­je a Fede­ri­co Gar­cía Lor­ca)- Rafael Narbona

Para Javier Mar­tín, al que me unen gran­des e inten­sos recuerdos

“Esto no es para mí”, mur­mu­ré mien­tras me ale­ja­ba de la fosa recién exca­va­da. El fusil apun­ta­ba al sue­lo y la mano pal­pi­ta­ba leve­men­te. Hacia las cua­tro de la madru­ga­da, el calor de julio se hace tole­ra­ble, inclu­so en Gra­na­da. Nun­ca pen­sé que ser el mejor tira­dor de mi com­pa­ñía me con­ver­ti­ría en un mata­ri­fe. Siem­pre he sido un hom­bre de orden. No me moles­tó el fin de la monar­quía y alen­té cier­tas espe­ran­zas con la Repú­bli­ca, pero me des­ilu­sio­né muy pron­to. No me agra­dó que ardie­ran con­ven­tos ni que los mine­ros se suble­va­ran. Sé que hay injus­ti­cia y ham­bre, pero no me gus­tan las huel­gas, las mani­fes­ta­cio­nes ni las pro­tes­tas calle­je­ras. Cuan­do se suble­va­ron los mili­ta­res, pen­sé que se res­ta­ble­ce­ría el orden. Me uní a los rebel­des y, des­pués de par­ti­ci­par en los com­ba­tes del Albai­cín, me asig­na­ron a un pelo­tón de fusi­la­mien­to. No lo soli­ci­té, pero el ofi­cial al man­do con­si­de­ró que mi pun­te­ría se apro­ve­cha­ría mejor en ese pues­to. Jamás pasó por mi men­te que fusi­la­ría a un poeta.

Las eje­cu­cio­nes se rea­li­zan en la tapia del cemen­te­rio de Gra­na­da, un muro de algo más de dos metros. A veces, se lle­van a cabo al ama­ne­cer, pero si se acu­mu­la el tra­ba­jo, se con­ti­núa por la noche, alum­brán­do­nos con los faros de los coches. Casi todos los reos pare­cen resig­na­dos. Algu­nos lan­zan vivas a la Repú­bli­ca, el socia­lis­mo o a la CNT. Otros mue­ren en silen­cio, cabiz­ba­jos, cons­cien­tes de su derro­ta, inten­tan­do no exte­rio­ri­zar su mie­do. Entre los con­de­na­dos, hay muje­res, mucha­chos de die­ci­séis años, ancia­nos, con pro­ble­mas para man­te­ner­se de pie. A menu­do enla­zan sus bra­zos, con un ges­to que mez­cla la fra­ter­ni­dad y la deses­pe­ra­ción. Nadie ofre­ce resis­ten­cia, pero algu­nos no logran con­te­ner las lágri­mas o los gemi­dos. Los anar­quis­tas se mues­tran muy ente­ros. Nadie enca­ra la muer­te sin temor, pero las ideas ayu­dan a ven­cer el páni­co. No pue­do olvi­dar el ros­tro de una mujer emba­ra­za­da, que nos miró a la cara y gri­tó: “¡Sois los ver­du­gos del pue­blo! ¡Vivan los pobres del mun­do!”. El pique­te res­pon­dió con rabia. Había doce per­so­nas espe­ran­do la des­car­ga, pero sólo caye­ron tres o cua­tro. Casi todas las balas se ceba­ron con el vien­tre de la emba­ra­za­da. Yo apun­té al hom­bre que había a su lado, un cam­pe­sino de unos sesen­ta años, que cayó lim­pia­men­te hacia atrás. Mis com­pa­ñe­ros sol­ta­ron mal­di­cio­nes. Algu­nos escu­pie­ron con des­dén, mien­tras se pre­pa­ra­ban para una segun­da des­car­ga. El ofi­cial orde­nó que hicié­ra­mos fue­go de nue­vo y esta vez caye­ron todos. Cal­cu­lé que la emba­ra­za­da esta­ba casi al final de la ges­ta­ción, pro­ba­ble­men­te de ocho meses.
‑Esa zorra no esta­ba ni casa­da –excla­mó un miem­bro del pique­te-. El cura se ha nega­do a con­ce­der­le la absolución.
-¿Y el que la dejó en esta­do? –pre­gun­tó un falan­gis­ta, que sos­te­nía un piti­llo en la boca-. ¿Se sabe algo?
‑Ya le hemos dado café. Era un maes­tro. De esos que nie­gan la exis­ten­cia de Dios. Hay que lim­piar las escue­las de esa chus­ma. Enve­ne­nan la men­te de los niños. Vivían aman­ce­ba­dos. Menu­do ejemplo.

A veces, si los áni­mos están exal­ta­dos, se rema­ta a los fusi­la­dos a bayo­ne­ta­zos, pero no es lo habi­tual. Los legio­na­rios y los regu­la­res son muy afi­cio­na­dos a esa cla­se de bar­ba­ri­da­des. Si no hay tes­ti­gos, vio­lan a las muje­res antes de fusi­lar­las, pero las eje­cu­cio­nes casi siem­pre con­vo­ca­ban a una mul­ti­tud de curio­sos, niños inclui­dos. Cada vez es más fre­cuen­te que se ins­ta­le un pues­to de chu­rros y nun­ca fal­ta un chi­co ven­dien­do gaseo­sas o perió­di­cos. Los ofi­cia­les hablan ani­ma­da­men­te, cal­cu­lan­do cuán­tos “clien­tes” habrá la pró­xi­ma vez. Los “clien­tes” son los con­de­na­dos a muer­te, casi siem­pre sin jui­cio pre­vio, pues es sufi­cien­te la denun­cia de una per­so­na de orden. Los ofi­cia­les bro­mean sobre las vio­la­cio­nes, ase­gu­ran­do que «sólo deja­rán vivir a las muje­res de los rojos para que engen­dren fas­cis­tas”. Yo sien­to ganas de vomi­tar y unos vér­ti­gos que me hacen tam­ba­lear­me como un borra­cho. Gra­cias a que nos dan una copa de coñac antes de cada eje­cu­ción, pue­do ale­gar que es por el alcohol. “Esto no es para mí”, me repi­to una y otra vez, fan­ta­sean­do con un nue­vo des­tino, pero mi cos­tum­bre de obe­de­cer sin obje­tar nada me impi­de plan­tear a mis supe­rio­res que pre­fe­ri­ría luchar en el frente.

Esta noche hemos fusi­la­do a cua­tro hom­bres: dos ban­de­ri­lle­ros anar­quis­tas, un maes­tro ateo y un poe­ta. Los ban­de­ri­lle­ros esta­ban des­tro­za­dos por los gol­pes que habían reci­bi­do en los cala­bo­zos. Se habían sig­ni­fi­ca­do mucho y se la tenían jura­da. El maes­tro era muy cono­ci­do por sus ideas socia­lis­tas. Le fal­ta­ba una pier­na y se movía con una mule­ta. No esta­ba dema­sia­do magu­lla­do. Le habían pega­do con menos saña. Al igual que los ban­de­ri­lle­ros, sobre­lle­va­ba su des­gra­cia con estoi­cis­mo. El poe­ta tenía el ros­tro blan­co. Le habían dete­ni­do en pija­ma y no le habían per­mi­ti­do cam­biar­se de ropa. Pare­cía ausen­te, con la men­te per­di­da en un lugar lejano. Esta­ba asus­ta­do, con los ojos hacia den­tro, ensi­mis­ma­do. Anto­nio Bena­vi­des está loco. Dis­fru­ta con esto. No le cono­cía has­ta que se incor­po­ró volun­ta­ria­men­te a mi pelo­tón. Es pri­mo lejano de Gar­cía Lor­ca. Hay un vie­jo encono entre sus fami­lias. No dejó de insul­tar­lo duran­te todo el tra­yec­to. Le lla­ma­ba mari­cón, rojo, escri­tor­zue­lo. De vez en cuan­do, le ponía el cañón de la pis­to­la en la cara. “¡Pim, pam, pum, fue­go!”, excla­ma­ba Bena­vi­des y se reía como una hie­na. El cabo Ajen­jo son­reía, pero sin alte­rar­se. Es un hom­bre muy frío. No le afec­tan las eje­cu­cio­nes. No le han envia­do al fren­te por su edad. Tie­ne algo más de 50 años. Algu­na vez ha comen­ta­do que le gus­ta­ría batir­se en la sie­rra o en cam­po abier­to, pero le gus­ta repe­tir que las gue­rras tam­bién se ganan en la reta­guar­dia. Es el jefe del pelo­tón y nun­ca ha titu­bea­do. Hace su tra­ba­jo con enor­me segu­ri­dad en sí mis­mo, sin plan­tear­se menudencias.

El Buick rojo de color cere­za que sole­mos uti­li­zar en estos casos lle­va­ba la capo­ta aba­ti­da y el aire nos refres­ca­ba mien­tras bus­cá­ba­mos la pla­ni­cie de Fuen­te Gran­de. La ace­quia man­tie­ne la tie­rra húme­da y faci­li­ta el tra­ba­jo de los ente­rra­do­res. Sue­len enviar­los al día siguien­te, aun­que a veces se demo­ran un poco más para dejar los cadá­ve­res expues­tos y que sir­van de ejem­plo. Ima­gino que esta vez acu­di­rán en segui­da. En «La Colo­nia», escu­ché algún comen­ta­rio que cues­tio­na­ba la opor­tu­ni­dad de matar a un poe­ta tan cono­ci­do. No pude seguir la con­ver­sa­ción. Sólo escu­ché pala­bras suel­tas. El retum­bar del molino ente­rra­ba las voces. Mien­tras cir­cu­la­ba el Buick, no cesa­ba de pre­gun­tar­me en qué pien­sa un poe­ta cuan­do se apro­xi­ma a la muer­te. No he leí­do sus libros y no creo que lo haga en un futu­ro. Ima­gino que los prohi­bi­rán. Ya se han que­ma­do muchas biblio­te­cas. No me intere­sa la poe­sía, pero me gus­tan las coplas: “Ay, madre mía /​ay, quién pudie­ra /​ser luz del día /​y al rayar la ama­ne­ci­da /​sobre Espa­ña rena­cer”. ¿Por qué no estoy con la colum­na que avan­za hacia Madrid? Ahí tam­bién se fusi­la, pero hay com­ba­tes, asal­tos, tiro­teos. Yo sólo empu­ño las armas para fusi­lar. Todas las noches. A veces pien­so que me voy a vol­ver loco. No me acos­tum­bro a apun­tar a la nuca y dis­pa­rar. Es terri­ble aca­bar con la vida de un hom­bre de ese modo. Mis com­pa­ñe­ros se fami­lia­ri­za­ron en segui­da con esta ruti­na. Algu­nos actúan con sadis­mo, espe­cial­men­te los falan­gis­tas, pero la mayo­ría se com­por­tan como si tra­ba­ja­ran en un mata­de­ro. Tal vez no resul­te agra­da­ble, pero entien­den que es nece­sa­rio. Esta­mos lim­pian­do Espa­ña de rojos, judíos y maso­nes. Alguien tie­ne que hacer­lo y nos ha toca­do a noso­tros. No fal­tan volun­ta­rios, pero hay muchos guar­dias de Asal­to a los que se nos ha impues­to la tarea sin ofre­cer­nos la posi­bi­li­dad de elegir.

Los ban­de­ri­lle­ros han ayu­da­do al maes­tro a bajar del coche. Gar­cía Lor­ca le ha acer­ca­do la mule­ta. Les hemos empu­ja­do con vio­len­cia. Nun­ca habla­mos con los reos. Es más fácil matar cuan­do el otro sólo es un des­co­no­ci­do. Anto­nio Bena­vi­des no deja­ba de mar­ti­ri­zar a Gar­cía Lor­ca. “Te voy a pegar un tiro en el culo. O dos, so mari­cón”. El poe­ta no se atre­vía a levan­tar la cabe­za. Creo que llo­ra­ba, pero he pre­fe­ri­do no saber­lo con cer­te­za. Era una zona escar­pa­da, casi sin árbo­les, con una fuen­te y una ace­quia. He pen­sa­do en mi casa, siem­pre con ale­gría y bulli­cio, con su patio lleno de flo­res. De peque­ño, insis­tía en pre­gun­tar­le a mi madre qué era la muer­te, si morir sig­ni­fi­ca­ba dejar de exis­tir del todo o si había algo más. “Vas al cie­lo o al infierno, hijo mío. Todo depen­de de lo que hayas hecho en este mun­do. Hay que ser bueno para cono­cer el ros­tro de Dios”. Yo no creo que me con­de­ne por esto. Los rojos que­man igle­sias, matan a los curas, ocu­pan las tie­rras. En la gue­rra, se gana o se pier­de y la vic­to­ria no se con­si­gue sin derra­mar san­gre. A veces mue­ren ino­cen­tes, pero esos hom­bres no eran ino­cen­tes. Los ban­de­ri­lle­ros lucha­ron en el Albai­cín, el maes­tro no creía en Dios y Gar­cía Lor­ca era par­ti­da­rio de la República.

Nues­tra con­sig­na es no mal­gas­tar balas. Nor­mal­men­te, los con­de­na­dos exca­van su tum­ba, pero esta vez hemos dese­cha­do la idea. Los ban­de­ri­lle­ros no esta­ban en con­di­cio­nes de mane­jar una pala. Los habían macha­ca­do a con­cien­cia y res­pi­ra­ban con difi­cul­tad. El maes­tro sólo tenía una pier­na y Gar­cía Lor­ca era un seño­ri­to, poco afi­cio­na­do al esfuer­zo físi­co. Le hemos exi­gi­do que cava­ra un poco, pero en segui­da ha comen­za­do a jadear. Bena­vi­des, de peque­ña esta­tu­ra, cor­pu­len­to y con cara de pale­to, le ha cogi­do las manos y nos las ha ense­ña­do con aire de bur­la: “Este no ha tra­ba­ja­do nun­ca. Ni siquie­ra sabe coger la pala”. Bena­vi­des le ha empu­ja­do con des­dén y ha comen­za­do a cavar con furia. El cabo Ajen­jo nos ha indi­ca­do que le ayu­dá­ra­mos. No hemos pro­fun­di­za­do mucho, ape­nas un metro. “Es sufi­cien­te. Los ente­rra­do­res harán el res­to maña­na. Aca­be­mos de una vez”. Los reos baja­ron al hoyo mien­tras les apun­tá­ba­mos. Algo reza­ga­do, el maes­tro per­dió el equi­li­brio y rodó por el sue­lo, dejan­do la mule­ta atrás. Bena­vi­des lo levan­tó de mala mane­ra y lo arro­jó a la fosa, pro­pi­nán­do­le una pata­da en un cos­ta­do. Cayó de bru­ces, hun­dien­do la cara en la tie­rra. Gar­cía Lor­ca le ayu­dó a incor­po­rar­se, con los ojos lle­nos de lágri­mas. “¿Por qué hacéis esto?” –gri­tó con des­ga­rro-. ¿Por qué nos tra­táis así?”. Bena­vi­des fue el pri­me­ro en dis­pa­rar. Todos le imi­ta­mos. Los cuer­pos se des­plo­ma­ron como moni­go­tes, amon­to­nán­do­se unos sobre otros. El cabo Ajen­jo hizo una señal con la mano e inte­rrum­pi­mos el fue­go. Bena­vi­des sacó su pis­to­la Astra y soli­ci­tó dar los tiros de gra­cia. “Ade­lan­te”, dijo el cabo. Bena­vi­des sal­tó al hoyo y dis­pa­ró dos tiros a Gar­cía Lor­ca, reven­tán­do­le el crá­neo. A los demás, sólo les dis­pa­ró una vez. Des­pués, reco­gió la mule­ta y la arro­jó sobre los cadáveres.

“Esto no es para mí, no”, pen­sé una vez más, cuan­do el Buick ini­ció el camino de vuel­ta. Bena­vi­des esta­ba eufó­ri­co. “Os invi­to a un par de ron­das. Lue­go, bus­ca­mos unas putas y las des­tro­za­mos”. “O nos des­tro­zan ellas a noso­tros”, repli­có un com­pa­ñe­ro. Las risas his­té­ri­cas de Bena­vi­des se mez­cla­ron con risas fati­ga­das, pero sin una piz­ca de mala con­cien­cia. Al lle­gar a Gra­na­da, nos sepa­ra­mos, pero antes el cabo Ajen­jo se diri­gió a mí: “No te gus­ta mucho esto, ¿ver­dad?”, “No, señor. No voy a men­tir. Pre­fe­ri­ría estar en el fren­te”. “¡Esta­mos en el fren­te! –ata­jó el cabo, enco­le­ri­za­do, pero sin per­der los ner­vios-. No lo olvi­des. Tu acti­tud pue­de des­mo­ra­li­zar al gru­po o inter­pre­tar­se como trai­ción. Yo tam­bién qui­sie­ra estar en pri­me­ra línea, pero sé cuál es mi deber y mi deber es estar aquí. Ade­más no sé de qué te que­jas. Nos pagan 300 pese­tas. No está mal por hacer un tra­ba­jo de lim­pie­za. Esta­mos libran­do a Espa­ña de gen­tu­za. Los inte­lec­tua­les a veces hacen más daño que las pis­to­las”. Asen­tí, pro­me­tién­do­le que me corregiría.

Esta noche el sue­ño se demo­ra. No es la pri­me­ra vez. Estoy rodea­do de quie­tud y silen­cio, pero no logro dor­mir­me. Mi ima­gi­na­ción ha apren­di­do a repu­diar las esce­nas de muer­te, las caras de angus­tia, el soni­do de los cuer­pos al ser tro­cea­dos por las balas. Estoy tum­ba­do en la cama, con los bra­zos cru­za­dos detrás de la cabe­za y sólo noto el duro aire estra­gan­do mis pár­pa­dos. A veces creo que una rue­da de molino gira len­ta­men­te sobre mis ojos, con­vir­tién­do­los en pol­vo. No ten­go remor­di­mien­tos, pero sin duda esto no es para mí.

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