El agu­je­ro negro de la memo­ria- Gio­van­ni Giacopuzzi

La memo­ria his­tó­ri­ca es un nudo gor­diano que afec­ta a la polí­ti­ca espa­ño­la y a la vas­ca. A decir ver­dad, es la socie­dad vas­ca al com­ple­to la que se está plan­tean­do cómo abor­dar un tema que tie­ne y ten­drá con­se­cuen­cias sobre el desa­rro­llo de la vida polí­ti­ca y social y tam­bién en las rela­cio­nes inter­per­so­na­les de cien­tos de indi­vi­duos. Es impor­tan­te dar esos pasos. Por­que las heri­das indi­vi­dua­les pro­vo­ca­das por dece­nios de con­flic­to no se cie­rran con un acuer­do ni con una ley. Hay aspec­tos que tras­cien­den la asun­ción de res­pon­sa­bi­li­da­des colec­ti­vas para entrar en el mar­co per­so­nal, en aquel mun­do en don­de las exi­gen­cias socia­les de cerrar un capí­tu­lo de la his­to­ria para abrir uno nue­vo, cho­can con la pér­di­da de la refe­ren­cia, del sen­tir la pre­sen­cia, del vacío en el espa­cio de la pro­pia vida.

La denun­cia sobre el peli­gro de “rees­cri­bir la his­to­ria” que se ha hecho pro­pia, sea por el PSOE o por el PP, evi­den­cia cómo la lec­ción de la téc­ni­ca de la omer­tá expe­ri­men­ta­da con la tran­si­ción polí­ti­ca se quie­re apli­car aho­ra a la supera­ción de la natu­ra­le­za vio­len­ta del con­flic­to vas­co espa­ñol. ¿Con qué legi­ti­mi­dad his­tó­ri­ca y polí­ti­ca se pue­de pedir algo de memo­ria his­tó­ri­ca a quien no ha reco­no­ci­do ni con­me­mo­ra­do ni repa­ra­do la matan­za fran­quis­ta que en un solo día pro­vo­có un núme­ro de muer­tos tres veces supe­rior que ETA en cin­cuen­ta años de su his­to­ria? Yagüe, el car­ni­ce­ro de Bada­joz, tuvo pla­zas y calles a su nom­bre has­ta hace poco. ¿Se pue­de pedir a otro lo que no se ha hecho for­mal­men­te, es decir, tener en Espa­ña la volun­tad “uná­ni­me”, pasa­dos ade­más ya cua­ren­ta años de la muer­te del dic­ta­dor, de con­ve­nir por ley que el régi­men fran­quis­ta fue un régi­men geno­ci­da y que come­tió crí­me­nes sis­te­má­ti­cos con­tra la huma­ni­dad? Qué legi­ti­mi­dad tie­ne quien ala­ba al gene­ra­lí­si­mo, al rey Juan Car­los, no hay que hablar mal en su pre­sen­cia, o lo rela­ti­vi­za como Gon­zá­lez: “com­pa­rar Fran­co con Hitler y Mus­so­li­ni no es justo”.

Sobre las con­se­cuen­cias vio­len­tas del con­flic­to vas­co espa­ñol hay y habrá un deba­te, ya que en el tris­te elen­co de víc­ti­mas hay for­za­mien­tos, men­ti­ras, olvi­dos que un minu­cio­so tra­ba­jo his­to­rio­grá­fi­co y polí­ti­co y una comi­sión de la ver­dad pue­den ayu­dar a resol­ver. De cual­quier for­ma hay una evi­den­cia. Todas las muer­tes cau­sa­das por las accio­nes de ETA y otros gru­pos arma­dos están prác­ti­ca­men­te reco­no­ci­das y asu­mi­das por las pro­pias orga­ni­za­cio­nes arma­das. Eso no qui­ta, sino que más bien favo­re­ce, una lec­tu­ra his­tó­ri­ca de esos hechos trá­gi­cos. Es un pro­ce­so fun­da­men­tal que ya se ha hecho en estos años des­de diver­sos pun­tos de vis­ta y lec­tu­ras. Una reco­pi­la­ción his­tó­ri­ca como pocas veces se ha vis­to en otros con­flic­tos de esta natu­ra­le­za. Esa trans­pa­ren­cia en la que hay que pro­fun­di­zar, será un ins­tru­men­to de edu­ca­ción para los que ven­drán, pero tam­bién para los que han sido en estos años más espec­ta­do­res que pro­ta­go­nis­tas de este con­flic­to. Por­que si una socie­dad quie­re seguir ade­lan­te o más bien pro­fun­di­zar en sus rela­cio­nes, debe tener la capa­ci­dad de “ajus­tar las cuen­tas con su pro­pio pasa­do”, pero, ¿cuán­do lo hará el Esta­do? ¿Un Esta­do que ha deci­di­do no rom­per con su pasa­do ni con las leyes ni con los hombres?

Si hay obli­ga­ción de hablar de las con­se­cuen­cias de la estra­te­gia polí­ti­ca y mili­tar y asu­mir res­pon­sa­bi­li­da­des, pare­ce obvio que tam­bién debe hacer­lo el Esta­do, que ejer­ce el “mono­po­lio de la violencia”.

Ese sería un paso en la pro­fun­di­za­ción demo­crá­ti­ca no solo con res­pec­to al con­flic­to vas­co espa­ñol, sino tam­bién a la pro­pia socie­dad espa­ño­la. Por­que aquí tam­bién vuel­ve a plan­tear­se la cues­tión de la asi­me­tría entre la memo­ria de los Esta­dos y de quie­nes con­tes­tan su mode­lo social ins­ti­tu­cio­nal y eco­nó­mi­co y tam­bién su fun­da­men­to en el dere­cho. Una asi­me­tría impues­ta y nece­sa­ria para pro­fun­di­zar el con­sen­so y la legi­ti­ma­ción no a tra­vés de una divi­sión con­jun­ta dia­léc­ti­ca de la his­to­ria, sino más bien de ins­ti­tu­cio­na­li­za­ción de la his­to­ria glo­rio­sa. De eso deri­va una opi­nión públi­ca acrí­ti­ca sobre la que hace mella lo que Kurt Shaw defi­ne como “maso­quis­mo polí­ti­co”, es decir: “una de las gran­des barre­ras de las luchas pro­gre­si­vas es el dis­fru­te de la opre­sión”, es decir, “el tra­ba­ja­dor alie­na­do que pre­fie­re que­jar­se en vez de luchar, la mujer gol­pea­da que per­ma­ne­ce con su ver­du­go, el públi­co mani­pu­la­do por el dis­cur­so “¡somos víc­ti­mas ino­cen­tes!”, los habi­tan­tes de los subur­bios que pre­fie­ren cul­par al Esta­do en vez de cons­truir una alcan­ta­ri­lla u orga­ni­zar una mani­fes­ta­ción con­tra la municipalidad”.

En Ita­lia la estra­te­gia de la ten­sión, más de dos­cien­tos muer­tos, que ha vis­to en el ban­qui­llo a esta­men­tos del Esta­do, fuer­zas de segu­ri­dad, ser­vi­cios secre­tos, polí­ti­cos neo­fas­cis­tas, no ha teni­do prác­ti­ca­men­te cul­pa­bles. Pero si pre­gun­táis a los estu­dian­tes de Bolo­nia, la ciu­dad roja por anto­no­ma­sia se decía hace algu­nos años, que quién puso la bom­ba en la esta­ción de tre­nes de la ciu­dad en agos­to de 1980, que mató a 80 per­so­nas, te res­pon­de­rá: ¡Las Bri­ga­das Rojas! No impor­ta que haya una sen­ten­cia, unas con­de­nas de neo­fas­cis­tas, que la logia masó­ni­ca P2, los ser­vi­cios secre­tos ita­lia­nos y occi­den­ta­les fue­sen seña­la­dos como posi­bles patro­ci­na­do­res o encu­bri­do­res. El menos­pre­cio ins­ti­tu­cio­nal a una memo­ria viva y o retó­ri­ca ha crea­do el desier­to sobre el cual cons­truir la men­ti­ra tópica.

Así que la téc­ni­ca del olvi­do y la omer­tá sir­ven para obviar res­pon­sa­bi­li­da­des y al mis­mo tiem­po per­pe­tuar las cau­sas de los con­flic­tos aun­que asu­man otras for­mas. En Fran­cia hay un olvi­do colec­ti­vo de la masa­cre de París del 17 de octu­bre de 1961 cuan­do bajo las órde­nes del Pre­fec­to de la Poli­cía de París, Mau­ri­ce Papon, cola­bo­ra­cio­nis­ta duran­te la ocu­pa­ción nazi, las fuer­zas fran­ce­sas de segu­ri­dad masa­cra­ron con balas y palos a más de dos­cien­tos arge­li­nos que cele­bra­ban una mani­fes­ta­ción pací­fi­ca. El Sena se tiñó de rojo aquel día y en sus muros se escri­bió “aquí se aho­ga a los arge­li­nos”. Años des­pués toda­vía hay quie­nes se sor­pren­den de que en los subur­bios de París o de otras ciu­da­des fran­ce­sas se des­aten de vez en cuan­do revuel­tas vio­len­tas moti­va­das casi siem­pre por “no creer en la ver­sión de la poli­cía sobre la muer­te de un magrebí”.

Cen­troa­mé­ri­ca está azo­ta­da por la vio­len­cia de las pan­di­llas, pero se olvi­da a menu­do que en los años 70 y 80 los gobier­nos y los para­mi­li­ta­res a las órde­nes de Washing­ton eli­mi­na­ron a dece­nas de miles de cam­pe­si­nos, estu­dian­tes, sin­di­ca­lis­tas y curas por medio de una vio­len­cia sis­te­má­ti­ca y atroz que sem­bró una cul­tu­ra de la impu­ni­dad. Se olvi­da que los hijos de los pró­fu­gos cen­tro­ame­ri­ca­nos en Esta­dos Uni­dos que para sobre­vi­vir crea­ron su mun­do de maras sal­va­tru­chas eran depor­ta­dos a sus paí­ses de ori­gen en los años 90 ali­men­tan­do una vio­len­cia continua.

De las FARC colom­bia­nas se habla y se escri­be si pau­sa aun­que sean res­pon­sa­bles del 10% de la vio­len­cia que azo­ta el país mien­tras que el ejér­ci­to y los para­mi­li­ta­res han sido pro­ta­go­nis­tas de matan­zas sis­te­má­ti­cas por medio de méto­dos que van más allá de los que expe­ri­men­ta­ron los nazis (hor­nos cre­ma­to­rios, des­pe­da­za­mien­tos con moto­sie­rras de hom­bres, muje­res y niños, vio­la­cio­nes de niños, descuartizamientos…)

Y qué decir de la cues­tión pales­ti­na, que nace de un geno­ci­dio pro­vo­ca­do por los euro­peos, la Shoa, que se ha repa­ra­do con el Esta­do israe­lí impues­to a los árabes.

La memo­ria his­tó­ri­ca no solo es reco­no­ci­mien­to del pasa­do, sino la base sobre la que cons­truir el futu­ro. Tam­bién aquí una demo­cra­cia inclu­yen­te, la que se está plan­tean­do el Eus­kal Herría, mide su capa­ci­dad de ser un ver­da­de­ro ins­tru­men­to no del olvi­do, sino del mutuo reconocimiento.

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