Del socia­lis­mo utó­pi­co al socia­lis­mo cien­tí­fi­co- F. Engels

F. ENGELS

DEL SOCIALISMO UTÓPICO AL SOCIALISMO CIENTÍFICO

Friedrich Engels
Frie­drich Engels


I

El socia­lis­mo moderno es, en pri­mer tér­mino, por su con­te­ni­do, fru­to del refle­jo en la inte­li­gen­cia, por un lado, de los anta­go­nis­mos de cla­se que impe­ran en la moder­na socie­dad entre posee­do­res y des­po­seí­dos, capi­ta­lis­tas y obre­ros asa­la­ria­dos, y, por otro lado, de la anar­quía que rei­na en la pro­duc­ción. Pero, por su for­ma teó­ri­ca, el socia­lis­mo empie­za pre­sen­tán­do­se como una con­ti­nua­ción, más desa­rro­lla­da y más con­se­cuen­te, de los prin­ci­pios pro­cla­ma­dos por los gran­des ilus­tra­do­res fran­ce­ses del siglo XVIII. Como toda nue­va teo­ría, el socia­lis­mo, aun­que tuvie­se sus raí­ces en los hechos mate­ria­les eco­nó­mi­cos, hubo de empal­mar, al nacer, con las ideas existentes.

Los gran­des hom­bres que en Fran­cia ilus­tra­ron las cabe­zas para la revo­lu­ción que había de des­en­ca­de­nar­se, adop­ta­ron ya una acti­tud resuel­ta­men­te revo­lu­cio­na­ria. No reco­no­cían auto­ri­dad exte­rior de nin­gún géne­ro. La reli­gión, la con­cep­ción de la natu­ra­le­za, la socie­dad, el orden esta­tal: todo lo some­tían a la crí­ti­ca más des­pia­da­da; cuan­to exis­tía había de jus­ti­fi­car los títu­los de su exis­ten­cia ante el fue­ro de la razón o renun­ciar a seguir exis­tien­do. A todo se apli­ca­ba como rase­ro úni­co la razón pen­san­te. Era la épo­ca en que, según Hegel, «el mun­do gira­ba sobre la cabe­za»[*****], pri­me­ro, en el sen­ti­do de que la cabe­za huma­na y los prin­ci­pios esta­ble­ci­dos por su espe­cu­la­ción recla­ma­ban el dere­cho a ser aca­ta­dos como base de todos los actos huma­nos y de toda rela­ción social, y lue­go tam­bién, en el sen­ti­do más amplio de que la reali­dad que no se ajus­ta­ba a estas con­clu­sio­nes se veía sub­ver­ti­da de hecho des­de los cimien­tos has­ta el rema­te. Todas las for­mas ante­rio­res de socie­dad y de Esta­do, todas las ideas tra­di­cio­na­les, fue­ron arrin­co­na­das en el des­ván como irra­cio­na­les; has­ta allí, el mun­do se había deja­do gober­nar por puros pre­jui­cios; todo el pasa­do no mere­cía más que con­mi­se­ra­ción y des­pre­cio. Sólo aho­ra había apun­ta­do la auro­ra, el rei­no de la razón; en ade­lan­te, la supers­ti­ción, la injus­ti­cia, el pri­vi­le­gio y la opre­sión serían des­pla­za­dos por la ver­dad eter­na, por la eter­na jus­ti­cia, por la igual­dad basa­da en la natu­ra­le­za y por los dere­chos inalie­na­bles del hombre.

Hoy sabe­mos ya que ese rei­no de la razón no era más que el rei­no idea­li­za­do de la bur­gue­sía, que la jus­ti­cia eter­na vino a tomar cuer­po en la jus­ti­cia bur­gue­sa; que la igual­dad se redu­jo a la igual­dad bur­gue­sa ante la ley; que como uno de los dere­chos más esen­cia­les del hom­bre se pro­cla­mó la pro­pie­dad bur­gue­sa; y que el Esta­do de la razón, el «con­tra­to social» de Rous­seau pisó y sola­men­te podía pisar el terreno de la reali­dad, con­ver­ti­do en repú­bli­ca demo­crá­ti­ca bur­gue­sa. Los gran­des pen­sa­do­res del siglo XVIII, como todos sus pre­de­ce­so­res, no podían rom­per las fron­te­ras que su pro­pia épo­ca les trazaba.

Pero, jun­to al anta­go­nis­mo entre la noble­za feu­dal y la bur­gue­sía, que se eri­gía en repre­sen­tan­te de todo el res­to de la socie­dad, man­te­nía­se en pie el anta­go­nis­mo gene­ral entre explo­ta­do­res y explo­ta­dos, entre ricos hol­ga­za­nes y pobres que tra­ba­ja­ban. Y este hecho era pre­ci­sa­men­te el que per­mi­tía a los repre­sen­tan­tes de la bur­gue­sía arro­gar­se la repre­sen­ta­ción, no de una cla­se deter­mi­na­da, sino de toda la huma­ni­dad dolien­te. Más aún. Des­de el momen­to mis­mo en que nació, la bur­gue­sía lle­va­ba en sus entra­ñas a su pro­pia antí­te­sis, pues los capi­ta­lis­tas no pue­den exis­tir sin obre­ros asa­la­ria­dos, y en la mis­ma pro­por­ción en que los maes­tros de los gre­mios medie­va­les se con­ver­tían en bur­gue­ses moder­nos, los ofi­cia­les y los jor­na­le­ros no agre­mia­dos trans­for­má­ban­se en pro­le­ta­rios. Y, si, en tér­mi­nos gene­ra­les, la bur­gue­sía podía arro­gar­se el dere­cho a repre­sen­tar, en sus luchas con­tra la noble­za, ade­más de sus intere­ses, los de las dife­ren­tes cla­ses tra­ba­ja­do­ras de la épo­ca, al lado de todo gran movi­mien­to bur­gués que se des­ata­ba esta­lla­ban movi­mien­tos inde­pen­dien­tes de aque­lla cla­se que era el pre­ce­den­te más o menos desa­rro­lla­do del pro­le­ta­ria­do moderno. Tal fue en la épo­ca de la Refor­ma y de las gue­rras cam­pe­si­nas en Ale­ma­nia la ten­den­cia de los ana­bap­tis­tas[31] y de Tomás Mün­zer; en la Gran Revo­lu­ción ingle­sa, los «leve­llers»[32], y en la Gran Revo­lu­ción fran­ce­sa, Babeuf. Y estas suble­va­cio­nes revo­lu­cio­na­rias de una cla­se inci­pien­te son acom­pa­ña­das, a la vez, por las corres­pon­dien­tes mani­fes­ta­cio­nes teó­ri­cas: en los siglos XVI y XVII apa­re­cen las des­crip­cio­nes utó­pi­cas de un régi­men ideal de la socie­dad[33]; en el siglo XVIII, teo­rías direc­ta­men­te comu­nis­tas ya, como las de Morelly y Mably. La rei­vin­di­ca­ción de la igual­dad no se limi­ta­ba a los dere­chos polí­ti­cos, sino que se exten­día a las con­di­cio­nes socia­les de vida de cada indi­vi­duo; ya no se tra­ta­ba de abo­lir tan sólo los pri­vi­le­gios de cla­se, sino de des­truir las pro­pias dife­ren­cias de cla­se. Un comu­nis­mo ascé­ti­co, a lo espar­tano, que prohi­bía todos los goces de la vida: tal fue la pri­me­ra for­ma de mani­fes­tar­se de la nue­va doc­tri­na. Más tar­de, vinie­ron los tres gran­des uto­pis­tas: Saint-Simon, en quien la ten­den­cia bur­gue­sa sigue afir­mán­do­se toda­vía, has­ta cier­to pun­to, jun­to a la ten­den­cia pro­le­ta­ria; Fou­rier y Owen, quien, en el país don­de la pro­duc­ción capi­ta­lis­ta esta­ba más desa­rro­lla­da y bajo la impre­sión de los anta­go­nis­mos engen­dra­dos por ella, expu­so en for­ma sis­te­má­ti­ca una serie de medi­das enca­mi­na­das a abo­lir las dife­ren­cias de cla­se, en rela­ción direc­ta con el mate­ria­lis­mo francés.

Ras­go común a los tres es el no actuar como repre­sen­tan­tes de los intere­ses del pro­le­ta­ria­do, que entre­tan­to había sur­gi­do como un pro­duc­to de la pro­pia his­to­ria. Al igual que los ilus­tra­do­res fran­ce­ses, no se pro­po­nen eman­ci­par pri­me­ra­men­te a una cla­se deter­mi­na­da, sino, de gol­pe, a toda la huma­ni­dad. Y lo mis­mo que ellos, pre­ten­den ins­tau­rar el rei­no de la razón y de la jus­ti­cia eter­na. Pero entre su rei­no y el de los ilus­tra­do­res fran­ce­ses media un abis­mo. Tam­bién el mun­do bur­gués, ins­tau­ra­do según los prin­ci­pios de éstos, es irra­cio­nal e injus­to y mere­ce, por tan­to, ser arrin­co­na­do entre los tras­tos inser­vi­bles, ni más ni menos que el feu­da­lis­mo y las for­mas socia­les que le pre­ce­die­ron. Si has­ta aho­ra la ver­da­de­ra razón y la ver­da­de­ra jus­ti­cia no han gober­na­do el mun­do, es, sen­ci­lla­men­te, por­que nadie ha sabi­do pene­trar debi­da­men­te en ellas. Fal­ta­ba el hom­bre genial que aho­ra se alza ante la huma­ni­dad con la ver­dad, al fin, des­cu­bier­ta. El que ese hom­bre haya apa­re­ci­do aho­ra, y no antes, el que la ver­dad haya sido, al fin, des­cu­bier­ta aho­ra y no antes, no es, según ellos, un acon­te­ci­mien­to inevi­ta­ble, impues­to por la con­ca­te­na­ción del desa­rro­llo his­tó­ri­co, sino por­que el puro azar lo quie­re así. Hubie­ra podi­do apa­re­cer qui­nien­tos años antes aho­rran­do con ello a la huma­ni­dad qui­nien­tos años de erro­res, de luchas y de sufrimientos.

Hemos vis­to cómo los filó­so­fos fran­ce­ses del siglo XVIII, los pre­cur­so­res de la revo­lu­ción, ape­la­ban a la razón como úni­co juez de todo lo exis­ten­te. Se pre­ten­día ins­tau­rar un Esta­do racio­nal, una socie­dad ajus­ta­da a la razón, y cuan­to con­tra­de­cía a la razón eter­na debía ser dese­cha­do sin pie­dad. Y hemos vis­to tam­bién que, en reali­dad, esa razón eter­na no era más que el sen­ti­do común idea­li­za­do del hom­bre del esta­do llano que, pre­ci­sa­men­te por aquel enton­ces, se esta­ba con­vir­tien­do en bur­gués. Por eso cuan­do la revo­lu­ción fran­ce­sa puso en obra esta socie­dad racio­nal y este Esta­do racio­nal, resul­tó que las nue­vas ins­ti­tu­cio­nes, por más racio­na­les que fue­sen en com­pa­ra­ción con las anti­guas, dis­ta­ban bas­tan­te de la razón abso­lu­ta. El Esta­do racio­nal había que­bra­do com­ple­ta­men­te. El con­tra­to social de Rous­seau venía a tomar cuer­po en la épo­ca del terror[34], y la bur­gue­sía, per­di­da la fe en su pro­pia habi­li­dad polí­ti­ca, fue a refu­giar­se, pri­me­ro, en la corrup­ción del Direc­to­rio[35] y, por últi­mo, bajo la égi­da del des­po­tis­mo napo­leó­ni­co. La pro­me­ti­da paz eter­na se había tro­ca­do en una inter­mi­na­ble gue­rra de con­quis­tas. Tam­po­co corrió mejor suer­te la socie­dad de la razón. El anta­go­nis­mo entre pobres y ricos, lejos de disol­ver­se en el bien­es­tar gene­ral, había­se agu­di­za­do al des­apa­re­cer los pri­vi­le­gios de los gre­mios y otros, que ten­dían un puen­te sobre él, y los esta­ble­ci­mien­tos ecle­siás­ti­cos de bene­fi­cen­cia, que lo ate­nua­ban. La «liber­tad de la pro­pie­dad» de las tra­bas feu­da­les, que aho­ra se con­ver­tía en reali­dad, resul­ta­ba ser, para el peque­ño bur­gués y el peque­ño cam­pe­sino, la liber­tad de ven­der a esos mis­mos seño­res pode­ro­sos su peque­ña pro­pie­dad, ago­bia­da por la arro­lla­do­ra com­pe­ten­cia del gran capi­tal y de la gran pro­pie­dad terra­te­nien­te; con lo que se con­ver­tía en la «liber­tad» del peque­ño bur­gués y del peque­ño cam­pe­sino de toda pro­pie­dad. El auge de la indus­tria sobre bases capi­ta­lis­tas con­vir­tió la pobre­za y la mise­ria de las masas tra­ba­ja­do­ras en con­di­ción de vida de la socie­dad. El pago al con­ta­do fue con­vir­tién­do­se, cada vez en mayor gra­do, según la expre­sión de Carly­le, en el úni­co esla­bón que enla­za­ba a la socie­dad. La esta­dís­ti­ca cri­mi­nal cre­cía de año en año. Los vicios feu­da­les, que has­ta enton­ces se exhi­bían impú­di­ca­men­te a la luz del día, no des­apa­re­cie­ron, pero se reca­ta­ron, por el momen­to, un poco al fon­do de la esce­na; en cam­bio, flo­re­cían exu­be­ran­te­men­te los vicios bur­gue­ses, ocul­tos has­ta allí bajo la super­fi­cie. El comer­cio fue dege­ne­ran­do cada vez más en esta­fa. La «fra­ter­ni­dad» de la divi­sa revo­lu­cio­na­ria[36] tomó cuer­po en las des­leal­ta­des y en la envi­dia de la lucha de com­pe­ten­cia. La opre­sión vio­len­ta cedió el pues­to a la corrup­ción, y la espa­da, como prin­ci­pal palan­ca del poder social, fue sus­ti­tui­da por el dine­ro. El dere­cho de per­na­da pasó del señor feu­dal al fabri­can­te bur­gués. La pros­ti­tu­ción se desa­rro­lló en pro­por­cio­nes has­ta enton­ces inau­di­tas. El matri­mo­nio mis­mo siguió sien­do lo que ya era: la for­ma reco­no­ci­da por la ley, el man­to ofi­cial con que se cubría la pros­ti­tu­ción, com­ple­men­ta­do ade­más por una gran abun­dan­cia de adul­te­rios. En una pala­bra, com­pa­ra­das con las bri­llan­tes pro­me­sas de los ilus­tra­do­res, las ins­ti­tu­cio­nes socia­les y polí­ti­cas ins­tau­ra­das por el «triun­fo de la razón» resul­ta­ron ser unas tris­tes y decep­cio­nan­tes cari­ca­tu­ras. Sólo fal­ta­ban los hom­bres que pusie­ron de relie­ve el des­en­ga­ño y que sur­gie­ron en los pri­me­ros años del siglo XIX. En 1802, vie­ron la luz las «Car­tas gine­bri­nas» de Saint-Simon; en 1808, publi­có Fou­rier su pri­me­ra obra, aun­que las bases de su teo­ría data­ban ya de 1799; el 1 de enero de 1800, Rober­to Owen se hizo car­go de la direc­ción de la empre­sa de New Lanark[37].

Sin embar­go, por aquel enton­ces, el modo capi­ta­lis­ta de pro­duc­ción, y con él el anta­go­nis­mo entre la bur­gue­sía y el pro­le­ta­ria­do, se habían desa­rro­lla­do toda­vía muy poco. La gran indus­tria, que en Ingla­te­rra aca­ba­ba de nacer, era toda­vía des­co­no­ci­da en Fran­cia. Y sólo la gran indus­tria desa­rro­lla, de una par­te, los con­flic­tos que trans­for­man en una nece­si­dad impe­rio­sa la sub­ver­sión del modo de pro­duc­ción y la eli­mi­na­ción de su carác­ter capi­ta­lis­ta ‑con­flic­tos que esta­llan no sólo entre las cla­ses engen­dra­das por esa gran indus­tria, sino tam­bién entre las fuer­zas pro­duc­ti­vas y las for­mas de cam­bio por ella crea­das- y, de otra par­te, desa­rro­lla tam­bién en estas gigan­tes­cas fuer­zas pro­duc­ti­vas los medios para resol­ver estos con­flic­tos. Si bien, hacia 1800, los con­flic­tos que bro­ta­ban del nue­vo orden social ape­nas empe­za­ban a desa­rro­llar­se, esta­ban mucho menos desa­rro­lla­dos, natu­ral­men­te, los medios que habían de con­du­cir a su solu­ción. Si las masas des­po­seí­das de París logra­ron adue­ñar­se por un momen­to del poder duran­te el régi­men del terror y con ello lle­var al triun­fo a la revo­lu­ción bur­gue­sa, inclu­so en con­tra de la bur­gue­sía, fue sólo para demos­trar has­ta qué pun­to era impo­si­ble man­te­ner por mucho tiem­po este poder en las con­di­cio­nes de la épo­ca. El pro­le­ta­ria­do, que ape­nas empe­za­ba a des­ta­car­se en el seno de estas masas des­po­seí­das, como tron­co de una cla­se nue­va, total­men­te inca­paz toda­vía para desa­rro­llar una acción polí­ti­ca pro­pia, no repre­sen­ta­ba más que un esta­men­to opri­mi­do, ago­bia­do por toda cla­se de sufri­mien­tos, inca­paz de valer­se por sí mis­mo. La ayu­da, en el mejor de los casos, tenía que venir­le de fue­ra, de lo alto.

Esta situa­ción his­tó­ri­ca infor­ma tam­bién las doc­tri­nas de los fun­da­do­res del socia­lis­mo. Sus teo­rías inci­pien­tes no hacen más que refle­jar el esta­do inci­pien­te de la pro­duc­ción capi­ta­lis­ta, la inci­pien­te con­di­ción de cla­se. Se pre­ten­día sacar de la cabe­za la solu­ción de los pro­ble­mas socia­les, laten­te toda­vía en las con­di­cio­nes eco­nó­mi­cas poco desa­rro­lla­das de la épo­ca. La socie­dad no ence­rra­ba más que males, que la razón pen­san­te era la lla­ma­da a reme­diar. Tra­tá­ba­se por eso de des­cu­brir un sis­te­ma nue­vo y más per­fec­to de orden social, para implan­tar­lo en la socie­dad des­de fue­ra, por medio de la pro­pa­gan­da, y a ser posi­ble, con el ejem­plo, median­te expe­ri­men­tos que sir­vie­sen de mode­lo. Estos nue­vos sis­te­mas socia­les nacían con­de­na­dos a mover­se en el rei­no de la uto­pía; cuan­to más deta­lla­dos y minu­cio­sos fue­ran, mas tenían que dege­ne­rar en puras fantasías.

Sen­ta­do esto, no tene­mos por qué dete­ner­nos ni un momen­to más en este aspec­to, incor­po­ra­do ya defi­ni­ti­va­men­te al pasa­do. Deje­mos que los tra­pe­ros lite­ra­rios revuel­van solem­ne­men­te en estas fan­ta­sías, que hoy pare­cen mover a risa, para poner de relie­ve, sobre el fon­do de ese «cúmu­lo de dis­la­tes», la supe­rio­ri­dad de su razo­na­mien­to sereno. Noso­tros, en cam­bio, nos admi­ra­mos de los genia­les gér­me­nes de ideas y de las ideas genia­les que bro­tan por todas par­tes bajo esa envol­tu­ra de fan­ta­sía y que los filis­teos son inca­pa­ces de ver.

Saint-Simon era hijo de la Gran Revo­lu­ción fran­ce­sa, que esta­lló cuan­do él no con­ta­ba aún trein­ta años. La revo­lu­ción fue el triun­fo del ter­cer esta­do, es decir, de la gran masa acti­va de la nación, a cuyo car­go corrían la pro­duc­ción y el comer­cio, sobre los esta­men­tos has­ta enton­ces ocio­sos y pri­vi­le­gia­dos de la socie­dad: la noble­za y el cle­ro. Pero pron­to se vio que el triun­fo del ter­cer esta­do no era más que el triun­fo de una par­te muy peque­ña de él, la con­quis­ta del poder polí­ti­co por el sec­tor social­men­te pri­vi­le­gia­do de esa cla­se: la bur­gue­sía pose­yen­te. Esta bur­gue­sía, ade­más, se desa­rro­lla­ba rápi­da­men­te ya en el pro­ce­so de la revo­lu­ción, espe­cu­lan­do con las tie­rras con­fis­ca­das y lue­go ven­di­das de la aris­to­cra­cia y de la Igle­sia, y esta­fan­do a la nación por medio de los sumi­nis­tros al ejér­ci­to. Fue pre­ci­sa­men­te el gobierno de estos esta­fa­do­res el que, bajo el Direc­to­rio, lle­vó a Fran­cia y a la revo­lu­ción al bor­de de la rui­na, dan­do con ello a Napo­león el pre­tex­to para su gol­pe de Esta­do. Por eso, en la idea de Saint-Simon, el anta­go­nis­mo entre el ter­cer esta­do y los esta­men­tos pri­vi­le­gia­dos de la socie­dad tomó la for­ma de un anta­go­nis­mo entre «obre­ros» y «ocio­sos». Los «ocio­sos» eran no sólo los anti­guos pri­vi­le­gia­dos, sino todos aque­llos que vivían de sus ren­tas, sin inter­ve­nir en la pro­duc­ción ni en el comer­cio. En el con­cep­to de «tra­ba­ja­do­res» no entra­ban sola­men­te los obre­ros asa­la­ria­dos, sino tam­bién los fabri­can­tes, los comer­cian­tes y los ban­que­ros. Que los ocio­sos habían per­di­do la capa­ci­dad para diri­gir espi­ri­tual­men­te y gober­nar polí­ti­ca­men­te, era un hecho evi­den­te, que la revo­lu­ción había sella­do con carác­ter defi­ni­ti­vo. Y, para Saint-Simon, las expe­rien­cias de la épo­ca del terror habían demos­tra­do, a su vez, que los des­ca­mi­sa­dos no poseían tam­po­co esa capa­ci­dad. Enton­ces, ¿quié­nes habían de diri­gir y gober­nar? Según Saint-Simon, la cien­cia y la indus­tria uni­das por un nue­vo lazo reli­gio­so, un «nue­vo cris­tia­nis­mo», for­zo­sa­men­te mís­ti­co y rigu­ro­sa­men­te jerár­qui­co, lla­ma­do a res­tau­rar la uni­dad de las ideas reli­gio­sas, rota des­de la Refor­ma. Pero la cien­cia eran los sabios aca­dé­mi­cos; y la indus­tria eran, en pri­mer tér­mino, los bur­gue­ses acti­vos, los fabri­can­tes, los comer­cian­tes, los ban­que­ros. Y aun­que estos bur­gue­ses habían de trans­for­mar­se en una espe­cie de fun­cio­na­rios públi­cos, de hom­bres de con­fian­za de toda la socie­dad, siem­pre con­ser­va­rían fren­te a los obre­ros una posi­ción auto­ri­ta­ria y eco­nó­mi­ca­men­te pri­vi­le­gia­da. Los ban­que­ros serían en pri­mer tér­mino los lla­ma­dos a regu­lar toda la pro­duc­ción social por medio de una regla­men­ta­ción del cré­di­to. Ese modo de con­ce­bir corres­pon­día per­fec­ta­men­te a una épo­ca en que la gran indus­tria, y con ella el anta­go­nis­mo entre la bur­gue­sía y el pro­le­ta­ria­do, ape­nas comen­za­ba a des­pun­tar en Fran­cia. Pero Saint-Simon insis­te muy espe­cial­men­te en esto: lo que a él le preo­cu­pa siem­pre y en pri­mer tér­mino es la suer­te de «la cla­se más nume­ro­sa y más pobre» de la socie­dad («la clas­se la plus nom­breu­se et la plus pau­vre»).

Saint-Simon sien­ta ya, en sus «Car­tas gine­bri­nas», la tesis de que «todos los hom­bres deben tra­ba­jar». En la mis­ma obra, se expre­sa ya la idea de que el rei­na­do del terror era el gobierno de las masas desposeídas.

«Ved ‑les gri­ta- lo que acon­te­ció en Fran­cia, cuan­do vues­tros cama­ra­das subie­ron al poder, ellos pro­vo­ca­ron el ham­bre». Pero el con­ce­bir la revo­lu­ción fran­ce­sa como una lucha de cla­ses, y no sólo entre la noble­za y la bur­gue­sía, sino entre la noble­za, la bur­gue­sía y los des­po­seí­dos, era, para el año 1802, un des­cu­bri­mien­to ver­da­de­ra­men­te genial. En 1816, Saint-Simon decla­ra que la polí­ti­ca es la cien­cia de la pro­duc­ción y pre­di­ce ya la total absor­ción de la polí­ti­ca por la Eco­no­mía. Y si aquí no hace más que apa­re­cer en ger­men la idea de que la situa­ción eco­nó­mi­ca es la base de las ins­ti­tu­cio­nes polí­ti­cas, pro­cla­ma ya cla­ra­men­te la trans­for­ma­ción del gobierno polí­ti­co sobre los hom­bres en una admi­nis­tra­ción de las cosas y en la direc­ción de los pro­ce­sos de la pro­duc­ción, que no es sino la idea de la «abo­li­ción del Esta­do», que tan­to estré­pi­to levan­ta últi­ma­men­te. Y, alzán­do­se al mis­mo plano de supe­rio­ri­dad sobre sus con­tem­po­rá­neos, decla­ra, en 1814, inme­dia­ta­men­te des­pués de la entra­da de las tro­pas coli­ga­das en París[†††††], y reite­ra en 1815, duran­te la gue­rra de los Cien Días[38], que la alian­za de Fran­cia con Ingla­te­rra y, en segun­do tér­mino, la de estos paí­ses con Ale­ma­nia es la úni­ca garan­tía del desa­rro­llo prós­pe­ro y la paz en Euro­pa. Para pre­di­car a los fran­ce­ses de 1815 una alian­za con los ven­ce­do­res de Water­loo[39], hacía fal­ta tan­ta valen­tía como capa­ci­dad para ver a lo lejos en la historia.

Lo que en Saint-Simon es una ampli­tud genial de con­cep­tos que le per­mi­te con­te­ner ya, en ger­men, casi todas las ideas no estric­ta­men­te eco­nó­mi­cas de los socia­lis­tas pos­te­rio­res, en Fou­rier es la crí­ti­ca inge­nio­sa autén­ti­ca­men­te fran­ce­sa, pero no por ello menos pro­fun­da, de las con­di­cio­nes socia­les exis­ten­tes. Fou­rier coge por la pala­bra a la bur­gue­sía, a sus encen­di­dos pro­fe­tas de antes y a sus intere­sa­dos adu­la­do­res de des­pués de la revo­lu­ción. Pone al des­nu­do des­pia­da­da­men­te la mise­ria mate­rial y moral del mun­do bur­gués, y la com­pa­ra con las pro­me­sas fas­ci­na­do­ras de los vie­jos ilus­tra­do­res, con su ima­gen de una socie­dad en la que sólo rei­na­ría la razón, de una civi­li­za­ción que haría feli­ces a todos los hom­bres y de una ili­mi­ta­da per­fec­ti­bi­li­dad huma­na. Des­en­mas­ca­ra las bri­llan­tes fra­ses de los ideó­lo­gos bur­gue­ses de la épo­ca, demues­tra cómo a esas fra­ses alti­so­nan­tes res­pon­de, por todas par­tes, la más míse­ra de las reali­da­des y vuel­ca sobre este rui­do­so fias­co de la fra­seo­lo­gía su sáti­ra mor­daz. Fou­rier no es sólo un crí­ti­co; su espí­ri­tu siem­pre jovial hace de él un satí­ri­co, uno de los más gran­des satí­ri­cos de todos los tiem­pos. La espe­cu­la­ción cri­mi­nal des­ata­da con el reflu­jo de la ola revo­lu­cio­na­ria y el espí­ri­tu mez­quino del comer­cio fran­cés en aque­llos años, apa­re­cen pin­ta­dos en sus obras con tra­zo magis­tral y delei­to­so. Pero toda­vía es más magis­tral en él la crí­ti­ca de la for­ma bur­gue­sa de las rela­cio­nes entre los sexos y de la posi­ción de la mujer en la socie­dad bur­gue­sa. El es el pri­me­ro que pro­cla­ma que el gra­do de eman­ci­pa­ción de la mujer en una socie­dad es la medi­da de la eman­ci­pa­ción gene­ral. Sin embar­go, don­de más des­cue­lla Fou­rier es en su modo de con­ce­bir la his­to­ria de la socie­dad. Fou­rier divi­de toda la his­to­ria ante­rior en cua­tro fases o eta­pas de desa­rro­llo: el sal­va­jis­mo, el patriar­ca­do, la bar­ba­rie y la civi­li­za­ción, fase esta últi­ma que coin­ci­de con lo que lla­ma­mos hoy socie­dad bur­gue­sa, es decir, con el régi­men social implan­ta­do des­de el siglo XVI, y demues­tra que el «orden civi­li­za­do ele­va a una for­ma com­ple­ja, ambi­gua, equí­vo­ca e hipó­cri­ta todos aque­llos vicios que la bar­ba­rie prac­ti­ca­ba en medio de la mayor sen­ci­llez». Para él, la civi­li­za­ción se mue­ve en un «círcu­lo vicio­so», en un ciclo de con­tra­dic­cio­nes, que está repro­du­cien­do cons­tan­te­men­te sin acer­tar a supe­rar­las, con­si­guien­do de con­ti­nuo lo con­tra­rio pre­ci­sa­men­te de lo que quie­re o pre­tex­ta que­rer con­se­guir. Y así nos encon­tra­mos, por ejem­plo, con que «en la civi­li­za­ción la pobre­za bro­ta de la mis­ma abun­dan­cia». Como se ve, Fou­rier mane­ja la dia­léc­ti­ca con la mis­ma maes­tría que su con­tem­po­rá­neo Hegel. Fren­te a los que se lle­nan la boca hablan­do de la ili­mi­ta­da capa­ci­dad huma­na de per­fec­ción, pone de relie­ve, con igual dia­léc­ti­ca, que toda fase his­tó­ri­ca tie­ne su ver­tien­te ascen­sio­nal, mas tam­bién su lade­ra des­cen­den­te, y pro­yec­ta esta con­cep­ción sobre el futu­ro de toda la huma­ni­dad. Y así como Kant intro­du­ce en la cien­cia de la natu­ra­le­za la idea del aca­ba­mien­to futu­ro de la Tie­rra, Fou­rier intro­du­ce en su estu­dio de la his­to­ria la idea del aca­ba­mien­to futu­ro de la humanidad.

Mien­tras el hura­cán de la revo­lu­ción barría el sue­lo de Fran­cia, en Ingla­te­rra se desa­rro­lla­ba un pro­ce­so revo­lu­cio­na­rio, más tran­qui­lo, pero no por ello menos pode­ro­so. El vapor y las máqui­nas-herra­mien­ta con­vir­tie­ron la manu­fac­tu­ra en la gran indus­tria moder­na, revo­lu­cio­nan­do con ello todos los fun­da­men­tos de la socie­dad bur­gue­sa. El rit­mo ador­mi­la­do del desa­rro­llo del perío­do de la manu­fac­tu­ra se con­vir­tió en un ver­da­de­ro perío­do de lucha y emba­te de la pro­duc­ción. Con una velo­ci­dad cada vez más ace­le­ra­da, iba pro­du­cién­do­se la divi­sión de la socie­dad en gran­des capi­ta­lis­tas y pro­le­ta­rios des­po­seí­dos, y entre ellos, en lugar del anti­guo esta­do llano esta­ble, lle­va­ba una exis­ten­cia inse­gu­ra una masa ines­ta­ble de arte­sa­nos y peque­ños comer­cian­tes, la par­te más fluc­tuan­te de la pobla­ción. El nue­vo modo de pro­duc­ción sólo empe­za­ba a remon­tar­se por su ver­tien­te ascen­sio­nal; era toda­vía el modo de pro­duc­ción nor­mal, regu­lar, el úni­co posi­ble, en aque­llas cir­cuns­tan­cias. Y, sin embar­go, ya enton­ces ori­gi­nó toda una serie de gra­ves cala­mi­da­des socia­les: haci­na­mien­to en los barrios más sór­di­dos de las gran­des ciu­da­des de una pobla­ción des­arrai­ga­da de su sue­lo; diso­lu­ción de todos los lazos tra­di­cio­na­les de la cos­tum­bre, de la sumi­sión patriar­cal y de la fami­lia; pro­lon­ga­ción abu­si­va del tra­ba­jo, que sobre todo en las muje­res y en los niños toma­ba pro­por­cio­nes ate­rra­do­ras; des­mo­ra­li­za­ción en masa de la cla­se tra­ba­ja­do­ra, lan­za­da de súbi­to a con­di­cio­nes de vida total­men­te nue­vas: del cam­po a la ciu­dad, de la agri­cul­tu­ra a la indus­tria, de una situa­ción esta­ble a otra cons­tan­te­men­te varia­ble e inse­gu­ra. En estas cir­cuns­tan­cias, se alza como refor­ma­dor un fabri­can­te de vein­ti­nue­ve años, un hom­bre cuyo can­dor casi infan­til raya­ba en lo subli­me y que era, a la par, un diri­gen­te inna­to de hom­bres como pocos. Rober­to Owen había­se asi­mi­la­do las ense­ñan­zas de los ilus­tra­do­res mate­ria­lis­tas del siglo XVIII, según las cua­les el carác­ter del hom­bre es, de una par­te, el pro­duc­to de su orga­ni­za­ción inna­ta, y de otra, el fru­to de las cir­cuns­tan­cias que rodean al hom­bre duran­te su vida, y prin­ci­pal­men­te duran­te el perío­do de su desa­rro­llo. La mayo­ría de los hom­bres de su cla­se no veían en la revo­lu­ción indus­trial más que caos y con­fu­sión, una oca­sión pro­pi­cia para pes­car en río revuel­to y enri­que­cer­se apri­sa. Owen vio en ella el terreno ade­cua­do para poner en prác­ti­ca su tesis favo­ri­ta, intro­du­cien­do orden en el caos. Ya en Mán­ches­ter, diri­gien­do una fábri­ca de más de qui­nien­tos obre­ros, había inten­ta­do, no sin éxi­to, apli­car prác­ti­ca­men­te su teo­ría. Des­de 1800 a 1829 encau­zó en este sen­ti­do, aun­que con mucha mayor liber­tad de ini­cia­ti­va y con un éxi­to que le valió fama euro­pea, la gran fábri­ca de hila­dos de algo­dón de New Lanark, en Esco­cia, de la que era socio y geren­te. Una pobla­ción que fue cre­cien­do pau­la­ti­na­men­te has­ta 2.500 almas, reclu­ta­da al prin­ci­pio entre los ele­men­tos más hete­ro­gé­neos, la mayo­ría de ellos muy des­mo­ra­li­za­dos, con­vir­tió­se en sus manos en una colo­nia mode­lo, en la que no se cono­cía la embria­guez, la poli­cía, los jue­ces de paz, los pro­ce­sos, los asi­los para pobres, ni la bene­fi­cen­cia públi­ca. Para ello, le bas­tó sólo con colo­car a sus obre­ros en con­di­cio­nes más huma­nas de vida, con­sa­gran­do un cui­da­do espe­cial a la edu­ca­ción de su des­cen­den­cia. Owen fue el crea­dor de las escue­las de pár­vu­los, que fun­cio­na­ron por vez pri­me­ra en New Lanark. Los niños eran envia­dos a la escue­la des­de los dos años, y se encon­tra­ban tan a gus­to en ella, que con difi­cul­tad se les podía lle­var a su casa. Mien­tras que en las fábri­cas de sus com­pe­ti­do­res los obre­ros tra­ba­ja­ban has­ta tre­ce y cator­ce horas dia­rias, en New Lanark la jor­na­da de tra­ba­jo era de diez horas y media. Cuan­do una cri­sis algo­do­ne­ra obli­gó a cerrar la fábri­ca duran­te cua­tro meses, los obre­ros de New Lanark, que que­da­ron sin tra­ba­jo, siguie­ron cobran­do ínte­gros sus jor­na­les. Y, con todo, la empre­sa había incre­men­ta­do has­ta el doble su valor y ren­di­do a sus pro­pie­ta­rios has­ta el últi­mo día, abun­dan­tes ganancias.

Sin embar­go, Owen no esta­ba satis­fe­cho con lo con­se­gui­do. La exis­ten­cia que había pro­cu­ra­do a sus obre­ros dis­ta­ba toda­vía mucho de ser, a sus ojos, una exis­ten­cia dig­na de un ser humano «Aque­llos hom­bres eran mis escla­vos» ‑decía. Las cir­cuns­tan­cias rela­ti­va­men­te favo­ra­bles, en que les había colo­ca­do, esta­ban toda­vía muy lejos de per­mi­tir­les desa­rro­llar racio­nal­men­te y en todos sus aspec­tos el carác­ter y la inte­li­gen­cia, y mucho menos des­en­vol­ver libre­men­te sus ener­gías. «Y, sin embar­go, la par­te pro­duc­to­ra de aque­lla pobla­ción de 2.500 almas daba a la socie­dad una suma de rique­za real que ape­nas medio siglo antes hubie­ra reque­ri­do el tra­ba­jo de 600.000 hom­bres jun­tos. Yo me pre­gun­ta­ba: ¿a dón­de va a parar la dife­ren­cia entre la rique­za con­su­mi­da por estas 2.500 per­so­nas y la que hubie­ran teni­do que con­su­mir las 600.000?» La con­tes­ta­ción era cla­ra: esa dife­ren­cia se inver­tía en abo­nar a los pro­pie­ta­rios de la empre­sa el cin­co por cien­to de inte­rés sobre el capi­tal de ins­ta­la­ción, a lo que venían a sumar­se más de 300.000 libras ester­li­nas de ganan­cia. Y el caso de New Lanark era, sólo que en pro­por­cio­nes mayo­res, el de todas las fábri­cas de Ingla­te­rra. «Sin esta nue­va fuen­te de rique­za crea­da por las máqui­nas, hubie­ra sido impo­si­ble lle­var ade­lan­te las gue­rras libra­das para derri­bar a Napo­león y man­te­ner en pie los prin­ci­pios de la socie­dad aris­to­crá­ti­ca. Y, sin embar­go, este nue­vo poder era obra de la cla­se obre­ra»[‡‡‡‡‡]. A ella debían per­te­ne­cer tam­bién, por tan­to, sus fru­tos. Las nue­vas y gigan­tes­cas fuer­zas pro­duc­ti­vas, que has­ta allí sólo habían ser­vi­do para que se enri­que­cie­sen unos cuan­tos y para la escla­vi­za­ción de las masas, echa­ban, según Owen, las bases para una recons­truc­ción social y esta­ban lla­ma­das a tra­ba­jar sola­men­te, como pro­pie­dad colec­ti­va de todos, para el bien­es­tar colectivo.

Fue así, por este camino pura­men­te prác­ti­co, como fru­to, por decir­lo así, de los cálcu­los de un hom­bre de nego­cios, como sur­gió el comu­nis­mo owe­niano, que con­ser­vó en todo momen­to este carác­ter prác­ti­co. Así, en 1823, Owen pro­po­ne un sis­te­ma de colo­nias comu­nis­tas para com­ba­tir la mise­ria rei­nan­te en Irlan­da y pre­sen­ta, en apo­yo de su pro­pues­ta, un pre­su­pues­to com­ple­to de gas­tos de esta­ble­ci­mien­to, des­em­bol­sos anua­les e ingre­sos pro­ba­bles. Y así tam­bién en sus pla­nes defi­ni­ti­vos de la socie­dad del por­ve­nir, los deta­lles téc­ni­cos están cal­cu­la­dos con un domi­nio tal de la mate­ria, inclu­yen­do has­ta dise­ños, dibu­jos de fren­te y a vis­ta de pája­ro, que, una vez acep­ta­do el méto­do owe­niano de refor­ma de la socie­dad, poco sería lo que podría obje­tar ni aun el téc­ni­co exper­to, con­tra los por­me­no­res de su organización.

El avan­ce hacia el comu­nis­mo cons­ti­tu­ye el momen­to cru­cial en la vida de Owen. Mien­tras se había limi­ta­do a actuar sólo como filán­tro­po, no había cose­cha­do más que rique­zas, aplau­sos, hon­ra y fama. Era el hom­bre más popu­lar de Euro­pa. No sólo los hom­bres de su cla­se y posi­ción social, sino tam­bién los gober­nan­tes y los prín­ci­pes le escu­cha­ban y lo apro­ba­ban. Pero, en cuan­to hizo públi­cas sus teo­rías comu­nis­tas, se vol­vió la hoja. Eran prin­ci­pal­men­te tres gran­des obs­tácu­los los que, según él, se alza­ban en el camino de la refor­ma social: la pro­pie­dad pri­va­da, la reli­gión y la for­ma vigen­te del matri­mo­nio. Y no igno­ra­ba a lo que se expo­nía ata­cán­do­los: la pros­crip­ción de toda la socie­dad ofi­cial y la pér­di­da de su posi­ción social. Pero esta con­si­de­ra­ción no le con­tu­vo en sus ata­ques des­pia­da­dos con­tra aque­llas ins­ti­tu­cio­nes, y ocu­rrió lo que él pre­veía. Des­te­rra­do de la socie­dad ofi­cial, igno­ra­do com­ple­ta­men­te por la pren­sa, arrui­na­do por sus fra­ca­sa­dos expe­ri­men­tos comu­nis­tas en Amé­ri­ca, a los que sacri­fi­có toda su for­tu­na, se diri­gió a la cla­se obre­ra, en el seno de la cual actuó toda­vía duran­te trein­ta años. Todos los movi­mien­tos socia­les, todos los pro­gre­sos reales regis­tra­dos en Ingla­te­rra en inte­rés de la cla­se tra­ba­ja­do­ra, van aso­cia­dos al nom­bre de Owen. Así, en 1819, des­pués de cin­co años de gran­des esfuer­zos, con­si­guió que fue­se vota­da la pri­me­ra ley limi­tan­do el tra­ba­jo de la mujer y del niño en las fábri­cas. El fue tam­bién quien pre­si­dió el pri­mer con­gre­so en que las tra­deu­nio­nes de toda Ingla­te­rra se fusio­na­ron en una gran orga­ni­za­ción sin­di­cal úni­ca[40]. Y fue tam­bién él quien creó, como medi­das de tran­si­ción, para que la socie­dad pudie­ra orga­ni­zar­se de mane­ra ínte­gra­men­te comu­nis­ta, de una par­te las coope­ra­ti­vas de con­su­mo y de pro­duc­ción ‑que han ser­vi­do por lo menos para demos­trar prác­ti­ca­men­te que el comer­cian­te y el fabri­can­te no son indispensables‑, y de otra par­te, los baza­res obre­ros, esta­ble­ci­mien­tos de inter­cam­bio de los pro­duc­tos del tra­ba­jo por medio de bonos de tra­ba­jo y cuya uni­dad era la hora de tra­ba­jo ren­di­do; estos esta­ble­ci­mien­tos tenían nece­sa­ria­men­te que fra­ca­sar, pero anti­ci­pa­ron a los Ban­cos proudho­nia­nos de inter­cam­bio[41], dife­ren­cián­do­se de ellos sola­men­te en que no pre­ten­dían ser la pana­cea uni­ver­sal para todos los males socia­les, sino pura y sim­ple­men­te un pri­mer paso dado hacia una trans­for­ma­ción mucho más radi­cal de la sociedad.

Los con­cep­tos de los uto­pis­tas han domi­na­do duran­te mucho tiem­po las ideas socia­lis­tas del siglo XIX, y en par­te aún las siguen domi­nan­do hoy. Les ren­dían cul­to, has­ta hace muy poco tiem­po, todos los socia­lis­tas fran­ce­ses e ingle­ses, y a ellos se debe tam­bién el inci­pien­te comu­nis­mo ale­mán, inclu­yen­do a Weitling. El socia­lis­mo es, para todos ellos, la expre­sión de la ver­dad abso­lu­ta, de la razón y de la jus­ti­cia, y bas­ta con des­cu­brir­lo para que por su pro­pia vir­tud con­quis­te el mun­do. Y, como la ver­dad abso­lu­ta no está suje­ta a con­di­cio­nes de espa­cio ni de tiem­po, ni al desa­rro­llo his­tó­ri­co de la huma­ni­dad, sólo el azar pue­de deci­dir cuán­do y dón­de este des­cu­bri­mien­to ha de reve­lar­se. Añá­da­se a esto que la ver­dad abso­lu­ta, la razón y la jus­ti­cia varían con los fun­da­do­res de cada escue­la: y, como el carác­ter espe­cí­fi­co de la ver­dad abso­lu­ta, de la razón y la jus­ti­cia está con­di­cio­na­do, a su vez, en cada uno de ellos, por la inte­li­gen­cia sub­je­ti­va, las con­di­cio­nes de vida, el esta­do de cul­tu­ra y la dis­ci­pli­na men­tal, resul­ta que en este con­flic­to de ver­da­des abso­lu­tas no cabe más solu­ción que éstas se vayan pulien­do las unas a las otras. Y, así, era inevi­ta­ble que sur­gie­se una espe­cie de socia­lis­mo ecléc­ti­co y medio­cre, como el que, en efec­to, sigue impe­ran­do toda­vía en las cabe­zas de la mayor par­te de los obre­ros socia­lis­tas de Fran­cia e Ingla­te­rra; una mes­co­lan­za extra­or­di­na­ria­men­te abi­ga­rra­da y lle­na de mati­ces, com­pues­ta de los des­aho­gos crí­ti­cos, las doc­tri­nas eco­nó­mi­cas y las imá­ge­nes socia­les del por­ve­nir menos dis­cu­ti­bles de los diver­sos fun­da­do­res de sec­tas, mes­co­lan­za tan­to más fácil de com­po­ner cuan­to más los ingre­dien­tes indi­vi­dua­les habían ido per­dien­do, en el torren­te de la dis­cu­sión, sus con­tor­nos per­fi­la­dos y agu­dos, como los gui­ja­rros lami­dos por la corrien­te de un río. Para con­ver­tir el socia­lis­mo en una cien­cia, era indis­pen­sa­ble, ante todo, situar­lo en el terreno de la realidad.

Notas

[*****] He aquí el pasa­je de Hegel refe­ren­te a la revo­lu­ción fran­ce­sa: «La idea, el con­cep­to de Dere­cho, se hizo valer de gol­pe, sin que pudie­se opo­ner­le nin­gu­na resis­ten­cia la vie­ja arma­zón de la injus­ti­cia. Sobre la idea del Dere­cho se ha basa­do aho­ra, por tan­to, una Cons­ti­tu­ción, y sobre ese fun­da­men­to debe basar­se en ade­lan­te todo. Des­de que el Sol alum­bra en el fir­ma­men­to y los pla­ne­tas giran alre­de­dor de él, nadie había vis­to que el hom­bre se alza­se sobre la cabe­za, es decir, sobre la idea, cons­tru­yen­do con arre­glo a ésta la reali­dad. Ana­xá­go­ras fue el pri­me­ro que dijo que el nus, la razón, gobier­na el mun­do: pero sólo aho­ra el hom­bre ha aca­ba­do de com­pren­der que el pen­sa­mien­to debe gober­nar la reali­dad espi­ri­tual. Era, pues, una esplén­di­da auro­ra. Todos los seres pen­san­tes cele­bra­ron esta nue­va épo­ca. Una subli­me emo­ción rei­na­ba en aque­lla épo­ca, un entu­sias­mo del espí­ri­tu estre­me­cía el mun­do, como si por vez pri­me­ra se logra­se la recon­ci­lia­ción del mun­do con la divi­ni­dad». Hegel, «Phi­lo­sophie der Ges­chich­te», 184O, S. 535 (Hegel, «Filo­so­fía de la His­to­ria», 1840, pág. 535). ¿No habrá lle­ga­do la hora de apli­car la ley con­tra los socia­lis­tas a estas doc­tri­nas sub­ver­si­vas y aten­ta­to­rias con­tra la socie­dad, del difun­to pro­fe­sor Hegel?

[†††††] El 31 de mar­zo de 1814. (N. de la Edit.)

[‡‡‡‡‡] De «The Revo­lu­tion in Mind and Prac­ti­ce» («La revo­lu­ción en el espí­ri­tu y en la prác­ti­ca»), un memo­rial diri­gi­do a todos «los repu­bli­ca­nos rojos, comu­nis­tas y socia­lis­tas de Euro­pa» y envia­do al Gobierno Pro­vi­sio­nal fran­cés de 1848, así como «a la rei­na Vic­to­ria y a sus con­se­je­ros responsables».

[31] Ana­bap­tis­tas (rebau­ti­za­dos). Los miem­bros de esta sec­ta se deno­mi­na­ban así por­que rei­vin­di­ca­ban un segun­do bau­tis­mo a la edad consciente.

[32] Engels se refie­re a los «ver­da­de­ros leve­llers» («igua­la­do­res»), o los «dig­gers» («cava­do­res»), repre­sen­tan­tes de la extre­ma izquier­da en el perío­do de la revo­lu­ción bur­gue­sa ingle­sa del siglo XVII y por­ta­vo­ces de los intere­ses de los pobres del cam­po y de la ciu­dad. Rei­vin­di­ca­ban la supre­sión de la pro­pie­dad pri­va­da sobre la tie­rra, pro­pa­ga­ban las ideas del comu­nis­mo pri­mi­ti­vo igua­li­ta­rio y tra­ta­ban de lle­var­las a la prác­ti­ca median­te la rotu­ra­ción colec­ti­va de las tie­rras comunales.

[33] Engels se refie­re, ante todo, a las obras de los repre­sen­tan­tes del comu­nis­mo utó­pi­co: «Uto­pía», de Tomás Moro, y «Ciu­dad del Sol», de Tomás Campanella.

[34] Epo­ca del terror: perío­do de la dic­ta­du­ra demo­crá­ti­co-revo­lu­cio­na­ria de los jaco­bi­nos de junio de 1793 a julio de 1794.

[35] El Direc­to­rio cons­ta­ba de cin­co miem­bros, uno de los cua­les se ele­gía cada año. Era el órgano diri­gen­te del poder eje­cu­ti­vo de Fran­cia en el perío­do de 1795 a 1799. Apo­ya­ba el régi­men de terror con­tra las fuer­zas demo­crá­ti­cas y defen­día los intere­ses de la gran burguesía.

[36] Trá­ta­se de la divi­sa de la revo­lu­ción bur­gue­sa fran­ce­sa de fines del siglo XVIII: «Liber­tad. Igual­dad. Fraternidad».

[37] New-Lanark: fábri­ca de hila­dos de algo­dón cer­ca de la ciu­dad esco­ce­sa de Lanark. Fue fun­da­da en 1784, con un peque­ño pobla­do anejo.

[38] Los Cien Días: bre­ve perío­do de la res­tau­ra­ción del Impe­rio de Napo­león I que duró des­de el momen­to de su regre­so del des­tie­rro en la isla de Elba a París, el 20 de mar­zo de 1815, has­ta su segun­da abdi­ca­ción, el 22 de junio del mis­mo año.

[39] El 18 de junio de 1815, el ejér­ci­to de Napo­león I fue derro­ta­do en la bata­lla de Water­loo (Bél­gi­ca) por las tro­pas anglo-holan­de­sas acau­di­lla­das por Welling­ton y el ejér­ci­to pru­siano de Blücher.

[40] En octu­bre de 1833, en Lon­dres, bajo la pre­si­den­cia de Owen, se cele­bró el Con­gre­so de las socie­da­des coope­ra­ti­vas y los sin­di­ca­tos en el que fue fun­da­da for­mal­men­te la «Gran Unión Con­so­li­da­da Nacio­nal de las pro­duc­cio­nes de Gran Bre­ta­ña e Irlan­da». Al tro­pe­zar con una gran resis­ten­cia por par­te de la socie­dad bur­gue­sa y del Esta­do, la Unión se des­mo­ro­nó en agos­to de 1834.

[41] Proudhon hizo un inten­to de orga­ni­zar un ban­co de inter­cam­bio duran­te la revo­lu­ción de 1848 – 1849. Su «Ban­que du peu­ple» (Ban­co del pue­blo) fue fun­da­do en París el 31 de enero de 1849 y exis­tió cer­ca de dos meses, que­bran­do antes de comen­zar a fun­cio­nar. A prin­ci­pios de abril el ban­co fue clausurado.


II

Entre­tan­to, jun­to a la filo­so­fía fran­ce­sa del siglo XVIII, y tras ella, había sur­gi­do la moder­na filo­so­fía ale­ma­na, a la que vino a poner rema­te Hegel. El prin­ci­pal méri­to de esta filo­so­fía es la res­ti­tu­ción de la dia­léc­ti­ca, como for­ma supre­ma del pen­sa­mien­to. Los anti­guos filó­so­fos grie­gos eran todos dia­léc­ti­cos inna­tos, espon­tá­neos, y la cabe­za más uni­ver­sal de todos ellos, Aris­tó­te­les, había lle­ga­do ya a estu­diar las for­mas más subs­tan­cia­les del pen­sar dia­léc­ti­co. En cam­bio, la nue­va filo­so­fía, aún tenien­do algún que otro bri­llan­te man­te­ne­dor de la dia­léc­ti­ca (como, por ejem­plo, Des­car­tes y Spi­no­za), había ido cayen­do cada vez más, influi­da prin­ci­pal­men­te por los ingle­ses, en la lla­ma­da mane­ra meta­fí­si­ca de pen­sar, que tam­bién domi­nó casi total­men­te entre los fran­ce­ses del siglo XVIII, a lo menos en sus obras espe­cial­men­te filo­só­fi­cas. Fue­ra del cam­po estric­ta­men­te filo­só­fi­co, tam­bién ellos habían crea­do obras maes­tras de dia­léc­ti­ca; como tes­ti­mo­nio de ello bas­ta citar «El sobrino de Rameau», de Dide­rot, y el «Dis­cur­so sobre el ori­gen y los fun­da­men­tos de la des­igual­dad entre los hom­bres» de Rous­seau. Resu­mi­re­mos aquí, con­ci­sa­men­te, los ras­gos más esen­cia­les de ambos méto­dos discursivos.

Cuan­do nos para­mos a pen­sar sobre la natu­ra­le­za, sobre la his­to­ria huma­na, o sobre nues­tra pro­pia acti­vi­dad espi­ri­tual, nos encon­tra­mos de pri­me­ra inten­ción con la ima­gen de una tra­ma infi­ni­ta de con­ca­te­na­cio­nes y mutuas influen­cias, en la que nada per­ma­ne­ce en lo que era, ni cómo y dón­de era, sino que todo se mue­ve y cam­bia, nace y pere­ce. Vemos, pues, ante todo, la ima­gen de con­jun­to, en la que los deta­lles pasan toda­vía mas o menos a segun­do plano; nos fija­mos más en el movi­mien­to, en las tran­si­cio­nes, en la con­ca­te­na­ción, que en lo que se mue­ve, cam­bia y se con­ca­te­na. Esta con­cep­ción del mun­do, pri­mi­ti­va, inge­nua, pero esen­cial­men­te jus­ta, es la de los anti­guos filó­so­fos grie­gos, y apa­re­ce expre­sa­da cla­ra­men­te por vez pri­me­ra en Herá­cli­to: todo es y no es, pues todo flu­ye, todo se halla suje­to a un pro­ce­so cons­tan­te de trans­for­ma­ción, de ince­san­te naci­mien­to y cadu­ci­dad. Pero esta con­cep­ción, por exac­ta­men­te que refle­je el carác­ter gene­ral del cua­dro que nos ofre­cen los fenó­me­nos, no bas­ta para expli­car los ele­men­tos ais­la­dos que for­man ese cua­dro total; sin cono­cer­los, la ima­gen gene­ral no adqui­ri­rá tam­po­co un sen­ti­do cla­ro. Para pene­trar en estos deta­lles tene­mos que des­ga­jar­los de su entron­que his­tó­ri­co o natu­ral e inves­ti­gar­los por sepa­ra­do, cada uno de por sí, en su carác­ter, cau­sas y efec­tos espe­cia­les, etc. Tal es la misión pri­mor­dial de las cien­cias natu­ra­les y de la his­to­ria, ramas de inves­ti­ga­ción que los grie­gos clá­si­cos situa­ban, por razo­nes muy jus­ti­fi­ca­das, en un plano pura­men­te secun­da­rio, pues pri­me­ra­men­te debían dedi­car­se a acu­mu­lar los mate­ria­les cien­tí­fi­cos nece­sa­rios. Mien­tras no se reúne una cier­ta can­ti­dad de mate­ria­les natu­ra­les e his­tó­ri­cos, no pue­de aco­me­ter­se el examen crí­ti­co, la com­pa­ra­ción y, con­gruen­te­men­te, la divi­sión en cla­ses, órde­nes y espe­cies. Por eso, los rudi­men­tos de las cien­cias natu­ra­les exac­tas no fue­ron desa­rro­lla­dos has­ta lle­gar a los grie­gos del perío­do ale­jan­drino[42], y más tar­de, en la Edad Media, por los ára­bes; la autén­ti­ca cien­cia de la natu­ra­le­za sólo data de la segun­da mitad del siglo XV, y, a par­tir de enton­ces, no ha hecho más que pro­gre­sar cons­tan­te­men­te con rit­mo ace­le­ra­do. El aná­li­sis de la natu­ra­le­za en sus dife­ren­tes par­tes, la cla­si­fi­ca­ción de los diver­sos pro­ce­sos y obje­tos natu­ra­les en deter­mi­na­das cate­go­rías, la inves­ti­ga­ción inter­na de los cuer­pos orgá­ni­cos según su diver­sa estruc­tu­ra ana­tó­mi­ca, fue­ron otras tan­tas con­di­cio­nes fun­da­men­ta­les a que obe­de­cie­ron los pro­gre­sos gigan­tes­cos rea­li­za­dos duran­te los últi­mos cua­tro­cien­tos años en el cono­ci­mien­to cien­tí­fi­co de la natu­ra­le­za. Pero este méto­do de inves­ti­ga­ción nos ha lega­do, a la par, el hábi­to de enfo­car las cosas y los pro­ce­sos de la natu­ra­le­za ais­la­da­men­te, sus­traí­dos a la con­ca­te­na­ción del gran todo; por tan­to, no en su diná­mi­ca, sino enfo­ca­dos está­ti­ca­men­te; no como subs­tan­cial­men­te varia­bles, sino como con­sis­ten­cias fijas; no en su vida, sino en su muer­te. Por eso este méto­do de obser­va­ción, al trans­plan­tar­se, con Bacon y Loc­ke, de las cien­cias natu­ra­les a la filo­so­fía, pro­vo­có la estre­chez espe­cí­fi­ca carac­te­rís­ti­ca de estos últi­mos siglos: el méto­do meta­fí­si­co de pensamiento.

Para el meta­fí­si­co, las cosas y sus imá­ge­nes en el pen­sa­mien­to, los con­cep­tos, son obje­tos de inves­ti­ga­ción ais­la­dos, fijos, rígi­dos, enfo­ca­dos uno tras otro, cada cual de por sí, como algo dado y peren­ne. Pien­sa sólo en antí­te­sis sin media­ti­vi­dad posi­ble; para él, una de dos: sí, sí; no, no; por­que lo que va más allá de esto, de mal pro­ce­de[§§§§§]. Para él, una cosa exis­te o no exis­te; un obje­to no pue­de ser al mis­mo tiem­po lo que es y otro dis­tin­to. Lo posi­ti­vo y lo nega­ti­vo se exclu­yen en abso­lu­to. La cau­sa y el efec­to revis­ten asi­mis­mo a sus ojos, la for­ma de una rígi­da antí­te­sis. A pri­me­ra vis­ta, este méto­do dis­cur­si­vo nos pare­ce extra­or­di­na­ria­men­te razo­na­ble, por­que es el del lla­ma­do sen­ti­do común. Pero el mis­mo sen­ti­do común, per­so­na­je muy res­pe­ta­ble de puer­tas aden­tro, entre las cua­tro pare­des de su casa, vive peri­pe­cias ver­da­de­ra­men­te mara­vi­llo­sas en cuan­to se aven­tu­ra por los anchos cam­pos de la inves­ti­ga­ción; y el méto­do meta­fí­si­co de pen­sar, por muy jus­ti­fi­ca­do y has­ta por nece­sa­rio que sea en muchas zonas del pen­sa­mien­to, más o menos exten­sas según la natu­ra­le­za del obje­to de que se tra­te, tro­pie­za siem­pre, tar­de o tem­prano, con una barre­ra fran­quea­da, la cual se tor­na en un méto­do uni­la­te­ral, limi­ta­do, abs­trac­to, y se pier­de en inso­lu­bles con­tra­dic­cio­nes, pues, absor­bi­do por los obje­tos con­cre­tos, no alcan­za a ver su con­ca­te­na­ción; preo­cu­pa­do con su exis­ten­cia, no para mien­tes en su géne­sis ni en su cadu­ci­dad; con­cen­tra­do en su esta­tis­mo, no advier­te su diná­mi­ca; obse­sio­na­do por los árbo­les, no alcan­za a ver el bos­que. En la reali­dad de cada día sabe­mos, por ejem­plo, y pode­mos decir con toda cer­te­za si un ani­mal exis­te o no; pero, inves­ti­gan­do la cosa con más deten­ción, nos damos cuen­ta de que a veces el pro­ble­ma se com­pli­ca con­si­de­ra­ble­men­te, como lo saben muy bien los juris­tas, que tan­to y tan en vano se han ator­men­ta­do por des­cu­brir un lími­te racio­nal a par­tir del cual deba la muer­te del niño en el claus­tro materno con­si­de­rar­se como un ase­si­na­to; ni es fácil tam­po­co deter­mi­nar con fije­za el momen­to de la muer­te, toda vez que la fisio­lo­gía ha demos­tra­do que la muer­te no es un fenó­meno repen­tino, ins­tan­tá­neo, sino un pro­ce­so muy lar­go. Del mis­mo modo, todo ser orgá­ni­co es, en todo ins­tan­te, él mis­mo y otro; en todo ins­tan­te va asi­mi­lan­do mate­rias absor­bi­das del exte­rior y eli­mi­nan­do otras de su seno; en todo ins­tan­te, en su orga­nis­mo mue­ren unas célu­las y nacen otras; y, en el trans­cur­so de un perío­do más o menos lar­go, la mate­ria de que está for­ma­do se renue­va total­men­te, y nue­vos áto­mos de mate­ria vie­nen a ocu­par el lugar de los anti­guos, por don­de todo ser orgá­ni­co es, al mis­mo tiem­po, el que es y otro dis­tin­to. Asi­mis­mo, nos encon­tra­mos, obser­van­do las cosas dete­ni­da­men­te, con que los dos polos de una antí­te­sis, el posi­ti­vo y el nega­ti­vo, son tan inse­pa­ra­bles como anti­té­ti­cos el uno del otro y que, pese a todo su anta­go­nis­mo, se pene­tran recí­pro­ca­men­te; y vemos que la cau­sa y el efec­to son repre­sen­ta­cio­nes que sólo rigen como tales en su apli­ca­ción al caso con­cre­to, pero, que, exa­mi­nan­do el caso con­cre­to en su con­ca­te­na­ción con la ima­gen total del Uni­ver­so, se jun­tan y se dilu­yen en la idea de una tra­ma uni­ver­sal de accio­nes y reac­cio­nes, en que las cau­sas y los efec­tos cam­bian cons­tan­te­men­te de sitio y en que lo que aho­ra o aquí es efec­to, adquie­re lue­go o allí carác­ter de cau­sa y viceversa.

Nin­guno de estos fenó­me­nos y méto­dos dis­cur­si­vos enca­ja en el cua­dro de las espe­cu­la­cio­nes meta­fí­si­cas. En cam­bio, para la dia­léc­ti­ca, que enfo­ca las cosas y sus imá­ge­nes con­cep­tua­les subs­tan­cial­men­te en sus cone­xio­nes, en su con­ca­te­na­ción, en su diná­mi­ca, en su pro­ce­so de géne­sis y cadu­ci­dad, fenó­me­nos como los expues­tos no son más que otras tan­tas con­fir­ma­cio­nes de su modo genuino de pro­ce­der. La natu­ra­le­za es la pie­dra de toque de la dia­léc­ti­ca, y las moder­nas cien­cias natu­ra­les nos brin­dan para esta prue­ba un acer­vo de datos extra­or­di­na­ria­men­te copio­sos y enri­que­ci­dos con cada día que pasa, demos­tran­do con ello que la natu­ra­le­za se mue­ve, en últi­ma ins­tan­cia, por los cau­ces dia­léc­ti­cos y no por los carri­les meta­fí­si­cos, que no se mue­ve en la eter­na mono­to­nía de un ciclo cons­tan­te­men­te repe­ti­do, sino que reco­rre una ver­da­de­ra his­to­ria. Aquí hay que citar en pri­mer tér­mino a Dar­win, quien, con su prue­ba de que toda la natu­ra­le­za orgá­ni­ca exis­ten­te, plan­tas y ani­ma­les, y entre ellos, como es lógi­co, el hom­bre, es pro­duc­to de un pro­ce­so de desa­rro­llo que dura millo­nes de años, ha ases­ta­do a la con­cep­ción meta­fí­si­ca de la natu­ra­le­za el más rudo gol­pe. Pero, has­ta hoy, los natu­ra­lis­tas que han sabi­do pen­sar dia­léc­ti­ca­men­te pue­den con­tar­se con los dedos, y este con­flic­to entre los resul­ta­dos des­cu­bier­tos y el méto­do dis­cur­si­vo tra­di­cio­nal pone al des­nu­do la ili­mi­ta­da con­fu­sión que rei­na hoy en las cien­cias natu­ra­les teó­ri­cas y que cons­ti­tu­ye la deses­pe­ra­ción de maes­tros y dis­cí­pu­los, de auto­res y lectores.

Sólo siguien­do la sen­da dia­léc­ti­ca, no per­dien­do jamás de vis­ta las innu­me­ra­bles accio­nes y reac­cio­nes gene­ra­les del deve­nir y del pere­cer, de los cam­bios de avan­ce y de retro­ce­so, lle­ga­mos a una con­cep­ción exac­ta del Uni­ver­so, de su desa­rro­llo y del desa­rro­llo de la huma­ni­dad, así como de la ima­gen pro­yec­ta­da por ese desa­rro­llo en las cabe­zas de los hom­bres. Y éste fue, en efec­to, el sen­ti­do en que empe­zó a tra­ba­jar, des­de el pri­mer momen­to, la moder­na filo­so­fía ale­ma­na. Kant comen­zó su carre­ra de filó­so­fo disol­vien­do el sis­te­ma solar esta­ble de New­ton y su dura­ción eter­na ‑des­pués de reci­bi­do el famo­so pri­mer impul­so- en un pro­ce­so his­tó­ri­co: en el naci­mien­to del Sol y de todos los pla­ne­tas a par­tir de una masa nebu­lo­sa en rota­ción. De aquí, dedu­jo ya la con­clu­sión de que este ori­gen impli­ca­ba tam­bién, nece­sa­ria­men­te, la muer­te futu­ra del sis­te­ma solar. Medio siglo des­pués, su teo­ría fue con­fir­ma­da mate­má­ti­ca­men­te por Lapla­ce, y, al cabo de otro medio siglo, el espec­tros­co­pio ha veni­do a demos­trar la exis­ten­cia en el espa­cio de esas masas ígneas de gas, en dife­ren­te gra­do de condensación.

La filo­so­fía ale­ma­na moder­na encon­tró su rema­te en el sis­te­ma de Hegel, en el que por vez pri­me­ra ‑y ése es su gran méri­to- se con­ci­be todo el mun­do de la natu­ra­le­za, de la his­to­ria y del espí­ri­tu como un pro­ce­so, es decir, en cons­tan­te movi­mien­to, cam­bio, trans­for­ma­ción y desa­rro­llo y se inten­ta ade­más poner de relie­ve la ínti­ma cone­xión que pre­si­de este pro­ce­so de movi­mien­to y desa­rro­llo. Con­tem­pla­da des­de este pun­to de vis­ta, la his­to­ria de la huma­ni­dad no apa­re­cía ya como un caos ári­do de vio­len­cias absur­das, igual­men­te con­de­na­bles todas ante el fue­ro de la razón filo­só­fi­ca hoy ya madu­ra, y bue­nas para ser olvi­da­das cuan­to antes, sino como el pro­ce­so de desa­rro­llo de la pro­pia huma­ni­dad, que al pen­sa­mien­to incum­bía aho­ra seguir en sus eta­pas gra­dua­les y a tra­vés de todos los extra­víos, y demos­trar la exis­ten­cia de leyes inter­nas que guían todo aque­llo que a pri­me­ra vis­ta pudie­ra creer­se obra del cie­go azar.

No impor­ta que el sis­te­ma de Hegel no resol­vie­se el pro­ble­ma que se plan­tea­ba. Su méri­to, que sen­tó épo­ca, con­sis­tió en haber­lo plan­tea­do. Por­que se tra­ta de un pro­ble­ma que nin­gún hom­bre solo pue­de resol­ver. Y aun­que Hegel era, con Saint-Simon, la cabe­za más uni­ver­sal de su tiem­po, su hori­zon­te hallá­ba­se cir­cuns­cri­to, en pri­mer lugar, por la limi­ta­ción inevi­ta­ble de sus pro­pios cono­ci­mien­tos, y, en segun­do lugar, por los cono­ci­mien­tos y con­cep­cio­nes de su épo­ca, limi­ta­dos tam­bién en exten­sión y pro­fun­di­dad. A esto hay que aña­dir una ter­ce­ra cir­cuns­tan­cia, Hegel era idea­lis­ta; es decir, que para él las ideas de su cabe­za no eran imá­ge­nes más o menos abs­trac­tas de los obje­tos y fenó­me­nos de la reali­dad, sino que estas cosas y su desa­rro­llo se le anto­ja­ban, por el con­tra­rio, pro­yec­cio­nes rea­li­za­das de la «Idea», que ya exis­tía no se sabe cómo, antes de que exis­tie­se el mun­do. Así, todo que­da­ba cabe­za aba­jo, y se vol­vía com­ple­ta­men­te del revés la con­ca­te­na­ción real del Uni­ver­so. Y por exac­tas y aún genia­les que fue­sen no pocas de las cone­xio­nes con­cre­tas con­ce­bi­das por Hegel, era inevi­ta­ble, por las razo­nes a que aca­ba­mos de alu­dir, que muchos de sus deta­lles tuvie­sen un carác­ter ama­ña­do arti­fi­cio­so, cons­trui­do; fal­so, en una pala­bra. El sis­te­ma de Hegel fue un abor­to gigan­tes­co, pero el últi­mo de su géne­ro. En efec­to, seguía ado­le­cien­do de una con­tra­dic­ción ínti­ma incu­ra­ble; pues, mien­tras de una par­te arran­ca­ba como supues­to esen­cial de la con­cep­ción his­tó­ri­ca, según la cual la his­to­ria huma­na es un pro­ce­so de desa­rro­llo que no pue­de, por su natu­ra­le­za, encon­trar rema­te inte­lec­tual en el des­cu­bri­mien­to de eso que lla­man ver­dad abso­lu­ta, de la otra se nos pre­sen­ta pre­ci­sa­men­te como suma y com­pen­dio de esa ver­dad abso­lu­ta. Un sis­te­ma uni­ver­sal y defi­ni­ti­va­men­te plas­ma­do del cono­ci­mien­to de la natu­ra­le­za y de la his­to­ria, es incom­pa­ti­ble con las leyes fun­da­men­ta­les del pen­sa­mien­to dia­léc­ti­co; lo cual no exclu­ye, sino que, lejos de ello, impli­ca que el cono­ci­mien­to sis­te­má­ti­co del mun­do exte­rior en su tota­li­dad pue­da pro­gre­sar gigan­tes­ca­men­te de gene­ra­ción en generación.

La con­cien­cia de la total inver­sión en que incu­rría el idea­lis­mo ale­mán, lle­vó nece­sa­ria­men­te al mate­ria­lis­mo; pero, adviér­ta­se bien, no a aquel mate­ria­lis­mo pura­men­te meta­fí­si­co y exclu­si­va­men­te mecá­ni­co del siglo XVIII. En opo­si­ción a la sim­ple repul­sa, inge­nua­men­te revo­lu­cio­na­ria, de toda la his­to­ria ante­rior, el mate­ria­lis­mo moderno ve en la his­to­ria el pro­ce­so de desa­rro­llo de la huma­ni­dad, cuyas leyes diná­mi­cas es misión suya des­cu­brir. Con­tra­ria­men­te a la idea de la natu­ra­le­za que impe­ra­ba en los fran­ce­ses del siglo XVIII, al igual que en Hegel, y en la que ésta se con­ce­bía como un todo per­ma­nen­te e inva­ria­ble, que se movía den­tro de ciclos cor­tos, con cuer­pos celes­tes eter­nos, tal y como se los repre­sen­ta­ba New­ton, y con espe­cies inva­ria­bles de seres orgá­ni­cos, como ense­ña­ra Lin­neo, el mate­ria­lis­mo moderno resu­me y com­pen­dia los nue­vos pro­gre­sos de las cien­cias natu­ra­les, según los cua­les la natu­ra­le­za tie­ne tam­bién su his­to­ria en el tiem­po, y los mun­dos, así como las espe­cies orgá­ni­cas que en con­di­cio­nes pro­pi­cias los habi­tan, nacen y mue­ren, y los ciclos, en el gra­do en que son admi­si­bles, revis­ten dimen­sio­nes infi­ni­ta­men­te más gran­dio­sas. Tan­to en uno como en otro caso, el mate­ria­lis­mo moderno es subs­tan­cial­men­te dia­léc­ti­co y no nece­si­ta ya de una filo­so­fía que se halla por enci­ma de las demás cien­cias. Des­de el momen­to en que cada cien­cia tie­ne que ren­dir cuen­tas de la posi­ción que ocu­pa en el cua­dro uni­ver­sal de las cosas y del cono­ci­mien­to de éstas, no hay ya mar­gen para una cien­cia espe­cial­men­te con­sa­gra­da a estu­diar las con­ca­te­na­cio­nes uni­ver­sa­les. Todo lo que que­da en pie de la ante­rior filo­so­fía, con exis­ten­cia pro­pia, es la teo­ría del pen­sar y de sus leyes: la lógi­ca for­mal y la dia­léc­ti­ca. Lo demás se disuel­ve en la cien­cia posi­ti­va de la natu­ra­le­za y de la historia.

Sin embar­go, mien­tras que esta revo­lu­ción en la con­cep­ción de la natu­ra­le­za sólo había podi­do impo­ner­se en la medi­da en que la inves­ti­ga­ción sumi­nis­tra­ba a la cien­cia los mate­ria­les posi­ti­vos corres­pon­dien­tes, hacía ya mucho tiem­po que se habían reve­la­do cier­tos hechos his­tó­ri­cos que impri­mie­ron un vira­je deci­si­vo al modo de enfo­car la his­to­ria. En 1831, esta­lla en Lyon la pri­me­ra insu­rrec­ción obre­ra, y de 1838 a 1842 alcan­za su apo­geo el pri­mer movi­mien­to obre­ro nacio­nal: el de los car­tis­tas ingle­ses. La lucha de cla­ses entre el pro­le­ta­ria­do y la bur­gue­sía pasó a ocu­par el pri­mer plano de la his­to­ria de los paí­ses euro­peos más avan­za­dos, al mis­mo rit­mo con que se desa­rro­lla­ba en ellos, por una par­te, la gran indus­tria, y por otra, la domi­na­ción polí­ti­ca recién con­quis­ta­da de la bur­gue­sía. Los hechos venían a dar un men­tís cada vez más rotun­do a las doc­tri­nas eco­nó­mi­cas bur­gue­sas de la iden­ti­dad de intere­ses entre el capi­tal y el tra­ba­jo y de la armo­nía uni­ver­sal y el bien­es­tar gene­ral de las nacio­nes, como fru­to de la libre con­cu­rren­cia. No había mane­ra de pasar por alto estos hechos, ni era tam­po­co posi­ble igno­rar el socia­lis­mo fran­cés e inglés, expre­sión teó­ri­ca suya, por muy imper­fec­ta que fue­se. Pero la vie­ja con­cep­ción idea­lis­ta de la his­to­ria, que aún no había sido des­pla­za­da, no cono­cía luchas de cla­ses basa­das en intere­ses mate­ria­les, ni cono­cía intere­ses mate­ria­les de nin­gún géne­ro; para ella, la pro­duc­ción, al igual que todas las rela­cio­nes eco­nó­mi­cas, sólo exis­tía acce­so­ria­men­te, como un ele­men­to secun­da­rio den­tro de la «his­to­ria cultural».

Los nue­vos hechos obli­ga­ron a some­ter toda la his­to­ria ante­rior a nue­vas inves­ti­ga­cio­nes, enton­ces se vio que, con excep­ción del esta­do pri­mi­ti­vo, toda la his­to­ria ante­rior había sido la his­to­ria de las luchas de cla­ses, y que estas cla­ses socia­les pug­nan­tes entre sí eran en todas las épo­cas fru­to de las rela­cio­nes de pro­duc­ción y de cam­bio, es decir, de las rela­cio­nes eco­nó­mi­cas de su épo­ca: que la estruc­tu­ra eco­nó­mi­ca de la socie­dad en cada épo­ca de la his­to­ria cons­ti­tu­ye, por tan­to, la base real cuyas pro­pie­da­des expli­can en últi­ma ins­tan­cia, toda la super­es­truc­tu­ra inte­gra­da por las ins­ti­tu­cio­nes jurí­di­cas y polí­ti­cas, así como por la ideo­lo­gía reli­gio­sa, filo­só­fi­ca, etc., de cada perío­do his­tó­ri­co. Hegel había libe­ra­do a la con­cep­ción de la his­to­ria de la meta­fí­si­ca, la había hecho dia­léc­ti­ca; pero su inter­pre­ta­ción de la his­to­ria era esen­cial­men­te idea­lis­ta. Aho­ra, el idea­lis­mo que­da­ba desahu­cia­do de su últi­mo reduc­to, de la con­cep­ción de la his­to­ria, sus­ti­tu­yén­do­lo una con­cep­ción mate­ria­lis­ta de la his­to­ria, con lo que se abría el camino para expli­car la con­cien­cia del hom­bre por su exis­ten­cia, y no ésta por su con­cien­cia, que has­ta enton­ces era lo tradicional.

De este modo el socia­lis­mo no apa­re­cía ya como el des­cu­bri­mien­to casual de tal o cual inte­lec­to de genio, sino como el pro­duc­to nece­sa­rio de la lucha entre dos cla­ses for­ma­das his­tó­ri­ca­men­te: el pro­le­ta­ria­do y la bur­gue­sía. Su misión ya no era ela­bo­rar un sis­te­ma lo más per­fec­to posi­ble de socie­dad, sino inves­ti­gar el pro­ce­so his­tó­ri­co eco­nó­mi­co del que for­zo­sa­men­te tenían que bro­tar estas cla­ses y su con­flic­to, des­cu­brien­do los medios para la solu­ción de éste en la situa­ción eco­nó­mi­ca así crea­da. Pero el socia­lis­mo tra­di­cio­nal era incom­pa­ti­ble con esta nue­va con­cep­ción mate­ria­lis­ta de la his­to­ria, ni más ni menos que la con­cep­ción de la natu­ra­le­za del mate­ria­lis­mo fran­cés no podía ave­nir­se con la dia­léc­ti­ca y las nue­vas cien­cias natu­ra­les. En efec­to, el socia­lis­mo ante­rior cri­ti­ca­ba el modo capi­ta­lis­ta de pro­duc­ción exis­ten­te y sus con­se­cuen­cias, pero no acer­ta­ba a expli­car­lo, ni podía, por tan­to, des­truir­lo ideo­ló­gi­ca­men­te, no se le alcan­za­ba más que repu­diar­lo, lisa y lla­na­men­te, como malo. Cuan­to más vio­len­ta­men­te cla­ma­ba con­tra la explo­ta­ción de la cla­se obre­ra, inse­pa­ra­ble de este modo de pro­duc­ción, menos esta­ba en con­di­cio­nes de indi­car cla­ra­men­te en qué con­sis­tía y cómo nacía esta explo­ta­ción. Mas de lo que se tra­ta­ba era, por una par­te, expo­ner ese modo capi­ta­lis­ta de pro­duc­ción en sus cone­xio­nes his­tó­ri­cas y como nece­sa­rio para una deter­mi­na­da épo­ca de la his­to­ria, demos­tran­do con ello tam­bién la nece­si­dad de su caí­da, y, por otra par­te, poner al des­nu­do su carác­ter interno, ocul­to toda­vía. Este se puso de mani­fies­to con el des­cu­bri­mien­to de la plus­va­lía. Des­cu­bri­mien­to que vino a reve­lar que el régi­men capi­ta­lis­ta de pro­duc­ción y la explo­ta­ción del obre­ro, que de él se deri­va, tenían por for­ma fun­da­men­tal la apro­pia­ción de tra­ba­jo no retri­bui­do; que el capi­ta­lis­ta, aun cuan­do com­pra la fuer­za de tra­ba­jo de su obre­ro por todo su valor, por todo el valor que repre­sen­ta como mer­can­cía en el mer­ca­do, saca siem­pre de ella más valor que lo que le paga y que esta plus­va­lía es, en últi­ma ins­tan­cia, la suma de valor de don­de pro­vie­ne la masa cada vez mayor del capi­tal acu­mu­la­da en manos de las cla­ses posee­do­ras. El pro­ce­so de la pro­duc­ción capi­ta­lis­ta y el de la pro­duc­ción de capi­tal que­da­ban explicados.

Estos dos gran­des des­cu­bri­mien­tos: la con­cep­ción mate­ria­lis­ta de la his­to­ria y la reve­la­ción del secre­to de la pro­duc­ción capi­ta­lis­ta, median­te la plus­va­lía, se los debe­mos a Marx. Gra­cias a ellos, el socia­lis­mo se con­vier­te en una cien­cia, que sólo nos que­da por desa­rro­llar en todos sus deta­lles y concatenaciones.

Notas

[§§§§§] Biblia. Evan­ge­lio de Mateo, cap. 5, ver­so 37. (N. de la Edit.)

[42] Trá­ta­se del perío­do com­pren­di­do entre el siglo III a. de n. e. y el siglo VII de n. e., que debe su deno­mi­na­ción a la ciu­dad egip­cia de Ale­jan­dría (a ori­llas del Medi­te­rrá­neo), uno de los cen­tros más impor­tan­tes de las rela­cio­nes eco­nó­mi­cas inter­na­cio­na­les de aque­lla épo­ca. En el perío­do ale­jan­drino adqui­rie­ron gran desa­rro­llo varias cien­cias: las mate­má­ti­cas, la mecá­ni­ca (Eucli­des y Arquí­me­des), la geo­gra­fía, la astro­no­mía, la ana­to­mía, la fisio­lo­gía, etc.


III

La con­cep­ción mate­ria­lis­ta de la his­to­ria par­te de la tesis de que la pro­duc­ción, y tras ella el cam­bio de sus pro­duc­tos, es la base de todo orden social; de que en todas las socie­da­des que des­fi­lan por la his­to­ria, la dis­tri­bu­ción de los pro­duc­tos, y jun­to a ella la divi­sión social de los hom­bres en cla­ses o esta­men­tos, es deter­mi­na­da por lo que la socie­dad pro­du­ce y cómo lo pro­du­ce y por el modo de cam­biar sus pro­duc­tos. Según eso, las últi­mas cau­sas de todos los cam­bios socia­les y de todas las revo­lu­cio­nes polí­ti­cas no deben bus­car­se en las cabe­zas de los hom­bres ni en la idea que ellos se for­jen de la ver­dad eter­na ni de la eter­na jus­ti­cia, sino en las trans­for­ma­cio­nes ope­ra­das en el modo de pro­duc­ción y de cam­bio; han de bus­car­se no en la filo­so­fía, sino en la eco­no­mía de la épo­ca de que se tra­ta. Cuan­do nace en los hom­bres la con­cien­cia de que las ins­ti­tu­cio­nes socia­les vigen­tes son irra­cio­na­les e injus­tas, de que la razón se ha tor­na­do en sin­ra­zón y la ben­di­ción en pla­ga[******], esto no es mas que un indi­cio de que en los méto­dos de pro­duc­ción y en las for­mas de cam­bio se han pro­du­ci­do calla­da­men­te trans­for­ma­cio­nes con las que ya no con­cuer­da el orden social, cor­ta­do por el patrón de con­di­cio­nes eco­nó­mi­cas ante­rio­res. Con ello que­da que en las nue­vas rela­cio­nes de pro­duc­ción han de con­te­ner­se ya ‑más o menos desa­rro­lla­dos- los medios nece­sa­rios para poner tér­mino a los males des­cu­bier­tos. Y esos medios no han de sacar­se de la cabe­za de nadie, sino que es la cabe­za la que tie­ne que des­cu­brir­los en los hechos mate­ria­les de la pro­duc­ción, tal y como los ofre­ce la realidad.

¿Cuál es, en este aspec­to, la posi­ción del socia­lis­mo moderno?

El orden social vigen­te ‑ver­dad reco­no­ci­da hoy por casi todo el mun­do- es obra de la cla­se domi­nan­te de los tiem­pos moder­nos de la bur­gue­sía. El modo de pro­duc­ción pro­pio de la bur­gue­sía, al que des­de Marx se da el nom­bre de modo capi­ta­lis­ta de pro­duc­ción, era incom­pa­ti­ble con los pri­vi­le­gios loca­les y de los esta­men­tos, como lo era con los víncu­los inter­per­so­na­les del orden feu­dal. La bur­gue­sía echó por tie­rra el orden feu­dal y levan­tó sobre sus rui­nas el régi­men de la socie­dad bur­gue­sa, el impe­rio de la libre con­cu­rren­cia, de la liber­tad de domi­ci­lio, de la igual­dad de dere­chos de los posee­do­res de las mer­can­cías y tan­tas otras mara­vi­llas bur­gue­sas más. Aho­ra ya podía desa­rro­llar­se libre­men­te el modo capi­ta­lis­ta de pro­duc­ción. Y al venir el vapor y la nue­va pro­duc­ción maqui­ni­za­da y trans­for­mar la anti­gua manu­fac­tu­ra en gran indus­tria, las fuer­zas pro­duc­ti­vas crea­das y pues­tas en movi­mien­to bajo el man­do de la bur­gue­sía se desa­rro­lla­ron con una velo­ci­dad inau­di­ta y en pro­por­cio­nes des­co­no­ci­das has­ta enton­ces. Pero, del mis­mo modo que en su tiem­po la manu­fac­tu­ra y la arte­sa­nía, que seguía desa­rro­llán­do­se bajo su influen­cia, cho­ca­ron con las tra­bas feu­da­les de los gre­mios, hoy la gran indus­tria, al lle­gar a un nivel de desa­rro­llo más alto, no cabe ya den­tro del estre­cho mar­co en que la tie­ne cohi­bi­da el modo capi­ta­lis­ta de pro­duc­ción. Las nue­vas fuer­zas pro­duc­ti­vas des­bor­dan ya la for­ma bur­gue­sa en que son explo­ta­das, y este con­flic­to entre las fuer­zas pro­duc­ti­vas y el modo de pro­duc­ción no es pre­ci­sa­men­te un con­flic­to plan­tea­do en las cabe­zas de los hom­bres, algo así como el con­flic­to entre el peca­do ori­gi­nal del hom­bre y la jus­ti­cia divi­na, sino que exis­te en la reali­dad, obje­ti­va­men­te, fue­ra de noso­tros, inde­pen­dien­te­men­te de la volun­tad o de la acti­vi­dad de los mis­mos hom­bres que lo han pro­vo­ca­do. El socia­lis­mo moderno no es más que el refle­jo de este con­flic­to mate­rial en la men­te, su pro­yec­ción ideal en las cabe­zas, empe­zan­do por las de la cla­se que sufre direc­ta­men­te sus con­se­cuen­cias: la cla­se obrera.

¿En qué con­sis­te este conflicto?

Antes de sobre­ve­nir la pro­duc­ción capi­ta­lis­ta, es decir, en la Edad Media, regía con carác­ter gene­ral la peque­ña pro­duc­ción, basa­da en la pro­pie­dad pri­va­da del tra­ba­ja­dor sobre sus medios de pro­duc­ción: en el cam­po, la agri­cul­tu­ra corría a car­go de peque­ños labra­do­res, libres o sier­vos; en las ciu­da­des, la indus­tria esta­ba en manos de los arte­sa­nos. Los medios de tra­ba­jo ‑la tie­rra, los ape­ros de labran­za, el taller, las herra­mien­tas- eran medios de tra­ba­jo indi­vi­dual, des­ti­na­dos tan sólo al uso indi­vi­dual y, por tan­to, for­zo­sa­men­te, mez­qui­nos, dimi­nu­tos, limi­ta­dos. Pero esto mis­mo hacía que per­te­ne­cie­sen, por lo gene­ral, al pro­pio pro­duc­tor. El papel his­tó­ri­co del modo capi­ta­lis­ta de pro­duc­ción y de su por­ta­do­ra, la bur­gue­sía, con­sis­tió pre­ci­sa­men­te en con­cen­trar y desa­rro­llar estos dis­per­sos y mez­qui­nos medios de pro­duc­ción, trans­for­mán­do­los en las poten­tes palan­cas de la pro­duc­ción de los tiem­pos actua­les. Este pro­ce­so, que vie­ne desa­rro­llan­do la bur­gue­sía des­de el siglo XV y que pasa his­tó­ri­ca­men­te por las tres eta­pas de la coope­ra­ción sim­ple, la manu­fac­tu­ra y la gran indus­tria, apa­re­ce minu­cio­sa­men­te expues­to par Marx en la sec­ción cuar­ta de «El Capi­tal». Pero la bur­gue­sía, como asi­mis­mo que­da demos­tra­do en dicha obra, no podía con­ver­tir esos pri­mi­ti­vos medios de pro­duc­ción en pode­ro­sas fuer­zas pro­duc­ti­vas sin con­ver­tir­las de medios indi­vi­dua­les de pro­duc­ción en medios socia­les, sólo mane­ja­bles por una colec­ti­vi­dad de hom­bres. La rue­ca, el telar manual, el mar­ti­llo del herre­ro fue­ron sus­ti­tui­dos por la máqui­na de hilar, por el telar mecá­ni­co, por el mar­ti­llo movi­do a vapor; el taller indi­vi­dual cedió el pues­to a la fábri­ca, que impo­ne la coope­ra­ción de cien­tos y miles de obre­ros. Y, con los medios de pro­duc­ción, se trans­for­mó la pro­duc­ción mis­ma, dejan­do de ser una cade­na de actos indi­vi­dua­les para con­ver­tir­se en una cade­na de actos socia­les, y los pro­duc­tos indi­vi­dua­les, en pro­duc­tos socia­les. El hilo, las telas, los artícu­los de metal que aho­ra salían de la fábri­ca eran pro­duc­to del tra­ba­jo colec­ti­vo de un gran núme­ro de obre­ros, por cuyas manos tenía que pasar suce­si­va­men­te para su ela­bo­ra­ción. Ya nadie podía decir: esto lo he hecho yo, este pro­duc­to es mío.

Pero allí don­de la pro­duc­ción tie­ne por for­ma car­di­nal esa divi­sión social del tra­ba­jo crea­da pau­la­ti­na­men­te, por impul­so ele­men­tal, sin suje­ción a plan alguno, la pro­duc­ción impri­me a los pro­duc­tos la for­ma de mer­can­cía, cuyo inter­cam­bio, com­pra y ven­ta, per­mi­te a los dis­tin­tos pro­duc­to­res indi­vi­dua­les satis­fa­cer sus diver­sas nece­si­da­des. Y esto era lo que acon­te­cía en la Edad Media. El cam­pe­sino, por ejem­plo, ven­día al arte­sano los pro­duc­tos de la tie­rra, com­prán­do­le a cam­bio los artícu­los ela­bo­ra­dos en su taller. En esta socie­dad de pro­duc­to­res indi­vi­dua­les, de pro­duc­to­res de mer­can­cías, vino a intro­du­cir­se más tar­de el nue­vo modo de pro­duc­ción. En medio de aque­lla divi­sión espon­tá­nea del tra­ba­jo sin plan ni sis­te­ma, que impe­ra­ba en el seno de toda la socie­dad, el nue­vo modo de pro­duc­ción implan­tó la divi­sión pla­ni­fi­ca­da del tra­ba­jo den­tro de cada fábri­ca: al lado de la pro­duc­ción indi­vi­dual, sur­gió la pro­duc­ción social. Los pro­duc­tos de ambas se ven­dían en el mis­mo mer­ca­do, y por lo tan­to, a pre­cios apro­xi­ma­da­men­te igua­les. Pero la orga­ni­za­ción pla­ni­fi­ca­da podía más que la divi­sión espon­tá­nea del tra­ba­jo; las fábri­cas en que el tra­ba­jo esta­ba orga­ni­za­do social­men­te ela­bo­ra­ban pro­duc­tos más bara­tos que los peque­ños pro­duc­to­res indi­vi­dua­les. La pro­duc­ción indi­vi­dual fue sucum­bien­do poco a poco en todos los cam­pos, y la pro­duc­ción social revo­lu­cio­nó todo el anti­guo modo de pro­duc­ción. Sin embar­go, este carác­ter revo­lu­cio­na­rio suyo pasa­ba des­aper­ci­bi­do; tan des­aper­ci­bi­do, que, por el con­tra­rio, se implan­ta­ba con la úni­ca y exclu­si­va fina­li­dad de aumen­tar y fomen­tar la pro­duc­ción de mer­can­cías. Nació direc­ta­men­te liga­da a cier­tos resor­tes de pro­duc­ción e inter­cam­bio de mer­can­cías que ya venían fun­cio­nan­do: el capi­tal comer­cial, la indus­tria arte­sa­na y el tra­ba­jo asa­la­ria­do. Y ya que sur­gía como una nue­va for­ma de pro­duc­ción de mer­can­cías, man­tu­vié­ron­se en pleno vigor bajo ella las for­mas de apro­pia­ción de la pro­duc­ción de mercancías.

En la pro­duc­ción de mer­can­cías, tal como se había desa­rro­lla­do en la Edad Media, no podía sur­gir el pro­ble­ma de a quién debían per­te­ne­cer los pro­duc­tos del tra­ba­jo. El pro­duc­tor indi­vi­dual los crea­ba, por lo común, con mate­rias pri­mas de su pro­pie­dad, pro­du­ci­das no pocas veces por él mis­mo, con sus pro­pios medios de tra­ba­jo y ela­bo­ra­dos con su pro­pio tra­ba­jo manual o el de su fami­lia. No nece­si­ta­ba, por tan­to, apro­piár­se­los, pues ya eran suyos por el mero hecho de pro­du­cir­los. La pro­pie­dad de los pro­duc­tos basá­ba­se, pues, en el tra­ba­jo per­so­nal. Y aún en aque­llos casos en que se emplea­ba la ayu­da aje­na, ésta era, por lo común, cosa acce­so­ria y reci­bía fre­cuen­te­men­te, ade­más del sala­rio, otra com­pen­sa­ción: el apren­diz y el ofi­cial de los gre­mios no tra­ba­ja­ban tan­to por el sala­rio y la comi­da como para apren­der y lle­gar a ser algún día maes­tros. Pero sobre­vie­ne la con­cen­tra­ción de los medios de pro­duc­ción en gran­des talle­res y manu­fac­tu­ras, su trans­for­ma­ción en medios de pro­duc­ción real­men­te socia­les. No obs­tan­te, estos medios de pro­duc­ción y sus pro­duc­tos socia­les eran con­si­de­ra­dos como si siguie­sen sien­do lo que eran antes: medios de pro­duc­ción y pro­duc­tos indi­vi­dua­les. Y si has­ta aquí el pro­pie­ta­rio de los medios de tra­ba­jo se había apro­pia­do de los pro­duc­tos, por­que eran, gene­ral­men­te, pro­duc­tos suyos y la ayu­da aje­na cons­ti­tuía una excep­ción, aho­ra el pro­pie­ta­rio de los medios de tra­ba­jo seguía apro­pián­do­se el pro­duc­to, aun­que éste ya no era un pro­duc­to suyo, sino fru­to exclu­si­vo del tra­ba­jo ajeno. De este modo, los pro­duc­tos, crea­dos aho­ra social­men­te, no pasa­ban a ser pro­pie­dad de aque­llos que habían pues­to real­men­te en mar­cha los medios de pro­duc­ción y que eran sus ver­da­de­ros crea­do­res, sino del capi­ta­lis­ta. Los medios de pro­duc­ción y la pro­duc­ción se habían con­ver­ti­do esen­cial­men­te en fac­to­res socia­les. Y, sin embar­go, veían­se some­ti­dos a una for­ma de apro­pia­ción que pre­su­po­ne la pro­duc­ción pri­va­da indi­vi­dual, es decir, aque­lla en que cada cual es due­ño de su pro­pio pro­duc­to y, como tal, acu­de con él al mer­ca­do. El modo de pro­duc­ción se ve suje­to a esta for­ma de apro­pia­ción, a pesar de que des­tru­ye el supues­to sobre que des­can­sa[††††††]. En esta con­tra­dic­ción, que impri­me al nue­vo modo de pro­duc­ción su carác­ter capi­ta­lis­ta, se encie­rra, en ger­men, todo el con­flic­to de los tiem­pos actua­les. Y cuan­to más el nue­vo modo de pro­duc­ción se impo­ne e impe­ra en todos los cam­pos fun­da­men­ta­les de la pro­duc­ción y en todos los paí­ses eco­nó­mi­ca­men­te impor­tan­tes, des­pla­zan­do a la pro­duc­ción indi­vi­dual, sal­vo ves­ti­gios insig­ni­fi­can­tes, mayor es la evi­den­cia con que se reve­la la incom­pa­ti­bi­li­dad entre la pro­duc­ción social y la apro­pia­ción capi­ta­lis­ta.

Los pri­me­ros capi­ta­lis­tas se encon­tra­ron ya, como que­da dicho, con la for­ma del tra­ba­jo asa­la­ria­do. Pero como excep­ción, como ocu­pa­ción secun­da­ria, auxi­liar, como pun­to de tran­si­ción. El labra­dor que salía de vez en cuan­do a ganar un jor­nal, tenía sus dos fane­gas de tie­rra pro­pia, de las que, en caso extre­mo, podía vivir. Las orde­nan­zas gre­mia­les vela­ban por que los ofi­cia­les de hoy se con­vir­tie­sen maña­na en maes­tros. Pero, tan pron­to como los medios de pro­duc­ción adqui­rie­ron un carác­ter social y se con­cen­tra­ron en manos de los capi­ta­lis­tas, las cosas cam­bia­ron. Los medios de pro­duc­ción y los pro­duc­tos del peque­ño pro­duc­tor indi­vi­dual fue­ron depre­cián­do­se cada vez más, has­ta que a este peque­ño pro­duc­tor no le que­dó otro recur­so que colo­car­se a ganar un jor­nal paga­do por el capi­ta­lis­ta. El tra­ba­jo asa­la­ria­do, que antes era excep­ción y ocu­pa­ción auxi­liar se con­vir­tió en regla y for­ma fun­da­men­tal de toda la pro­duc­ción, y la que antes era ocu­pa­ción acce­so­ria se con­vier­te aho­ra en ocu­pa­ción exclu­si­va del obre­ro. El obre­ro asa­la­ria­do tem­po­ral se con­vir­tió en asa­la­ria­do para toda la vida. Ade­más, la muche­dum­bre de estos asa­la­ria­dos de por vida se ve gigan­tes­ca­men­te engro­sa­da por el derrum­be simul­tá­neo del orden feu­dal, por la diso­lu­ción de las mes­na­das de los seño­res feu­da­les, la expul­sión de los cam­pe­si­nos de sus fin­cas, etc. Se ha rea­li­za­do el com­ple­to divor­cio entre los medios de pro­duc­ción con­cen­tra­dos en manos de los capi­ta­lis­tas, de un lado, y de otro, los pro­duc­to­res que no poseían más que su pro­pia fuer­za de tra­ba­jo. La con­tra­dic­ción entre la pro­duc­ción social y la apro­pia­ción capi­ta­lis­ta se mani­fies­ta como anta­go­nis­mo entre el pro­le­ta­ria­do y la bur­gue­sía.

Hemos vis­to que el modo de pro­duc­ción capi­ta­lis­ta vino a intro­du­cir­se en una socie­dad de pro­duc­to­res de mer­can­cías, de pro­duc­to­res indi­vi­dua­les, cuyo víncu­lo social era el cam­bio de sus pro­duc­tos. Pero toda socie­dad basa­da en la pro­duc­ción de mer­can­cías pre­sen­ta la par­ti­cu­la­ri­dad de que en ella los pro­duc­to­res pier­den el man­do sobre sus pro­pias rela­cio­nes socia­les. Cada cual pro­du­ce por su cuen­ta, con los medios de pro­duc­ción de que acier­ta a dis­po­ner, y para las nece­si­da­des de su inter­cam­bio pri­va­do. Nadie sabe qué can­ti­dad de artícu­los de la mis­ma cla­se que los suyos se lan­za al mer­ca­do, ni cuán­tos nece­si­ta éste; nadie sabe si su pro­duc­to indi­vi­dual res­pon­de a una deman­da efec­ti­va, ni si podrá cubrir los gas­tos, ni siquie­ra, en gene­ral, si podrá ven­der­lo. La anar­quía impe­ra en la pro­duc­ción social. Pero la pro­duc­ción de mer­can­cías tie­ne, como toda for­ma de pro­duc­ción, sus leyes carac­te­rís­ti­cas, espe­cí­fi­cas e inse­pa­ra­bles de la mis­ma; y estas leyes se abren paso a pesar de la anar­quía, en la mis­ma anar­quía y a tra­vés de ella. Toman cuer­po en la úni­ca for­ma de liga­zón social que sub­sis­te: en el cam­bio, y se impo­nen a los pro­duc­to­res indi­vi­dua­les bajo la for­ma de las leyes impe­ra­ti­vas de la com­pe­ten­cia. En un prin­ci­pio, por tan­to, estos pro­duc­to­res las igno­ran, y es nece­sa­rio que una lar­ga expe­rien­cia las vaya reve­lan­do poco a poco. Se impo­nen, pues, sin los pro­duc­to­res y aún en con­tra de ellos, como leyes natu­ra­les cie­gas que pre­si­den esta for­ma de pro­duc­ción. El pro­duc­to impe­ra sobre el productor.

En la socie­dad medie­val, y sobre todo en los pri­me­ros siglos de ella, la pro­duc­ción esta­ba des­ti­na­da prin­ci­pal­men­te al con­su­mo pro­pio, a satis­fa­cer sólo las nece­si­da­des del pro­duc­tor y de su fami­lia. Y allí don­de, como acon­te­cía en el cam­po, sub­sis­tían rela­cio­nes per­so­na­les de vasa­lla­je, con­tri­buía tam­bién a satis­fa­cer las nece­si­da­des del señor feu­dal. No se pro­du­cía, pues, inter­cam­bio alguno, ni los pro­duc­tos reves­tían, por lo tan­to, el carác­ter de mer­can­cías. La fami­lia del labra­dor pro­du­cía casi todos los obje­tos que nece­si­ta­ba: ape­ros, ropas y víve­res. Sólo empe­zó a pro­du­cir mer­can­cías cuan­do con­si­guió crear un rema­nen­te de pro­duc­tos, des­pués de cubrir sus nece­si­da­des pro­pias y los tri­bu­tos en espe­cie que había de pagar al señor feu­dal; este rema­nen­te, lan­za­do al inter­cam­bio social, al mer­ca­do, para su ven­ta, se con­vir­tió en mer­can­cía. Los arte­sa­nos de las ciu­da­des, por cier­to, tuvie­ron que pro­du­cir para el mer­ca­do ya des­de el pri­mer momen­to. Pero tam­bién obte­nían ellos mis­mos la mayor par­te de los pro­duc­tos que nece­si­ta­ban para su con­su­mo; tenían sus huer­tos y sus peque­ños cam­pos, apa­cen­ta­ban su gana­do en los bos­ques comu­na­les, que ade­más les sumi­nis­tra­ban la made­ra y la leña; sus muje­res hila­ban el lino y la lana, etc. La pro­duc­ción para el cam­bio, la pro­duc­ción de mer­can­cías, esta­ba en sus comien­zos. Por eso el inter­cam­bio era limi­ta­do, el mer­ca­do redu­ci­do, el modo de pro­duc­ción esta­ble. Fren­te al exte­rior impe­ra­ba el exclu­si­vis­mo local; en el inte­rior, la aso­cia­ción local: la mar­ca[‡‡‡‡‡‡] en el cam­po, los gre­mios en las ciudades.

Pero al exten­der­se la pro­duc­ción de mer­can­cías y, sobre todo, al apa­re­cer el modo capi­ta­lis­ta de pro­duc­ción, las leyes de pro­duc­ción de mer­can­cías, que has­ta aquí ape­nas habían dado seña­les de vida, entran en fun­cio­nes de una mane­ra fran­ca y poten­te. Las anti­guas aso­cia­cio­nes empie­zan a per­der fuer­za, las anti­guas fron­te­ras loca­les se vie­nen a tie­rra, los pro­duc­to­res se con­vier­ten más y más en pro­duc­to­res de mer­can­cías inde­pen­dien­tes y ais­la­dos. La anar­quía de la pro­duc­ción social sale a la luz y se agu­di­za cada vez más. Pero el ins­tru­men­to prin­ci­pal con el que el modo capi­ta­lis­ta de pro­duc­ción fomen­ta esta anar­quía en la pro­duc­ción social es pre­ci­sa­men­te lo inver­so de la anar­quía: la cre­cien­te orga­ni­za­ción de la pro­duc­ción con carác­ter social, den­tro de cada esta­ble­ci­mien­to de pro­duc­ción. Con este resor­te, pone fin a la vie­ja esta­bi­li­dad pací­fi­ca. Allí don­de se implan­ta en una rama indus­trial, no tole­ra a su lado nin­guno de los vie­jos méto­dos. Don­de se adue­ña de la indus­tria arte­sa­na, la des­tru­ye y ani­qui­la. El terreno del tra­ba­jo se con­vier­te en un cam­po de bata­lla. Los gran­des des­cu­bri­mien­tos geo­grá­fi­cos y las empre­sas de colo­ni­za­ción que les siguen, mul­ti­pli­can los mer­ca­dos y ace­le­ran el pro­ce­so de trans­for­ma­ción del taller del arte­sano en manu­fac­tu­ra. Y la lucha no esta­lla sola­men­te entre los pro­duc­to­res loca­les ais­la­dos; las con­tien­das loca­les van cobran­do volu­men nacio­nal, y sur­gen las gue­rras comer­cia­les de los siglos XVII y XVIII. Has­ta que, por fin, la gran indus­tria y la implan­ta­ción del mer­ca­do mun­dial dan carác­ter uni­ver­sal a la lucha, a la par que le impri­men una inau­di­ta vio­len­cia. Lo mis­mo entre los capi­ta­lis­tas indi­vi­dua­les que entre indus­trias y paí­ses ente­ros, la pose­sión de las con­di­cio­nes ‑natu­ra­les o arti­fi­cial­men­te crea­das- de la pro­duc­ción, deci­de la lucha por la exis­ten­cia. El que sucum­be es arro­lla­do sin pie­dad. Es la lucha dar­vi­nis­ta por la exis­ten­cia indi­vi­dual, trans­plan­ta­da, con redo­bla­da furia, de la natu­ra­le­za a la socie­dad. Las con­di­cio­nes natu­ra­les de vida de la bes­tia se con­vier­ten en el pun­to cul­mi­nan­te del desa­rro­llo humano. La con­tra­dic­ción entre la pro­duc­ción social y la apro­pia­ción capi­ta­lis­ta se mani­fies­ta aho­ra como anta­go­nis­mo entre la orga­ni­za­ción de la pro­duc­ción den­tro de cada fábri­ca y la anar­quía de la pro­duc­ción en el seno de toda la socie­dad.

El modo capi­ta­lis­ta de pro­duc­ción se mue­ve en estas dos for­mas de mani­fes­ta­ción de la con­tra­dic­ción inhe­ren­te a él por sus mis­mos orí­ge­nes, des­cri­bien­do sin ape­la­ción aquel «círcu­lo vicio­so» que ya puso de mani­fies­to Fou­rier. Pero lo que Fou­rier, en su épo­ca, no podía ver toda­vía era que este círcu­lo va redu­cién­do­se gra­dual­men­te, que el movi­mien­to se desa­rro­lla más bien en espi­ral y tie­ne que lle­gar nece­sa­ria­men­te a su fin, como el movi­mien­to de los pla­ne­tas, cho­can­do con el cen­tro. Es la fuer­za pro­pul­so­ra de la anar­quía social de la pro­duc­ción la que con­vier­te a la inmen­sa mayo­ría de los hom­bres, cada vez más mar­ca­da­men­te, en pro­le­ta­rios, y estas masas pro­le­ta­rias serán, a su vez, las que, por últi­mo, pon­drán fin a la anar­quía de la pro­duc­ción. Es la fuer­za pro­pul­so­ra de la anar­quía social de la pro­duc­ción la que con­vier­te la capa­ci­dad infi­ni­ta de per­fec­cio­na­mien­to de las máqui­nas de la gran indus­tria en un pre­cep­to impe­ra­ti­vo, que obli­ga a todo capi­ta­lis­ta indus­trial a mejo­rar con­ti­nua­men­te su maqui­na­ria, so pena de pere­cer. Pero mejo­rar la maqui­na­ria equi­va­le a hacer super­flua una masa de tra­ba­jo humano. Y así como la implan­ta­ción y el aumen­to cuan­ti­ta­ti­vo de la maqui­na­ria tra­je­ron con­si­go el des­pla­za­mien­to de millo­nes de obre­ros manua­les por un núme­ro redu­ci­do de obre­ros mecá­ni­cos, su per­fec­cio­na­mien­to deter­mi­na la eli­mi­na­ción de un núme­ro cada vez mayor de obre­ros de las máqui­nas, y, en últi­ma ins­tan­cia, la crea­ción de una masa de obre­ros dis­po­ni­bles que sobre­pu­ja la nece­si­dad media de ocu­pa­ción del capi­tal, de un ver­da­de­ro ejér­ci­to indus­trial de reser­va, como yo hube de lla­mar­lo ya en 1845[§§§§§§], de un ejér­ci­to de tra­ba­ja­do­res dis­po­ni­bles para los tiem­pos en que la indus­tria tra­ba­ja a todo vapor y que lue­go, en las cri­sis que sobre­vie­nen nece­sa­ria­men­te des­pués de esos perío­dos, se ve lan­za­do a la calle, cons­ti­tu­yen­do en todo momen­to un gri­lle­te ata­do a los pies de la cla­se tra­ba­ja­do­ra en su lucha por la exis­ten­cia con­tra el capi­tal y un regu­la­dor para man­te­ner los sala­rios en el nivel bajo que corres­pon­de a las nece­si­da­des del capi­ta­lis­mo. Así pues, la maqui­na­ria, para decir­lo con Marx, se ha con­ver­ti­do en el arma más pode­ro­sa del capi­tal con­tra la cla­se obre­ra, en un medio de tra­ba­jo que arran­ca cons­tan­te­men­te los medios de vida de manos del obre­ro, ocu­rrien­do que el pro­duc­to mis­mo del obre­ro se con­vier­te en el ins­tru­men­to de su escla­vi­za­ción[*******]. De este modo, la eco­no­mía en los medios de tra­ba­jo lle­va con­si­go, des­de el pri­mer momen­to, el más des­pia­da­do des­pil­fa­rro de la fuer­za de tra­ba­jo y un des­po­jo con­tra las con­di­cio­nes nor­ma­les de la fun­ción mis­ma del tra­ba­jo[†††††††]. Y la maqui­na­ria, el recur­so más pode­ro­so que ha podi­do crear­se para acor­tar la jor­na­da de tra­ba­jo, se true­ca en el recur­so más infa­li­ble para con­ver­tir la vida ente­ra del obre­ro y de su fami­lia en una gran jor­na­da de tra­ba­jo dis­po­ni­ble para la valo­ri­za­ción del capi­tal; así ocu­rre que el exce­so de tra­ba­jo de unos es la con­di­ción deter­mi­nan­te de la caren­cia de tra­ba­jo de otros, y que la gran indus­tria, lan­zán­do­se por el mun­do ente­ro, en carre­ra desen­fre­na­da, a la con­quis­ta de nue­vos con­su­mi­do­res, redu­ce en su pro­pia casa el con­su­mo de las masas a un míni­mo de ham­bre y mina con ello su pro­pio mer­ca­do interior.

«La ley que man­tie­ne cons­tan­te­men­te el exce­so rela­ti­vo de pobla­ción o ejér­ci­to indus­trial de reser­va en equi­li­brio con el volu­men y la ener­gía de la acu­mu­la­ción del capi­tal, ata al obre­ro al capi­tal con liga­du­ras más fuer­tes que las cuñas con que Hefes­tos cla­vó a Pro­me­teo a la roca. Esto ori­gi­na que a la acu­mu­la­ción del capi­tal corres­pon­da una acu­mu­la­ción igual de mise­ria. La acu­mu­la­ción de la rique­za en uno de los polos deter­mi­na en el polo con­tra­rio, en el polo de la cla­se que pro­du­ce su pro­pio pro­duc­to como capi­tal, una acu­mu­la­ción igual de mise­ria, de tor­men­tos de tra­ba­jo, de escla­vi­tud, de igno­ran­cia, de embru­te­ci­mien­to y de degra­da­ción moral». (Marx, «El Capi­tal», t. I, cap. XXIII.)

Y espe­rar del modo capi­ta­lis­ta de pro­duc­ción otra dis­tri­bu­ción de los pro­duc­tos sería como espe­rar que los dos elec­tro­dos de una bate­ría, mien­tras estén conec­ta­dos con ésta, no des­com­pon­gan el agua ni libe­ren oxí­geno en el polo posi­ti­vo e hidró­geno en el negativo.

Hemos vis­to que la capa­ci­dad de per­fec­cio­na­mien­to de la maqui­na­ria moder­na, lle­va­da a su lími­te máxi­mo, se con­vier­te, gra­cias a la anar­quía de la pro­duc­ción den­tro de la socie­dad, en un pre­cep­to impe­ra­ti­vo que obli­ga a los capi­ta­lis­tas indus­tria­les, cada cual de por sí, a mejo­rar ince­san­te­men­te su maqui­na­ria, a hacer siem­pre más poten­te su fuer­za de pro­duc­ción. No menos impe­ra­ti­vo es el pre­cep­to en que se con­vier­te para él la mera posi­bi­li­dad efec­ti­va de dila­tar su órbi­ta de pro­duc­ción. La enor­me fuer­za de expan­sión de la gran indus­tria, a cuyo lado la de los gases es un jue­go de chi­cos, se reve­la hoy ante nues­tros ojos como una nece­si­dad cua­li­ta­ti­va y cuan­ti­ta­ti­va de expan­sión, que se bur­la de cuan­tos obs­tácu­los encuen­tra a su paso. Estos obs­tácu­los son los que le opo­nen el con­su­mo, la sali­da, los mer­ca­dos de que nece­si­tan los pro­duc­tos de la gran indus­tria. Pero la capa­ci­dad exten­si­va e inten­si­va de expan­sión de los mer­ca­dos, obe­de­ce, por su par­te, a leyes muy dis­tin­tas y que actúan de un modo mucho menos enér­gi­co. La expan­sión de los mer­ca­dos no pue­de desa­rro­llar­se al mis­mo rit­mo que la de la pro­duc­ción. La coli­sión se hace inevi­ta­ble, y como no pue­de dar nin­gu­na solu­ción mien­tras no haga sal­tar el pro­pio modo de pro­duc­ción capi­ta­lis­ta, esa coli­sión se hace perió­di­ca. La pro­duc­ción capi­ta­lis­ta engen­dra un nue­vo «círcu­lo vicioso».

En efec­to, des­de 1825, año en que esta­lla la pri­me­ra cri­sis gene­ral, no pasan diez años segui­dos sin que todo el mun­do indus­trial y comer­cial, la pro­duc­ción y el inter­cam­bio de todos los pue­blos civi­li­za­dos y de su séqui­to de paí­ses más o menos bár­ba­ros, se sal­ga de qui­cio. El comer­cio se para­li­za, los mer­ca­dos están sobre­sa­tu­ra­dos de mer­can­cías, los pro­duc­tos se estan­can en los alma­ce­nes aba­rro­ta­dos, sin encon­trar sali­da; el dine­ro con­tan­te se hace invi­si­ble; el cré­di­to des­apa­re­ce; las fábri­cas paran; las masas obre­ras care­cen de medios de vida pre­ci­sa­men­te por haber­los pro­du­ci­do en exce­so, las ban­ca­rro­tas y las liqui­da­cio­nes se suce­den unas a otras. El estan­ca­mien­to dura años ente­ros, las fuer­zas pro­duc­ti­vas y los pro­duc­tos se derro­chan y des­tru­yen en masa, has­ta que, por fin, las masas de mer­can­cías acu­mu­la­das, más o menos depre­cia­das, encuen­tran sali­da, y la pro­duc­ción y el cam­bio van reani­mán­do­se poco a poco. Pau­la­ti­na­men­te, la mar­cha se ace­le­ra, el paso de anda­du­ra se con­vier­te en tro­te, el tro­te indus­trial, en galo­pe y, por últi­mo, en carre­ra desen­fre­na­da, en un stee­ple-cha­se[‡‡‡‡‡‡‡] de la indus­tria, el comer­cio, el cré­di­to y la espe­cu­la­ción, para ter­mi­nar final­men­te, des­pués de los sal­tos más arries­ga­dos, en la fosa de un crac. Y así, una vez y otra. Cin­co veces se ha veni­do repi­tien­do la mis­ma his­to­ria des­de el año 1825, y en estos momen­tos (1877) esta­mos vivién­do­la por sex­ta vez. Y el carác­ter de estas cri­sis es tan níti­do y tan acu­sa­do, que Fou­rier las abar­ca­ba todas cuan­do des­cri­bía la pri­me­ra, dicien­do que era una cri­se plétho­ri­que, una cri­sis naci­da de la superabundancia.

En las cri­sis esta­lla en explo­sio­nes vio­len­tas la con­tra­dic­ción entre la pro­duc­ción social y la apro­pia­ción capi­ta­lis­ta. La cir­cu­la­ción de mer­can­cías que­da, por el momen­to, para­li­za­da. El medio de cir­cu­la­ción, el dine­ro, se con­vier­te en un obs­tácu­lo para la cir­cu­la­ción; todas las leyes de la pro­duc­ción y cir­cu­la­ción de mer­can­cías se vuel­ven del revés. El con­flic­to eco­nó­mi­co alcan­za su pun­to de apo­geo: el modo de pro­duc­ción se rebe­la con­tra el modo de cam­bio.

El hecho de que la orga­ni­za­ción social de la pro­duc­ción den­tro de las fábri­cas se haya desa­rro­lla­do has­ta lle­gar a un pun­to en que se ha hecho incon­ci­lia­ble con la anar­quía ‑coexis­ten­te con ella y por enci­ma de ella- de la pro­duc­ción en la socie­dad, es un hecho que se les reve­la tan­gi­ble­men­te a los pro­pios capi­ta­lis­tas, por la con­cen­tra­ción vio­len­ta de los capi­ta­les, pro­du­ci­da duran­te las cri­sis a cos­ta de la rui­na de muchos gran­des y, sobre todo, peque­ños capi­ta­lis­tas. Todo el meca­nis­mo del modo capi­ta­lis­ta de pro­duc­ción falla, ago­bia­do por las fuer­zas pro­duc­ti­vas que él mis­mo ha engen­dra­do. Ya no acier­ta a trans­for­mar en capi­tal esta masa de medios de pro­duc­ción, que per­ma­ne­cen inac­ti­vos, y por esto pre­ci­sa­men­te debe per­ma­ne­cer tam­bién inac­ti­vo el ejér­ci­to indus­trial de reser­va. Medios de pro­duc­ción, medios de vida, obre­ros dis­po­ni­bles: todos los ele­men­tos de la pro­duc­ción y de la rique­za gene­ral exis­ten con exce­so. Pero «la super­abun­dan­cia se con­vier­te en fuen­te de mise­ria y de penu­ria» (Fou­rier), ya que es ella, pre­ci­sa­men­te, la que impi­de la trans­for­ma­ción de los medios de pro­duc­ción y de vida en capi­tal, pues en la socie­dad capi­ta­lis­ta, los medios de pro­duc­ción no pue­den poner­se en movi­mien­to más que con­vir­tién­do­se pre­via­men­te en capi­tal, en medio de explo­ta­ción de la fuer­za huma­na de tra­ba­jo. Esta impres­cin­di­ble cali­dad de capi­tal de los medios de pro­duc­ción y de vida se alza como un espec­tro entre ellos y la cla­se obre­ra. Esta cali­dad es la que impi­de que se engra­nen la palan­ca mate­rial y la palan­ca per­so­nal de la pro­duc­ción; es la que no per­mi­te a los medios de pro­duc­ción fun­cio­nar ni a los obre­ros tra­ba­jar y vivir. De una par­te, el modo capi­ta­lis­ta de pro­duc­ción reve­la, pues, su pro­pia inca­pa­ci­dad para seguir rigien­do sus fuer­zas pro­duc­ti­vas. De otra par­te, estas fuer­zas pro­duc­ti­vas acu­cian con inten­si­dad cada vez mayor a que se eli­mi­ne la con­tra­dic­ción, a que se las redi­ma de su con­di­ción de capi­tal, a que se reco­noz­ca de hecho su carác­ter de fuer­zas pro­duc­ti­vas socia­les.

Es esta rebe­lión de las fuer­zas de pro­duc­ción cada vez más impo­nen­tes, con­tra su cali­dad de capi­tal, esta nece­si­dad cada vez más impe­rio­sa de que se reco­noz­ca su carác­ter social, la que obli­ga a la pro­pia cla­se capi­ta­lis­ta a tra­tar­las cada vez más abier­ta­men­te como fuer­zas pro­duc­ti­vas socia­les, en el gra­do en que ello es posi­ble den­tro de las rela­cio­nes capi­ta­lis­tas. Lo mis­mo los perío­dos de alta pre­sión indus­trial, con su des­me­di­da expan­sión del cré­di­to, que el crac mis­mo, con el des­mo­ro­na­mien­to de gran­des empre­sas capi­ta­lis­tas, impul­san esa for­ma de socia­li­za­ción de gran­des masas de medios de pro­duc­ción con que nos encon­tra­mos en las diver­sas cate­go­rías de socie­da­des anó­ni­mas. Algu­nos de estos medios de pro­duc­ción y de comu­ni­ca­ción son ya de por sí tan gigan­tes­cos, que exclu­yen, como ocu­rre con los ferro­ca­rri­les, toda otra for­ma de explo­ta­ción capi­ta­lis­ta. Al lle­gar a una deter­mi­na­da fase de desa­rro­llo, ya no bas­ta tam­po­co esta for­ma; los gran­des pro­duc­to­res nacio­na­les de una rama indus­trial se unen para for­mar un trust, una agru­pa­ción enca­mi­na­da a regu­lar la pro­duc­ción; deter­mi­nan la can­ti­dad total que ha de pro­du­cir­se, se la repar­ten entre ellos e impo­nen de este modo un pre­cio de ven­ta fija­do de ante­mano. Pero, como estos trusts se des­mo­ro­nan al sobre­ve­nir la pri­me­ra racha mala en los nego­cios, empu­jan con ello a una socia­li­za­ción toda­vía más con­cen­tra­da; toda la rama indus­trial se con­vier­te en una sola gran socie­dad anó­ni­ma, y la com­pe­ten­cia inte­rior cede el pues­to al mono­po­lio inte­rior de esta úni­ca socie­dad; así suce­dió ya en 1890 con la pro­duc­ción ingle­sa de álca­lis, que en la actua­li­dad, des­pués de fusio­nar­se todas las cua­ren­ta y ocho gran­des fábri­cas del país, es explo­ta­da por una sola socie­dad con direc­ción úni­ca y un capi­tal de 120 millo­nes de marcos.

En los trusts, la libre con­cu­rren­cia se true­ca en mono­po­lio y la pro­duc­ción sin plan de la socie­dad capi­ta­lis­ta capi­tu­la ante la pro­duc­ción pla­nea­da y orga­ni­za­da de la futu­ra socie­dad socia­lis­ta a pun­to de sobre­ve­nir. Cla­ro está que, por el momen­to, en pro­ve­cho y bene­fi­cio de los capi­ta­lis­tas. Pero aquí la explo­ta­ción se hace tan paten­te, que tie­ne for­zo­sa­men­te que derrum­bar­se. Nin­gún pue­blo tole­ra­ría una pro­duc­ción diri­gi­da por los trusts, una explo­ta­ción tan des­ca­ra­da de la colec­ti­vi­dad por una peque­ña cua­dri­lla de cor­ta­do­res de cupones.

De un modo o de otro, con o sin trusts, el repre­sen­tan­te ofi­cial de la socie­dad capi­ta­lis­ta, el Esta­do, tie­ne que aca­bar hacién­do­se car­go del man­do de la pro­duc­ción[§§§§§§§][43]. La nece­si­dad a que res­pon­de esta trans­for­ma­ción de cier­tas empre­sas en pro­pie­dad del Esta­do empie­za mani­fes­tán­do­se en las gran­des empre­sas de trans­por­tes y comu­ni­ca­cio­nes, tales como el correo, el telé­gra­fo y los ferrocarriles.

A la par que las cri­sis reve­lan la inca­pa­ci­dad de la bur­gue­sía para seguir rigien­do las fuer­zas pro­duc­ti­vas moder­nas, la trans­for­ma­ción de las gran­des empre­sas de pro­duc­ción y trans­por­te en socie­da­des anó­ni­mas, trusts y en pro­pie­dad del Esta­do demues­tra que la bur­gue­sía no es ya indis­pen­sa­ble para el desem­pe­ño de estas fun­cio­nes. Hoy, las fun­cio­nes socia­les del capi­ta­lis­ta corren todas a car­go de emplea­dos a suel­do, y toda la acti­vi­dad social de aquél se redu­ce a cobrar sus ren­tas, cor­tar sus cupo­nes y jugar en la Bol­sa, don­de los capi­ta­lis­tas de toda cla­se se arre­ba­tan unos a otros sus capi­ta­les. Y si antes el modo capi­ta­lis­ta de pro­duc­ción des­pla­za­ba a los obre­ros, aho­ra des­pla­za tam­bién a los capi­ta­lis­tas, arrin­co­nán­do­los, igual que a los obre­ros, entre la pobla­ción sobran­te; aun­que por aho­ra toda­vía no en el ejér­ci­to indus­trial de reserva.

Pero las fuer­zas pro­duc­ti­vas no pier­den su con­di­ción de capi­tal al con­ver­tir­se en pro­pie­dad de las socie­da­des anó­ni­mas y de los trusts o en pro­pie­dad del Esta­do. Por lo que a las socie­da­des anó­ni­mas y a los trusts se refie­re, es pal­pa­ble­men­te cla­ro. Por su par­te, el Esta­do moderno no es tam­po­co más que una orga­ni­za­ción crea­da por la socie­dad bur­gue­sa para defen­der las con­di­cio­nes exte­rio­res gene­ra­les del modo capi­ta­lis­ta de pro­duc­ción con­tra los aten­ta­dos, tan­to de los obre­ros como de los capi­ta­lis­tas indi­vi­dua­les. El Esta­do moderno, cual­quie­ra que sea su for­ma, es una máqui­na esen­cial­men­te capi­ta­lis­ta, es el Esta­do de los capi­ta­lis­tas, el capi­ta­lis­ta colec­ti­vo ideal. Y cuan­tas más fuer­zas pro­duc­ti­vas asu­ma en pro­pie­dad, tan­to más se con­ver­ti­rá en capi­ta­lis­ta colec­ti­vo y tan­ta mayor can­ti­dad de ciu­da­da­nos explo­ta­rá. Los obre­ros siguen sien­do obre­ros asa­la­ria­dos, pro­le­ta­rios. La rela­ción capi­ta­lis­ta, lejos de abo­lir­se con estas medi­das, se agu­di­za, lle­ga al extre­mo, a la cús­pi­de. Mas, al lle­gar a la cús­pi­de, se derrum­ba. La pro­pie­dad del Esta­do sobre las fuer­zas pro­duc­ti­vas no es solu­ción del con­flic­to, pero alber­ga ya en su seno el medio for­mal, el resor­te para lle­gar a la solución.

Esta solu­ción sólo pue­de estar en reco­no­cer de un modo efec­ti­vo el carác­ter social de las fuer­zas pro­duc­ti­vas moder­nas y por lo tan­to en armo­ni­zar el modo de pro­duc­ción, de apro­pia­ción y de cam­bio con el carác­ter social de los medios de pro­duc­ción. Para esto, no hay más que un camino: que la socie­dad, abier­ta­men­te y sin rodeos, tome pose­sión de esas fuer­zas pro­duc­ti­vas, que ya no admi­te otra direc­ción que la suya. Hacién­do­lo así, el carác­ter social de los medios de pro­duc­ción y de los pro­duc­tos, que hoy se vuel­ve con­tra los mis­mos pro­duc­to­res, rom­pien­do perió­di­ca­men­te los cau­ces del modo de pro­duc­ción y de cam­bio, y que sólo pue­de impo­ner­se con una fuer­za y efi­ca­cia tan des­truc­to­ras como el impul­so cie­go de las leyes natu­ra­les, será pues­to en vigor con ple­na con­cien­cia por los pro­duc­to­res y se con­ver­ti­rá, de cau­sa cons­tan­te de per­tur­ba­cio­nes y de cata­clis­mos perió­di­cos, en la palan­ca más pode­ro­sa de la pro­duc­ción misma.

Las fuer­zas acti­vas de la socie­dad obran, mien­tras no las cono­ce­mos y con­ta­mos con ellas, exac­ta­men­te lo mis­mo que las fuer­zas de la natu­ra­le­za: de un modo cie­go, vio­len­to, des­truc­tor. Pero, una vez cono­ci­das, tan pron­to como se ha sabi­do com­pren­der su acción, su ten­den­cia y sus efec­tos, en nues­tras manos está el supe­di­tar­las cada vez más de lleno a nues­tra volun­tad y alcan­zar por medio de ellas los fines pro­pues­tos. Tal es lo que ocu­rre, muy seña­la­da­men­te, con las gigan­tes­cas fuer­zas moder­nas de pro­duc­ción. Mien­tras nos resis­ta­mos obs­ti­na­da­men­te a com­pren­der su natu­ra­le­za y su carác­ter ‑y a esta com­pren­sión se opo­nen el modo capi­ta­lis­ta de pro­duc­ción y sus defensores‑, estas fuer­zas actua­rán a pesar de noso­tros, con­tra noso­tros, y nos domi­na­rán, como hemos pues­to bien de relie­ve. En cam­bio, tan pron­to como pene­tre­mos en su natu­ra­le­za, esas fuer­zas, pues­tas en manos de los pro­duc­to­res aso­cia­dos, se con­ver­ti­rán, de tira­nos demo­nía­cos, en sumi­sas ser­vi­do­ras. Es la mis­ma dife­ren­cia que hay entre el poder des­truc­tor de la elec­tri­ci­dad en los rayos de la tor­men­ta y la elec­tri­ci­dad suje­ta en el telé­gra­fo y en el arco vol­tai­co; la dife­ren­cia que hay entre el incen­dio y el fue­go pues­to al ser­vi­cio del hom­bre. El día en que las fuer­zas pro­duc­ti­vas de la socie­dad moder­na se some­tan al régi­men con­gruen­te con su natu­ra­le­za, por fin cono­ci­da, la anar­quía social de la pro­duc­ción deja­rá el pues­to a una regla­men­ta­ción colec­ti­va y orga­ni­za­da de la pro­duc­ción acor­de con las nece­si­da­des de la socie­dad y de cada indi­vi­duo. Y el régi­men capi­ta­lis­ta de apro­pia­ción, en que el pro­duc­to escla­vi­za pri­me­ro a quien lo crea y lue­go a quien se lo apro­pia, será sus­ti­tui­do por el régi­men de apro­pia­ción del pro­duc­to que el carác­ter de los moder­nos medios de pro­duc­ción está recla­man­do: de una par­te, apro­pia­ción direc­ta­men­te social, como medio para man­te­ner y ampliar la pro­duc­ción; de otra par­te, apro­pia­ción direc­ta­men­te indi­vi­dual, como medio de vida y de disfrute.

El modo capi­ta­lis­ta de pro­duc­ción, al con­ver­tir más y más en pro­le­ta­rios a la inmen­sa mayo­ría de los indi­vi­duos de cada país, crea la fuer­za que, si no quie­re pere­cer, está obli­ga­da a hacer esa revo­lu­ción. Y, al for­zar cada vez más la con­ver­sión en pro­pie­dad del Esta­do de los gran­des medios socia­li­za­dos de pro­duc­ción, seña­la ya por sí mis­mo el camino por el que esa revo­lu­ción ha de pro­du­cir­se. El pro­le­ta­ria­do toma en sus manos el poder del Esta­do y comien­za por con­ver­tir los medios de pro­duc­ción en pro­pie­dad del Esta­do. Pero con este mis­mo acto se des­tru­ye a sí mis­mo como pro­le­ta­ria­do, y des­tru­ye toda dife­ren­cia y todo anta­go­nis­mo de cla­ses, y con ello mis­mo, el Esta­do como tal. La socie­dad, que se había movi­do has­ta el pre­sen­te entre anta­go­nis­mos de cla­se, ha nece­si­ta­do del Esta­do, o sea, de una orga­ni­za­ción de la corres­pon­dien­te cla­se explo­ta­do­ra para man­te­ner las con­di­cio­nes exte­rio­res de pro­duc­ción, y, por tan­to, par­ti­cu­lar­men­te, para man­te­ner por la fuer­za a la cla­se explo­ta­da en las con­di­cio­nes de opre­sión (la escla­vi­tud, la ser­vi­dum­bre o el vasa­lla­je y el tra­ba­jo asa­la­ria­do), deter­mi­na­das por el modo de pro­duc­ción exis­ten­te. El Esta­do era el repre­sen­tan­te ofi­cial de toda la socie­dad, su sín­te­sis en un cuer­po social visi­ble; pero lo era sólo como Esta­do de la cla­se que en su épo­ca repre­sen­ta­ba a toda la socie­dad: en la anti­güe­dad era el Esta­do de los ciu­da­da­nos escla­vis­tas; en la Edad Media el de la noble­za feu­dal; en nues­tros tiem­pos es el de la bur­gue­sía. Cuan­do el Esta­do se con­vier­ta final­men­te en repre­sen­tan­te efec­ti­vo de toda la socie­dad será por sí mis­mo super­fluo. Cuan­do ya no exis­ta nin­gu­na cla­se social a la que haya que man­te­ner some­ti­da; cuan­do des­apa­rez­can, jun­to con la domi­na­ción de cla­se, jun­to con la lucha por la exis­ten­cia indi­vi­dual, engen­dra­da por la actual anar­quía de la pro­duc­ción, los cho­ques y los exce­sos resul­tan­tes de esto, no habrá ya nada que repri­mir ni hará fal­ta, por tan­to, esa fuer­za espe­cial de repre­sión que es el Esta­do. El pri­mer acto en que el Esta­do se mani­fies­ta efec­ti­va­men­te como repre­sen­tan­te de toda la socie­dad: la toma de pose­sión de los medios de pro­duc­ción en nom­bre de la socie­dad, es a la par su últi­mo acto inde­pen­dien­te como Esta­do. La inter­ven­ción de la auto­ri­dad del Esta­do en las rela­cio­nes socia­les se hará super­flua en un cam­po tras otro de la vida social y cesa­rá por sí mis­ma. El gobierno sobre las per­so­nas es sus­ti­tui­do por la admi­nis­tra­ción de las cosas y por la direc­ción de los pro­ce­sos de pro­duc­ción. El Esta­do no es «abo­li­do»; se extin­gue. Par­tien­do de esto es como hay que juz­gar el valor de esa fra­se del «Esta­do popu­lar libre» en lo que toca a su jus­ti­fi­ca­ción pro­vi­sio­nal como con­sig­na de agi­ta­ción y en lo que se refie­re a su fal­ta de fun­da­men­to cien­tí­fi­co. Par­tien­do de esto es tam­bién como debe ser con­si­de­ra­da la rei­vin­di­ca­ción de los lla­ma­dos anar­quis­tas de que el Esta­do sea abo­li­do de la noche a la mañana.

Des­de que ha apa­re­ci­do en la pales­tra de la his­to­ria el modo de pro­duc­ción capi­ta­lis­ta ha habi­do indi­vi­duos y sec­tas ente­ras ante quie­nes se ha pro­yec­ta­do más o menos vaga­men­te, como ideal futu­ro, la apro­pia­ción de todos los medios de pro­duc­ción por la socie­dad. Mas, para que esto fue­se rea­li­za­ble, para que se con­vir­tie­se en una nece­si­dad his­tó­ri­ca, era menes­ter que antes se die­sen las con­di­cio­nes efec­ti­vas para su rea­li­za­ción. Para que este pro­gre­so, como todos los pro­gre­sos socia­les, sea via­ble, no bas­ta con que la razón com­pren­da que la exis­ten­cia de las cla­ses es incom­pa­ti­ble con los dic­ta­dos de la jus­ti­cia, de la igual­dad, etc.; no bas­ta con la mera volun­tad de abo­lir estas cla­ses, sino que son nece­sa­rias deter­mi­na­das con­di­cio­nes eco­nó­mi­cas nue­vas. La divi­sión de la socie­dad en una cla­se explo­ta­do­ra y otra explo­ta­da, una cla­se domi­nan­te y otra opri­mi­da, era una con­se­cuen­cia nece­sa­ria del ante­rior desa­rro­llo inci­pien­te de la pro­duc­ción. Mien­tras el tra­ba­jo glo­bal de la socie­dad sólo rin­de lo estric­ta­men­te indis­pen­sa­ble para cubrir las nece­si­da­des más ele­men­ta­les de todos; mien­tras, por lo tan­to, el tra­ba­jo absor­be todo el tiem­po o casi todo el tiem­po de la inmen­sa mayo­ría de los miem­bros de la socie­dad, ésta se divi­de, nece­sa­ria­men­te, en cla­ses. Jun­to a la gran mayo­ría cons­tre­ñi­da a no hacer más que lle­var la car­ga del tra­ba­jo, se for­ma una cla­se exi­mi­da del tra­ba­jo direc­ta­men­te pro­duc­ti­vo y a cuyo car­go corren los asun­tos gene­ra­les de la socie­dad: la direc­ción de los tra­ba­jos, los nego­cios públi­cos, la jus­ti­cia, las cien­cias, las artes, etc. Es, pues, la ley de la divi­sión del tra­ba­jo la que sir­ve de base a la divi­sión de la socie­dad en cla­ses. Lo cual no impi­de que esta divi­sión de la socie­dad en cla­ses se lle­ve a cabo por la vio­len­cia y el des­po­jo, la astu­cia y el enga­ño; ni quie­re decir que la cla­se domi­nan­te, una vez entro­ni­za­da, se abs­ten­ga de con­so­li­dar su pode­río a cos­ta de la cla­se tra­ba­ja­do­ra, con­vir­tien­do su papel social de direc­ción en una mayor explo­ta­ción de las masas.

Vemos, pues, que la divi­sión de la socie­dad en cla­ses tie­ne su razón his­tó­ri­ca de ser, pero sólo den­tro de deter­mi­na­dos lími­tes de tiem­po bajo deter­mi­na­das con­di­cio­nes socia­les. Era con­di­cio­na­da por la insu­fi­cien­cia de la pro­duc­ción, y será barri­da cuan­do se desa­rro­llen ple­na­men­te las moder­nas fuer­zas pro­duc­ti­vas. En efec­to, la abo­li­ción de las cla­ses socia­les pre­su­po­ne un gra­do his­tó­ri­co de desa­rro­llo tal, que la exis­ten­cia, no ya de esta o de aque­lla cla­se domi­nan­te con­cre­ta, sino de una cla­se domi­nan­te cual­quie­ra que ella sea y, por tan­to, de las mis­mas dife­ren­cias de cla­se, repre­sen­ta un ana­cro­nis­mo. Pre­su­po­ne, por con­si­guien­te, un gra­do cul­mi­nan­te en el desa­rro­llo de la pro­duc­ción, en el que la apro­pia­ción de los medios de pro­duc­ción y de los pro­duc­tos y, por tan­to, del poder polí­ti­co, del mono­po­lio de la cul­tu­ra y de la direc­ción espi­ri­tual por una deter­mi­na­da cla­se de la socie­dad, no sólo se hayan hecho super­fluos, sino que ade­más cons­ti­tu­yan eco­nó­mi­ca, polí­ti­ca e inte­lec­tual­men­te una barre­ra levan­ta­da ante el pro­gre­so. Pues bien; a este pun­to ya se ha lle­ga­do. Hoy, la ban­ca­rro­ta polí­ti­ca e inte­lec­tual de la bur­gue­sía ya ape­nas es un secre­to ni para ella mis­ma, y su ban­ca­rro­ta eco­nó­mi­ca es un fenó­meno que se repi­te perió­di­ca­men­te de diez en diez años. En cada una de estas cri­sis, la socie­dad se asfi­xia, aho­ga­da por la masa de sus pro­pias fuer­zas pro­duc­ti­vas y de sus pro­duc­tos, a los que no pue­de apro­ve­char, y se enfren­ta, impo­ten­te, con la absur­da con­tra­dic­ción de que sus pro­duc­to­res no ten­gan qué con­su­mir, por fal­ta pre­ci­sa­men­te de con­su­mi­do­res. La fuer­za expan­si­va de los medios de pro­duc­ción rom­pe las liga­du­ras con que los suje­ta el modo capi­ta­lis­ta de pro­duc­ción. Esta libe­ra­ción de los medios de pro­duc­ción es lo úni­co que pue­de per­mi­tir el desa­rro­llo inin­te­rrum­pi­do y cada vez más rápi­do de las fuer­zas pro­duc­ti­vas, y con ello, el cre­ci­mien­to prác­ti­ca­men­te ili­mi­ta­do de la pro­duc­ción. Mas no es esto solo. La apro­pia­ción social de los medios de pro­duc­ción no sólo arro­lla los obs­tácu­los arti­fi­cia­les que hoy se le opo­nen a la pro­duc­ción, sino que aca­ba tam­bién con el derro­che y la aso­la­ción de fuer­zas pro­duc­ti­vas y de pro­duc­tos, que es una de las con­se­cuen­cias inevi­ta­bles de la pro­duc­ción actual y que alcan­za su pun­to de apo­geo en las cri­sis. Ade­más, al aca­bar con el necio derro­che de lujo de las cla­ses domi­nan­tes y de sus repre­sen­tan­tes polí­ti­cos, pone en cir­cu­la­ción para la colec­ti­vi­dad toda una masa de medios de pro­duc­ción y de pro­duc­tos. Por vez pri­me­ra, se da aho­ra, y se da de un modo efec­ti­vo, la posi­bi­li­dad de ase­gu­rar a todos los miem­bros de la socie­dad, por medio de un sis­te­ma de pro­duc­ción social, una exis­ten­cia que, ade­más de satis­fa­cer ple­na­men­te y cada día con mayor hol­gu­ra sus nece­si­da­des mate­ria­les, les garan­ti­za el libre y com­ple­to desa­rro­llo y ejer­ci­cio de sus capa­ci­da­des físi­cas y espi­ri­tua­les.[********]

Al pose­sio­nar­se la socie­dad de los medios de pro­duc­ción, cesa la pro­duc­ción de mer­can­cías, y con ella el impe­rio del pro­duc­to sobre los pro­duc­to­res. La anar­quía rei­nan­te en el seno de la pro­duc­ción social deja el pues­to a una orga­ni­za­ción armó­ni­ca, pro­por­cio­nal y cons­cien­te. Cesa la lucha por la exis­ten­cia indi­vi­dual y con ello, en cier­to sen­ti­do, el hom­bre sale defi­ni­ti­va­men­te del rei­no ani­mal y se sobre­po­ne a las con­di­cio­nes ani­ma­les de exis­ten­cia, para some­ter­se a con­di­cio­nes de vida ver­da­de­ra­men­te huma­nas. Las con­di­cio­nes de vida que rodean al hom­bre y que has­ta aho­ra le domi­na­ban, se colo­can, a par­tir de este ins­tan­te, bajo su domi­nio y su con­trol, y el hom­bre, al con­ver­tir­se en due­ño y señor de sus pro­pias rela­cio­nes socia­les, se con­vier­te por pri­me­ra vez en señor cons­cien­te y efec­ti­vo de la natu­ra­le­za. Las leyes de su pro­pia acti­vi­dad social, que has­ta aho­ra se alza­ban fren­te al hom­bre como leyes natu­ra­les, como pode­res extra­ños que lo some­tían a su impe­rio, son apli­ca­das aho­ra por él con pleno cono­ci­mien­to de cau­sa y, por tan­to, some­ti­das a su pode­río. La pro­pia exis­ten­cia social del hom­bre, que has­ta aquí se le enfren­ta­ba como algo impues­to por la natu­ra­le­za y la his­to­ria, es a par­tir de aho­ra obra libre suya. Los pode­res obje­ti­vos y extra­ños que has­ta aho­ra venían impe­ran­do en la his­to­ria se colo­can bajo el con­trol del hom­bre mis­mo. Sólo des­de enton­ces, éste comien­za a tra­zar­se su his­to­ria con ple­na con­cien­cia de lo que hace. Y, sólo des­de enton­ces, las cau­sas socia­les pues­tas en acción por él, comien­zan a pro­du­cir pre­do­mi­nan­te­men­te y cada vez en mayor medi­da los efec­tos ape­te­ci­dos. Es el sal­to de la huma­ni­dad del rei­no de la nece­si­dad al rei­no de la libertad.

* * *

Resu­ma­mos bre­ve­men­te, para ter­mi­nar, nues­tra tra­yec­to­ria de desarrollo:

I.- Socie­dad medie­val: Peque­ña pro­duc­ción indi­vi­dual. Medios de pro­duc­ción adap­ta­dos al uso indi­vi­dual, y, por tan­to, pri­mi­ti­vos, tor­pes, mez­qui­nos, de efi­ca­cia míni­ma. Pro­duc­ción para el con­su­mo inme­dia­to, ya del pro­pio pro­duc­tor, ya de su señor feu­dal. Sólo en los casos en que que­da un rema­nen­te de pro­duc­tos, des­pués de cubrir ese con­su­mo, se ofre­ce en ven­ta y se lan­za al inter­cam­bio. Por tan­to, la pro­duc­ción de mer­can­cías está aún en sus albo­res, pero encie­rra ya, en ger­men, la anar­quía de la pro­duc­ción social.

II.- Revo­lu­ción capi­ta­lis­ta: Trans­for­ma­ción de la indus­tria, ini­cia­da por medio de la coope­ra­ción sim­ple y de la manu­fac­tu­ra. Con­cen­tra­ción de los medios de pro­duc­ción, has­ta enton­ces dis­per­sos, en gran­des talle­res, con lo que se con­vier­ten de medios de pro­duc­ción del indi­vi­duo en medios de pro­duc­ción socia­les, meta­mor­fo­sis que no afec­ta, en gene­ral, a la for­ma del cam­bio. Que­dan en pie las vie­jas for­mas de apro­pia­ción. Apa­re­ce el capi­ta­lis­ta: en su cali­dad de pro­pie­ta­rio de los medios de pro­duc­ción, se apro­pia tam­bién de los pro­duc­tos y los con­vier­te en mer­can­cías. La pro­duc­ción se trans­for­ma en un acto social; el cam­bio y, con él, la apro­pia­ción siguen sien­do actos indi­vi­dua­les: el pro­duc­to social es apro­pia­do por el capi­ta­lis­ta indi­vi­dual. Con­tra­dic­ción fun­da­men­tal, de la que se deri­van todas las con­tra­dic­cio­nes en que se mue­ve la socie­dad actual y que pone de mani­fies­to cla­ra­men­te la gran industria.

A. El pro­duc­tor se sepa­ra de los medios de pro­duc­ción. El obre­ro se ve con­de­na­do a ser asa­la­ria­do de por vida. Antí­te­sis de bur­gue­sía y pro­le­ta­ria­do.

B. Relie­ve cre­cien­te y efi­ca­cia acen­tua­da de las leyes que pre­si­den la pro­duc­ción de mer­can­cías. Com­pe­ten­cia desen­fre­na­da. Con­tra­dic­ción entre la orga­ni­za­ción social den­tro de cada fábri­ca y la anar­quía social en la pro­duc­ción total.

C. De una par­te, per­fec­cio­na­mien­to de la maqui­na­ria, que la com­pe­ten­cia con­vier­te en impe­ra­ti­vo para cada fabri­can­te y que equi­va­le a un des­pla­za­mien­to cada vez mayor de obre­ros: ejér­ci­to indus­trial de reser­va. De otra par­te, exten­sión ili­mi­ta­da de la pro­duc­ción, que la com­pe­ten­cia impo­ne tam­bién como nor­ma coac­ti­va a todos los fabri­can­tes. Por ambos lados, un desa­rro­llo inau­di­to de las fuer­zas pro­duc­ti­vas, exce­so de la ofer­ta sobre la deman­da, super­pro­duc­ción, aba­rro­ta­mien­to de los mer­ca­dos, cri­sis cada diez años, círcu­lo vicio­so: super­abun­dan­cia, aquí de medios de pro­duc­ción y de pro­duc­tos, y allá de obre­ros sin tra­ba­jo y sin medios de vida. Pero estas dos palan­cas de la pro­duc­ción y del bien­es­tar social no pue­den com­bi­nar­se por­que la for­ma capi­ta­lis­ta de la pro­duc­ción impi­de a las fuer­zas pro­duc­ti­vas actuar y a los pro­duc­tos cir­cu­lar, a no ser que se con­vier­tan pre­via­men­te en capi­tal, que es lo que pre­ci­sa­men­te les veda su pro­pia super­abun­dan­cia. La con­tra­dic­ción se exal­ta has­ta con­ver­tir­se en con­tra­sen­ti­do: el modo de pro­duc­ción se rebe­la con­tra la for­ma de cam­bio. La bur­gue­sía se mues­tra inca­paz para seguir rigien­do sus pro­pias fuer­zas socia­les productivas.

D. Reco­no­ci­mien­to par­cial del carác­ter social de las fuer­zas pro­duc­ti­vas, arran­ca­do a los pro­pios capi­ta­lis­tas. Apro­pia­ción de los gran­des orga­nis­mos de pro­duc­ción y de trans­por­te, pri­me­ro por socie­da­des anó­ni­mas, lue­go por trusts, y más tar­de por el Esta­do. La bur­gue­sía se reve­la como una cla­se super­flua; todas sus fun­cio­nes socia­les son eje­cu­ta­das aho­ra por emplea­dos a sueldo.

III.- Revo­lu­ción pro­le­ta­ria, solu­ción de las con­tra­dic­cio­nes: el pro­le­ta­ria­do toma el poder polí­ti­co, y, por medio de él, con­vier­te en pro­pie­dad públi­ca los medios socia­les de pro­duc­ción, que se le esca­pan de las manos a la bur­gue­sía. Con este acto, redi­me los medios de pro­duc­ción de la con­di­ción de capi­tal que has­ta allí tenían y da a su carác­ter social ple­na liber­tad para impo­ner­se. A par­tir de aho­ra es ya posi­ble una pro­duc­ción social con arre­glo a un plan tra­za­do de ante­mano. El desa­rro­llo de la pro­duc­ción con­vier­te en un ana­cro­nis­mo la sub­sis­ten­cia de diver­sas cla­ses socia­les. A medi­da que des­apa­re­ce la anar­quía de la pro­duc­ción social lan­gui­de­ce tam­bién la auto­ri­dad polí­ti­ca del Esta­do. Los hom­bres, due­ños por fin de su pro­pia exis­ten­cia social, se con­vier­ten en due­ños de la natu­ra­le­za, en due­ños de sí mis­mos, en hom­bres libres.

La rea­li­za­ción de este acto que redi­mi­rá al mun­do es la misión his­tó­ri­ca del pro­le­ta­ria­do moderno. Y el socia­lis­mo cien­tí­fi­co, expre­sión teó­ri­ca del movi­mien­to pro­le­ta­rio, es el lla­ma­do a inves­ti­gar las con­di­cio­nes his­tó­ri­cas y, con ello, la natu­ra­le­za mis­ma de este acto, infun­dien­do de este modo a la cla­se lla­ma­da a hacer esta revo­lu­ción, a la cla­se hoy opri­mi­da, la con­cien­cia de las con­di­cio­nes y de la natu­ra­le­za de su pro­pia acción.

Escri­to por F. Engels de enero de 1880 a la pri­me­ra mitad de mar­zo del mis­mo año.

Publi­ca­do en la revis­ta «La Revue socia­lis­te», NºNº 3, 4, 5, 20 de mar­zo, 20 de abril y 5 de mayo de 1880 y como folle­to apar­te en fran­cés: F. Engels. «Socia­lis­me uto­pi­queet socia­lis­me scien­ti­fi­que», Paris, 1880.

Se publi­ca de acuer­do con el tex­to de la edi­ción ale­ma­na de 1891. Tra­du­ci­do del alemán.

Notas

[******] Goethe, «Faus­to», par­te I, esce­na IV («Des­pa­cho de Faus­to»). (N. de la Edit.)

[††††††] No nece­si­ta­mos expli­car que, aun cuan­do la for­ma de apro­pia­ción per­ma­nez­ca inva­ria­ble, el carác­ter de la apro­pia­ción sufre una revo­lu­ción por el pro­ce­so que des­cri­bi­mos, en no menor gra­do que la pro­duc­ción mis­ma. La apro­pia­ción de un pro­duc­to pro­pio y la apro­pia­ción de un pro­duc­to ajeno son, evi­den­te­men­te, dos for­mas muy dis­tin­tas de apro­pia­ción. Y adver­ti­mos de pasa­da, que el tra­ba­jo asa­la­ria­do, que con­tie­ne ya el ger­men de todo el modo capi­ta­lis­ta de pro­duc­ción, es muy anti­guo; coexis­tió duran­te siglos ente­ros, en casos ais­la­dos y dis­per­sos, con la escla­vi­tud. Sin embar­go, este ger­men sólo pudo desa­rro­llar­se has­ta for­mar el modo capi­ta­lis­ta de pro­duc­ción cuan­do se die­ron las pre­mi­sas his­tó­ri­cas adecuadas.

[‡‡‡‡‡‡] Véa­se el apén­di­ce al final. [Engels se refie­re aquí a su tra­ba­jo «La Mar­ca» que no figu­ra en la pre­sen­te edi­ción.] (N. de la Edit..)

[§§§§§§] «La situa­ción de la cla­se obre­ra en Ingla­te­rra». (N. de la Edit.)

[*******] Véa­se C. Marx, «El Capi­tal», tomo I. (N. de la Edit.)

[†††††††] Ibídem.

[‡‡‡‡‡‡‡] Carre­ra de obs­tácu­los. (N. de la Edit.)

[§§§§§§§] Y digo que tie­ne que hacer­se car­go, pues, la nacio­na­li­za­ción sólo repre­sen­ta­rá un pro­gre­so eco­nó­mi­co, un paso de avan­ce hacia la con­quis­ta por la socie­dad de todas las fuer­zas pro­duc­ti­vas, aun­que esta medi­da sea lle­va­da a cabo por el Esta­do actual, cuan­do los medios de pro­duc­ción o de trans­por­te se des­bor­den ya real­men­te de los cau­ces direc­ti­vos de una socie­dad anó­ni­ma, cuan­do, por tan­to, la medi­da de la nacio­na­li­za­ción sea ya eco­nó­mi­ca­men­te inevi­ta­ble. Pero recien­te­men­te, des­de que Bis­marck empren­dió el camino de la nacio­na­li­za­ción, ha sur­gi­do una espe­cie de fal­so socia­lis­mo, que dege­ne­ra algu­na que otra vez en un tipo espe­cial de socia­lis­mo, sumi­so y ser­vil, que en todo acto de nacio­na­li­za­ción, has­ta en los dic­ta­dos por Bis­marck, ve una medi­da socia­lis­ta. Si la nacio­na­li­za­ción de la indus­tria del taba­co fue­se socia­lis­mo, habría que incluir entre los fun­da­do­res del socia­lis­mo a Napo­león y a Met­ter­nich. Cuan­do el Esta­do bel­ga, por razo­nes polí­ti­cas y finan­cie­ras per­fec­ta­men­te vul­ga­res, deci­dió cons­truir por su cuen­ta las prin­ci­pa­les líneas férreas del país, o cuan­do Bis­marck, sin que nin­gu­na nece­si­dad eco­nó­mi­ca le impul­sa­se a ello, nacio­na­li­zó las líneas más impor­tan­tes de la red ferro­via­ria de Pru­sia, pura y sim­ple­men­te para así poder mane­jar­las y apro­ve­char­las mejor en caso de gue­rra, para con­ver­tir al per­so­nal de ferro­ca­rri­les en gana­do elec­to­ral sumi­so al gobierno y, sobre todo, para pro­cu­rar­se una nue­va fuen­te de ingre­sos sus­traí­da a la fis­ca­li­za­ción del Par­la­men­to, todas estas medi­das no tenían, ni direc­ta ni indi­rec­ta­men­te, ni cons­cien­te ni incons­cien­te­men­te nada de socia­lis­tas. De otro modo, habría que cla­si­fi­car tam­bién entre las ins­ti­tu­cio­nes socia­lis­tas a la Real Com­pa­ñía de Comer­cio Marí­ti­mo, la Real Manu­fac­tu­ra de Por­ce­la­nas, y has­ta los sas­tres de com­pa­ñía del ejér­ci­to, sin olvi­dar la nacio­na­li­za­ción de los pros­tí­bu­los pro­pues­ta muy en serio, allá por el año trein­ta y tan­tos, bajo Fede­ri­co Gui­ller­mo III, por un hom­bre muy listo.

[********] Unas cuan­tas cifras darán al lec­tor una noción apro­xi­ma­da de la enor­me fuer­za expan­si­va que, aun bajo la opre­sión capi­ta­lis­ta, desa­rro­llan los moder­nos medios de pro­duc­ción. Según los cálcu­los de Gif­fen, la rique­za glo­bal de la Gran Bre­ta­ña e Irlan­da ascen­día, en núme­ros redon­dos, a:

1814.….…..2.200 millo­nes de libras esterlinas

1865.….…..6.100 » » » »

1875.….…..8.500 » » » »

Para dar una idea de lo que repre­sen­ta el des­pil­fa­rro de medios de pro­duc­ción y de pro­duc­tos malo­gra­dos duran­te las cri­sis, diré que en el segun­do Con­gre­so de los indus­tria­les ale­ma­nes, cele­bra­do en Ber­lín el 21 de febre­ro de 1878, se cal­cu­ló en 455 millo­nes de mar­cos las pér­di­das glo­ba­les que supu­so el últi­mo crac, sola­men­te para la indus­tria side­rúr­gi­ca ale­ma­na. (Nota de Engels.)

[43] «Seehand­lung» («Comer­cio Marí­ti­mo»): socie­dad de cré­di­to comer­cial fun­da­da en 1772 en Pru­sia. Goza­ba de impor­tan­tes pri­vi­le­gios esta­ta­les y con­ce­día gran­des cré­di­tos al gobierno.


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