Des­aho­go – Asun Lasa

La bue­na noti­cia que hemos reci­bi­do por par­te de ETA me ha lle­na­do de ale­gría y me ha hecho pen­sar en todas las per­so­nas que han sufri­do las con­se­cuen­cias de sus accio­nes. Mi más sin­ce­ro abra­zo a cada uno de vosotros.

Des­de todos los sec­to­res, somos muchos los que en Eus­kal Herria lle­va­mos tra­ba­jan­do duro para que la paz recu­pe­re la dig­ni­dad arre­ba­ta­da. Y ese camino debe ser­vir para que todas las víc­ti­mas recu­pe­re­mos tam­bién la nuestra.

Quie­ro que que­de cons­tan­cia de que habla­ré a títu­lo individual.

La pren­sa, los polí­ti­cos y el poso que esos dos pri­mos her­ma­nos han ido impri­mien­do en la socie­dad siguen acu­san­do sólo a ETA de haber sido la cau­sa úni­ca de nues­tro sufri­mien­to. Y, la ver­dad, no sé si me pasa sólo a mí, pero lo cier­to es que estoy harta.

Har­ta de tra­gar­me los sapos que nos escu­pen los medios; de aguan­tar la ver­bo­rrea nau­sea­bun­da de los que viven a cos­ta de mis impues­tos; de man­te­ner a los que callan, orde­nan o cobi­jan a los tor­tu­ra­do­res (los míos segu­ra­men­te segui­rán dur­mien­do plá­ci­da­men­te en su cómo­da cama, sin tener el más lige­ro remor­di­mien­to de su mons­truo­si­dad). Y har­ta de que nadie me pida per­dón, de que nadie nos pida perdón.

ETA debe pedir per­dón por el dolor cau­sa­do. Así lo creo. Pero no sólo es ETA quien debe hacer­lo. Otras muchas víc­ti­mas hemos sido igno­ra­das, aban­do­na­das y no reco­no­ci­das por orga­nis­mos ofi­cia­les, polí­ti­cos y gru­pos mediá­ti­cos. Dema­sia­das fami­lias hemos per­di­do a nues­tros seres que­ri­dos y dema­sia­das per­so­nas hemos sufri­do, en pro­pia car­ne, el horror de la tor­tu­ra de esos otros que, escon­di­dos o no bajo siglas cono­ci­das, bajo uni­for­mes con meda­llas incrus­ta­das, han secues­tra­do, tor­tu­ra­do, ase­si­na­do y hecho des­apa­re­cer a nues­tros hijos, her­ma­nos, amigos…

Ampa­ra­dos por una orden de los jue­ces (esos seño­res into­ca­bles que tam­bién duer­men en su casa, como si las cel­das de las cár­ce­les sólo se hubie­ran cons­trui­do para los demás), esos otros terro­ris­tas nos arre­ba­ta­ron, a las fami­lias, el dere­cho legí­ti­mo a ente­rrar­los dig­na­men­te. Y no con­ten­tos con eso, pro­te­gi­dos por la fuer­za de la ley y de la porra, nos gol­pea­ron en el mis­mo cemen­te­rio, jun­to a los ataúdes.

Tras doce lar­gos años de «des­apa­ri­ción legal», los fami­lia­res de Jose A. Lasa y Jose I. Zaba­la tuvi­mos la insen­sa­ta osa­día de creer que al fin había lle­ga­do la hora de poder aco­ger­los, llo­rar por ellos, sen­tir­los cer­ca, des­pe­dir­nos. Esa inge­nua creen­cia, esa fal­sa ilu­sión, por lla­mar­la de algún modo, duró ape­nas un sus­pi­ro. Y es que ense­gui­da supi­mos que pre­ten­der dar sepul­tu­ra dig­na a los res­tos, y nun­ca mejor dicho, de mi her­mano y de su com­pa­ñe­ro, era un error imperdonable.

Por aquel enton­ces, y con esa mis­ma inge­nui­dad, des­co­no­cía­mos que si ellos per­te­ne­cían a ETA, noso­tros (padres, her­ma­nos, ami­gos) tam­bién éra­mos miem­bros de la «ban­da», cuan­do no cola­bo­ra­do­res, apó­lo­gos, cóm­pli­ces o futu­ros inte­gran­tes. Quién nos iba a decir que, des­pués de tan­tos años, lle­ga­ría el buen fis­cal gene­ral de los espa­ño­les y nos haría el gran­dí­si­mo favor de acla­rár­nos­lo: Los fami­lia­res de miem­bros de ETA («el entorno eta­rra», así nos lla­man) tene­mos que «pedir per­dón», tal vez «por lo que algún día hubié­ra­mos hecho». Olé.

Cier­to: Me dis­cul­po por tener la des­fa­cha­tez de fir­mar este artícu­lo, cre­yén­do­me con dere­cho a ejer­cer, por pri­me­ra vez en toda mi vida sin expe­ri­men­tar un páni­co atroz, mi liber­tad de expresión.

Ten­go la «suer­te» de ser una de las pocas víc­ti­mas reco­no­ci­das «del otro ban­do» (para que me entien­dan). Y aun así, no pue­do que­jar­me, por ejem­plo, de que Galin­do, habien­do sido con­de­na­do por secues­tro y ase­si­na­to (una vez más no hubo sufi­cien­tes prue­bas para con­de­nar las jodi­das tor­tu­ras), reci­bie­ra con­de­co­ra­cio­nes y víto­res por su gran labor en el ámbi­to del ser­vi­cio y la pro­tec­ción civil.

Tam­po­co pue­do que­jar­me de las tor­tu­ras que reci­bí en comi­sa­ría, que nun­ca denun­cié y sobre las que jamás has­ta hoy había habla­do públicamente.

Recuer­do que antes de salir del edi­fi­cio ofi­cial don­de me tor­tu­ra­ron, me hicie­ron fir­mar en un papel mi eterno silen­cio. Tal vez toda­vía no me haya per­do­na­do por ello. Pero ¿quién me iba a creer? La bol­sa, los elec­tro­dos, las fle­xio­nes, los tiro­nes de pelo, el perro que sol­ta­ron, nada de eso deja hue­llas físi­cas. Tam­po­co el via­je, des­de Donos­tia a Madrid, espo­sa­da, con el culo apo­ya­do enci­ma de una cha­pa metá­li­ca, en la par­te tra­se­ra de un Land Rover sin asien­to y sin res­pal­do. Ni las ame­na­zas que me obli­ga­ban a escu­char sin per­mi­so para levan­tar la cabe­za. Ni la man­ta que me tapa­ba ente­ra al salir del coche. Ni los gri­tos. Ni la obli­ga­ción de per­ma­ne­cer de pie, delan­te de la miri­lla de la cel­da, sin que pudie­ra sen­tir­me can­sa­da, can­sa­dí­si­ma, muy muy cansada.

Tenía que estar ergui­da. Y yo, sim­ple­men­te, no podía. Pero había que poder… y no podía…

¿De qué me iba a que­jar, si no me habían toca­do, si no me habían tor­tu­ra­do? Por­que… ¿quién dice que todo eso es tortura?

¿Quién dice que es tor­tu­ra tener que man­te­ner la inte­gri­dad ante un hom­bre moreno, serio y fuer­te con una cade­na en la mano, envuel­ta en un plás­ti­co, que gol­pea­ba fuer­te­men­te una mesa cada vez que me pre­gun­ta­ba por todo lo que sabía?

¿Quién dice que es tor­tu­ra notar bajar por los mus­los cho­rros de mi pro­pia ori­na, una vez y otra más, y otra, y otra, al tiem­po que con­tes­ta­ba ange­li­cal­men­te «yo nun­ca he hecho nada de lo que me acusan»?

¿Quién dice que es tor­tu­ra acep­tar el per­mi­so que me daban para morir en la cel­da, sucia, rota y sin haber toca­do el agua en los sie­te días que duró aquel calvario?

Con los vaque­ros moja­dos has­ta la rodi­lla… ¿cómo expli­car­lo? ¿Cómo se sien­te alguien que tras haber sufri­do seme­jan­te ultra­je físi­co y emo­cio­nal tie­ne la obli­ga­ción de seguir vivien­do, mal­vi­vien­do, sobre­vi­vien­do, con­vi­vien­do… con el mie­do tatua­do para siem­pre en el cuer­po y con el alma enfer­ma tam­bién para los restos?

Pen­sad­lo bien: ¿A quién se le ocu­rri­ría decir que en Madrid (don­de no me toca­ron) fui tor­tu­ra­da por las fuer­zas y cuer­pos de segu­ri­dad del Esta­do español?

¿Por qué los sal­va­guar­das de la demo­cra­cia de ese mis­mo Esta­do espa­ñol no tie­nen que pedirme/​pedirnos per­dón por eso?

A pesar de todo el sufri­mien­to del pasa­do, en gran par­te supe­ra­do, con mucha volun­tad y la ayu­da de per­so­nas entra­ña­bles, sigo tenien­do espe­ran­za en el futu­ro. Pero, a la vez, sien­to que todos los esfuer­zos para con­se­guir la paz en Eus­kal Herria, que es tam­bién la paz inte­rior de todas las víc­ti­mas del terror, no pue­den seguir ges­tán­do­se des­de la omi­sión de la his­to­ria no ofi­cial de este país.

.* Asun lasa es her­ma­na de Joxean lasa, este tes­ti­mo­nio lo ha ocul­ta­do has­ta aho­ra, de ahí su titu­lar. Espeluznante.

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