El odio de los vivos- Anto­nio Alva­rez Solís

Dudo, sim­ple­men­te dudo, que en una per­so­na­li­dad acep­ta­ble­men­te cons­ti­tuí­da pue­da alo­jar­se el odio a los vivos basa­do en el supues­to res­pe­to o amor a los muer­tos. Hablo, como es obvio, de la muer­te suce­di­da con vio­len­cia, que plan­tea tan­tas veces una ira oscu­re­ce­do­ra. Acep­tar una con­tra­dic­ción de esta índo­le des­ve­la una pasión que, basa­da habi­tual­men­te en la ven­gan­za, pro­lon­ga la muer­te del des­apa­re­ci­do has­ta con­ta­mi­nar toda la exis­ten­cia del ser vivo e inclu­so de la colec­ti­vi­dad a la que per­te­ne­ce. Ese odio, con su car­ga de exter­mi­nio, hace de la muer­te una emo­ción que pue­de inclu­so sus­ci­tar una peli­gro­sa per­ver­si­dad de cara a la ges­tión y comu­ni­ca­ción del pen­sa­mien­to. Toda polí­ti­ca col­ma­da de muer­tos tras­tor­na sus pre­ten­sio­nes y se con­vier­te en un meca­nis­mo béli­co. No exclu­yo, acla­ro de ante­mano, la jus­ti­cia que haya de hacer­se ante una muer­te, sea de quien sea, y sobre todo la lec­ción que deba extraer­se de la tra­ge­dia, pero con­ver­tir la jus­ti­cia en cruel­dad equi­va­le a des­truir­la. Resul­ta pavo­ro­so ima­gi­nar un mun­do don­de el ojo por ojo y dien­te por dien­te pri­me sobre la refle­xión mesu­ra­da y con­vier­ta la pre­sun­ta cri­mi­na­li­dad con­cre­ta en un ceda­zo por el que hayan de pasar inter­mi­na­ble­men­te gen­tes por razón de su pro­xi­mi­dad o cual­quier cla­se de cer­ca­nía al que ha mata­do. No es sen­sa­to que la muer­te can­ce­ri­ce la vida ‑aun­que se tra­te de una muer­te pre­ña­da de vio­len­cia- has­ta con­ver­tir­la en un cam­po de con­cen­tra­ción pro­pio del fas­cis­mo moral y polí­ti­co más recu­sa­ble. Hablo, pues, y en defi­ni­ti­va, de la paz social.

Pero ¿en qué con­sis­te la paz social? La cues­tión es gra­ve. La paz social se cons­tru­ye pre­fe­ren­te­men­te evi­tan­do las exclu­sio­nes del dis­cur­so colec­ti­vo más que cri­ban­do a los que hayan de par­ti­ci­par en él. Es, pues, un tra­ba­jo de suma más que de sus­trac­ción. Cuan­tos más seres tomen par­te en la edi­fi­ca­ción de algo menos espa­cio que­da para la mar­gi­na­li­dad de los apar­ta­dos, que es don­de pue­den cocer­se los ren­co­res más abrup­tos. Es muy difí­cil hablar con pro­xi­mi­dad si unos deter­mi­na­dos ciu­da­da­nos insis­ten en admi­nis­trar la pala­bra en soli­ta­rio y de for­ma pre­fe­ren­te. Sobre todo si estos ciu­da­da­nos son ele­va­dos a defi­ni­do­res de las for­mas socia­les o de ámbi­tos para la liber­tad, más aún si tene­mos en cuen­ta que la liber­tad es un valor pleno y deter­mi­nan­te. Una liber­tad sec­cio­na­da deja auto­má­ti­ca­men­te de ser­lo. Es una sus­tan­cia muy deli­ca­da e ines­ta­ble. La liber­tad exis­te en ple­ni­tud en todo indi­vi­duo sin excep­ción o se des­tru­ye su exis­ten­cia ¿Y aca­so no será que es eso lo que se pre­ten­de en el fon­do prac­ti­can­do una liber­tad en por­cio­nes, deci­dien­do qué por­ción de liber­tad ha de ser admi­ti­da? ¿Cri­bar la liber­tad no equi­va­le en el fon­do a temer enfer­mi­za­men­te a quien la prac­ti­ca? Y el temor pue­de cons­ti­tuir otra per­ver­sión del espí­ri­tu. Ale­je­mos al que teme­mos y cae­re­mos en el pozo cie­go de un «noso­tros» pobre. Escri­be el teó­lo­go Eugen Dre­wer­mann: «Si se des­tru­ye el «yo» del indi­vi­duo ya no habrá nin­gu­na liber­tad a la que tener mie­do». ¿Y por qué vivir en el seno del mie­do has­ta tal pun­to que, como dice tam­bién Dre­wer­mann, «lo ver­da­de­ro y lo fal­so se midan por las nor­mas dic­ta­das por las ins­tan­cias com­pe­ten­tes?» ¿Liber­tad como segu­ri­dad? Mal asunto.

A veces me pre­gun­to si la segu­ri­dad no es la limi­ta­ción que bus­can los que temen a la amplia admi­sión del «otro». Inclu­so lle­go a sos­pe­char si con los muer­tos a los que se dice amar tan­to no se edi­fi­ca un muro de defen­sa de otros con­te­ni­dos. Los muer­tos yacen en paz y mere­cen vene­ra­ción, haya sido cual­quie­ra su color y dife­ren­tes sus incli­na­cio­nes. Entre otras cosas por­que trans­mi­ten un mun­do ideal de igual­dad y de reali­dad sere­na que mere­ce ser asu­mi­do en toda su pro­fun­di­dad. Por eso usar­los como un pasa­por­te ideo­ló­gi­co no es hon­ra­do ni noble­men­te ren­ta­ble, huma­na­men­te hablan­do. Estas cosas hay que admi­tir­las en el dis­cur­so inte­lec­tual sin inter­fe­rir­las con actua­cio­nes extra­via­das por la ira.

Pare­ce cla­ro que una muer­te vio­len­ta inci­ta agi­ta­cio­nes angus­tia­das en los deu­dos y su entorno, pero esas reac­cio­nes encres­pa­das no pue­den per­pe­tuar­se en el tiem­po has­ta cons­ti­tuir­las en un pasa­por­te de pre­fe­ren­cia para actuar en la vida públi­ca y, menos, tras­for­mar­las en un argu­men­to per­ma­nen­te para dete­ner el flu­jo de la his­to­ria. Inclu­so seme­ja deli­ran­te que diri­gen­tes públi­cos se con­vier­tan en cos­ta­le­ros de unos sen­ti­mien­tos de dolor tan huma­nos para usar­los como palan­ca mul­ti­uso de la corres­pon­dien­te urna elec­to­ral. La corrup­ción moral gene­ra­li­za­da a la que asis­ti­mos en la actua­li­dad ‑tan tris­te y que pone en cues­tión tan­tas supues­tas noble­zas- no pue­de exten­der­se a ámbi­tos tan tras­cen­den­tes. Los muer­tos per­te­ne­cen al amor ínti­mo y a la refle­xión colec­ti­va, pero no son fichas para jugar con ellas intere­ses que defi­nen la exis­ten­cia de los vivos.

Hacer jus­ti­cia es una acti­vi­dad pun­tual y muy deter­mi­na­da. Pro­lon­gar esa jus­ti­cia has­ta tras­for­mar­la en agua bau­tis­mal de una deter­mi­na­da pos­tu­ra o pre­ten­sión ideo­ló­gi­ca equi­va­le a pre­va­ri­car en las actua­cio­nes que dima­nen de tal empleo. No vale argu­men­tar con solem­ni­dad, tan­tas veces fin­gi­da por los polí­ti­cos, en torno a los des­gra­cia­dos suce­sos fúne­bres que se esgri­men. Si un agen­te polí­ti­co pro­ce­de así des­ve­la un impu­dor a todas luces liviano. Los muer­tos en su sitio y con res­pe­to; los vivos tan­tas veces en su sitial y con su vario­pin­to jue­go de intere­ses, que hemos de admi­tir por haber­nos des­nu­da­do como colec­ti­vi­dad de toda fun­ción crí­ti­ca a fuer­za de con­ver­tir tenaz­men­te en dog­mas sobre­do­ra­dos y mis­te­rio­sos argu­men­ta­cio­nes febles y menospreciables.

El abu­so de la muer­te, ya sea dada o esgri­mi­da, cons­ti­tu­ye una com­po­nen­te secu­lar del poder, del poder que sea ¿Y ver­da­de­ra­men­te impor­ta tan­to al poder esa muer­te que a con­ti­nua­ción admi­nis­tra de tan varia­dos y abun­do­sos modos? ¿Qué decir de la muer­te masi­va por ham­bre, por intere­ses comer­cia­les, por ambi­cio­nes terri­to­ria­les, por asun­ción de gran­de­zas? El cinis­mo resul­ta ate­rra­dor. Siem­pre recuer­do la fra­se de Napo­león a la vis­ta de la car­ni­ce­ría de la bata­lla de Wagran: «Esto lo resuel­ve París en una sola noche». Y es más gra­ve aún ese cinis­mo si se tor­na inso­len­te y mani­pu­la­dor para con­se­guir vic­to­rias men­gua­das, como el esca­ño en algún estra­to de gobierno.

La demo­cra­cia espa­ño­la ha veni­do a cons­ti­tuir per­pe­tua­men­te un fra­ca­so irri­tan­te por­que se basa sobre todo en el empleo intere­sa­do de los muer­tos, a los que no hon­ra en muchas oca­sio­nes sino que apro­ve­cha. El mis­mo len­gua­je emplea­do para hablar de esta cues­tión tan espi­no­sa reve­la has­ta qué pun­to está pene­tra­da por sen­ti­mien­tos fre­cuen­te­men­te nada apre­cia­bles. Es un len­gua­je móvil y muy poco sóli­do moral­men­te. Los ven­ce­do­res hablan de caí­dos res­pec­to a los suyos y así tra­tan de con­ver­tir­los en un argu­men­to de vic­to­ria per­ma­nen­te, inclu­yén­do­los inclu­so en las pare­des de los tem­plos, y hablan sim­ple­men­te de muer­tos cuan­do se refie­ren a los derro­ta­dos, siem­pre cri­mi­na­les a jui­cio de los que deten­tan el poder.

Como me decía, con iró­ni­ca con­for­ma­ción, un vie­jo coman­dan­te repu­bli­cano que había per­di­do una pier­na en la bata­lla de Teruel, y al que nega­ban ocu­par un asien­to reser­va­do en los tran­vías para los caba­lle­ros muti­la­dos lla­ma­dos nacio­na­les, «hay muti­la­dos por Dios y por Espa­ña y putos cojos».

Los muer­tos no odian nun­ca; odian muchas veces los vivos. Y ese odio tiñe de impo­si­ble la paz y la liber­tad; en una pala­bra, impi­de la demo­cra­cia, que se hace, quie­ran o no quie­ran los ven­ce­do­res, abrien­do la pla­za públi­ca a todas las voces. Por­que la his­to­ria ver­da­de­ra se hace en gran­des espa­cios y la cons­tric­ción sue­le emplear los calle­jo­nes. O habla­mos cla­ra­men­te o esto no tie­ne arreglo

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