A 35 años del Gol­pe Mili­tar en Argen­ti­na: Los ver­sos apa­re­ci­dos de Car­los Aiub – Juan Aiub Ronco

El secues­tro y des­apa­ri­ción de sus tres hijos expul­só a mis abue­los pater­nos a un mun­do ingrá­vi­do don­de jamás vol­ve­rían a hacer pie. Para sobre­vi­vir en él, se afe­rra­ron al meca­nis­mo menos inú­til: con­ser­var la mayor can­ti­dad posi­ble de obje­tos que habían per­te­ne­ci­do a Car­los (mi padre), Riqui y Mari­ta. Esta acu­mu­la­ción garan­ti­za­ba una pre­sen­cia cons­tan­te de los tres en el aire vis­co­so y gris que ya nun­ca deja­rían de con­su­mir en la vie­ja casa de Coro­nel Dorre­go. Con obse­sión de museó­lo­gos, archi­va­ban o expo­nían sus jugue­tes, cua­der­nos esco­la­res, sus ropas y dis­fra­ces, meda­llas, tro­feos, diplo­mas, ins­tru­men­tos musi­ca­les y millo­nes de fotografías.

A los obje­tos que habían pro­te­gi­do ini­cial­men­te, per­te­ne­cien­tes a la infan­cia y juven­tud de sus hijos, se suma­ron en junio de 1977 los que reci­bie­ron des­de La Pla­ta tras el secues­tro de mis padres. Mi otro par de abue­los debió res­ca­tar de la casa en rui­nas todo lo que había sobre­vi­vi­do al saqueo, hur­gan­do como res­ca­tis­tas sin espe­ran­zas entre los escom­bros de un terre­mo­to. Todo lo que resul­tó media­na­men­te ente­ro fue car­ga­do en un camión de mudan­zas y depor­ta­do a Dorre­go, don­de los Aiub acep­ta­ron con agra­do la posi­bi­li­dad de velar por el patri­mo­nio de Car­los y Bea­triz has­ta que pudie­sen regresar.

Este cul­to a la con­ser­va­ción no se había ini­cia­do tras la des­apa­ri­ción de sus hijos, pero fue cuan­do esto ocu­rrió que la colec­ción mate­rial tomó el valor de la res­pi­ra­ción para mis abue­los. No hubo otra cuer­da de don­de tomar­se cuan­do comen­zó el abis­mo. Fue, en prin­ci­pio, la garan­tía de un retorno segu­ro; lue­go, el ali­men­to de una expec­ta­ti­va com­pa­ñe­ra que per­día inten­si­dad con el paso del tiem­po y, por últi­mo, la resig­na­da prue­ba de que esos obje­tos tuvie­ron due­ño, fue­ron pro­pie­dad, habían sido toma­dos o crea­dos por extre­mi­da­des vivas de las que ya no había señal, sólo resul­ta­dos nulos de bús­que­das desesperadas.

Años des­pués, la muer­te de mis abue­los nos puso a mi her­mano y a mí, hacia el fin de nues­tra ado­les­cen­cia, ante el com­pro­mi­so inelu­di­ble de deci­dir el des­tino que debía­mos dar­le a los obje­tos acu­mu­la­dos y man­te­ni­dos por ellos duran­te tan­to tiem­po. Defi­ni­ti­va­men­te, no está­ba­mos dis­pues­tos a car­gar como cara­co­les los argu­men­tos de nues­tro pasa­do, arras­trán­do­los a cada lugar don­de nos des­pla­zá­ra­mos. Debía­mos des­ha­cer­nos de la colec­ción y de la cul­pa con que esta acción cobar­de comen­za­ba a per­se­guir­nos. Nos vimos obli­ga­dos a ana­li­zar, carac­te­ri­zar, cla­si­fi­car y deci­dir des­tino, no solo final sino tam­bién digno, de cada una de las per­te­nen­cias de mi vie­jo y sus her­ma­nos, para sólo apro­piar­nos de lo indis­pen­sa­ble, si es que a algo le cabía esa defi­ni­ción. Fue duran­te esos días de hallaz­gos y des­car­tes, de encuen­tros y recha­zos de la pro­pia his­to­ria (y cuan­do pare­cía que ya nada nos encan­de­ce­ría) que den­tro de una vie­ja caja fla­quea­da, jun­to a las rui­nas de un aje­drez iman­ta­do, un ban­de­rín de River Pla­te y algu­nas revis­tas de his­to­rie­tas, se reve­ló ante noso­tros el vie­jo cua­derno ani­lla­do, de para­dó­ji­ca mar­ca Éxi­to, guar­dián ama­ri­llen­to de los trein­ta poe­mas escri­tos a mano por mi padre.

El cua­derno ter­mi­na­ba así su pri­mer cau­ti­ve­rio e ini­cia­ba el segun­do, aho­ra en mis manos. Había mucho por cono­cer de mi padre antes de sumer­gir­me en su poe­sía. Casi todo. Muchas pre­gun­tas y pocos a quie­nes hacér­se­las. Mucha bron­ca toda­vía ubi­ca­da en luga­res equi­vo­ca­dos. Muchos lega­dos por reci­bir, aun sin saber­los lega­dos. Inten­ta­ba en vano, por esos días, des­cu­brir algu­na puer­ta que me expul­sa­ra fue­ra de mi his­to­ria, que me per­mi­tie­ra ingre­sar en algu­na más con­for­ta­ble, y los poe­mas de mi vie­jo no me lle­va­ban pre­ci­sa­men­te por ese camino.

Es por eso que duran­te años ‑y mien­tras des­cu­bría que no exis­te renun­cia posi­ble a la iden­ti­dad- recluí el cua­derno en una caja simi­lar a aque­lla don­de lo había­mos encon­tra­do. Sabía que algún meca­nis­mo laten­te en mí debía encar­gar­se de libe­rar, tar­de o tem­prano, la poe­sía sobre­vi­vien­te. Final­men­te, esa acti­va­ción lle­gó hacia media­dos de 2007 cuan­do, al cum­plir­se trein­ta años de la des­apa­ri­ción de mi padre, deci­di­mos publi­car­Ver­sos Apa­re­ci­dos, el libro (y pági­na web) que con­tie­ne los trein­ta poe­mas iné­di­tos de Car­los Aiub.

***

Car­los, el mayor de los tres her­ma­nos Aiub, nació el 17 de diciem­bre de 1949 en Coro­nel Dorre­go, un pue­blo rural al sur de la pro­vin­cia de Bue­nos Aires. Allí vivió su infan­cia y juven­tud: fue alumno des­ta­ca­do en la escue­la pri­ma­ria y secun­da­ria, jugó al fút­bol (un nue­ve con más ganas que habi­li­dad), fue un fer­vien­te cató­li­co (mona­gui­llo y miem­bro de Acción Cató­li­ca), escu­chó los Beatles, gri­tó los goles de River, colec­cio­nó estam­pi­llas, jugó al aje­drez, leyó San­do­kan y soñó ser algún per­so­na­je de El Tony o D´Artagnan.

Una vez ter­mi­na­dos sus estu­dios secun­da­rios, Car­los emi­gró a La Pla­ta a estu­diar Geo­lo­gía, carre­ra en la que se gra­duó tiem­po des­pués. Duran­te esos años, la facul­tad, la pen­sión y la reali­dad des­cu­brie­ron para él que la igle­sia no era herra­mien­ta sufi­cien­te para alcan­zar los cam­bios legí­ti­mos con los que comen­za­ba a soñar. Se acer­có al Pero­nis­mo de Base e ini­ció su mili­tan­cia barrial; allí cono­ció a Bea­triz Ron­co ‑Bea en sus poe­mas- quien fue su com­pa­ñe­ra, espo­sa y la madre de sus dos hijos. Jun­tos y en com­pa­ñía de Riqui, eli­gie­ron al Movi­mien­to Revo­lu­cio­na­rio 17 de Octu­bre (MR-17) como nue­vo espa­cio de lucha. Sería el nue­vo y definitivo.

El gol­pe de esta­do de 1976 hirió trá­gi­ca­men­te a la his­to­ria del pue­blo argen­tino y lo hizo con la mis­ma inten­si­dad en mi fami­lia: el 9 de Junio de 1977, detu­vie­ron en La Pla­ta a Bea­triz Ron­co y a Ricar­do Aiub; al día siguien­te, a Car­los, de quie­nes jamás se cono­ció su para­de­ro; un mes des­pués en un ope­ra­ti­vo, ase­si­na­ron a Mari­ta, a su espo­so Rafael Caie­lli (mili­tan­tes Mon­to­ne­ros) y a Clau­dio, el hijo de ambos de solo dos meses de edad; tam­bién en julio de ese año, secues­tra­ron en Coro­nel Dorre­go a María, la madre de los her­ma­nos Aiub que, tras ser bru­tal­men­te tor­tu­ra­da, fue libe­ra­da días después.

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Car­los fue un apa­sio­na­do de la lite­ra­tu­ra; aun gra­dua­do y sien­do docen­te en el Museo de Cien­cias Natu­ra­les, con­ti­nua­ba con su tra­ba­jo alter­na­ti­vo de ven­ta ambu­lan­te de libros. Su com­pa­ñe­ro de ven­tas era un escri­tor que reco­rría La Pla­ta a bor­do de un vie­jo Citroën azul sobre el que pin­ta­ba a mano y en color blan­co los afo­ris­mos de su auto­ría (La mano ami­ga, sobre el hom­bro ali­via; recuer­do sobre un guar­da­ba­rro). Jun­tos, deam­bu­la­ban por pasi­llos de orga­nis­mos públi­cos ofre­cien­do libros que car­ga­ban o encar­ga­ban por catá­lo­go. Se habían cono­ci­do años antes como veci­nos de tablón en la feria de libros usa­dos que se rea­li­za­ba regu­lar­men­te en la pla­za San Mar­tín pla­ten­se, la peque­ña Pla­za de Mayo de esa ciu­dad, por don­de pasa su his­to­ria polí­ti­ca, don­de años des­pués mar­cha­rían las Madres, don­de muchos años des­pués mar­cha­ría­mos los HIJOS.

A pesar de esta pasión de mi vie­jo por la lec­tu­ra, no es mucho lo que que­dó de su biblio­te­ca, casi nada, solo un par de libros y algu­nos tes­ti­mo­nios: A san­gre fría, de Tru­man Capo­te y Otra vuel­ta de tuer­ca, de Henry James fue­ron reco­men­da­dos como impres­cin­di­bles por él. Encon­tra­mos, tiem­po des­pués de la publi­ca­ción de Ver­sos Apa­re­ci­dos, una anto­lo­gía de Paco Uron­do que había per­te­ne­ci­do a mi padre, con­fir­man­do la sos­pe­cha casi obvia de que algu­na vez había leí­do al poe­ta san­ta­fe­sino. Pero nada más, esto es todo. El res­to fue des­trui­do por el gru­po de tareas al alla­nar la que fue­ra mi últi­ma casa pater­na o gra­dual­men­te aban­do­na­do por mi vie­jo en mudan­zas ante­rio­res de las que no debían que­dar rastros.

Insis­tir en cono­cer cuá­les habían sido sus lec­tu­ras sólo era un inten­to más por des­cu­brir­lo como escri­tor, cate­go­ría de la que no había más pis­tas que el cua­derno halla­do. Sólo eso y nada más. Nin­gu­na per­so­na cer­ca­na a él, al menos entre los vivos, cono­cía a este otro Car­los ocul­to, al poe­ta. Nadie, ni siquie­ra su ami­go escri­tor de afo­ris­mos. Nada, ni una cer­ti­dum­bre, sólo el cua­derno. ¿Cuál habrá sido la real dimen­sión de la obra de mi vie­jo? ¿Sólo habrá escri­to estos trein­ta poe­mas? ¿Serán estos una peque­ña frac­ción de una obra mayor? ¿Hubie­se que­ri­do hacer­los públi­cos? Estas son todas incóg­ni­tas de cuya res­pues­ta nos pri­va­rá por siem­pre la acción de la dic­ta­du­ra. No sólo el des­tino de los cuer­pos nos fue y es aún nega­do, infi­ni­tas pre­gun­tas irre­suel­tas como éstas, nos sobre­vue­lan día a día car­gan­do de peso real, casi sóli­do, a sus desapariciones.

Pene­trar en el cua­derno de mi vie­jo para trans­cri­bir su poe­sía con la inten­ción pos­te­rior de difun­dir­la resul­tó un via­je cifra­do. Lo pri­me­ro que los poe­mas dejan ver es su escri­tu­ra exclu­si­va en letras mayús­cu­las y caren­tes de pun­tua­ción. La mayo­ría no poseen títu­lo, sólo unos pocos lo reci­bie­ron. Algo simi­lar ocu­rre con las fechas, no todas fue­ron regis­tra­das por Car­los; con­tem­plan­do aque­llos que sí fue­ron fecha­dos, resul­ta extra­ña la inexis­ten­cia de una línea cro­no­ló­gi­ca den­tro del orde­na­mien­to espa­cial (el orde­na­mien­to ha sido res­pe­ta­do en la publi­ca­ción y sobre esa base, nume­ra­dos): los poe­mas van y vie­nen en el tiem­po, pasan por 1972, sal­tan a 1975 y regre­san nue­va­men­te a años ante­rio­res. Jun­to a la incóg­ni­ta de esta línea tem­po­ral rota, el cua­derno mues­tra una deci­di­da uti­li­za­ción de la tin­ta (bas­ta aca­ri­ciar las hojas añe­jas para corro­bo­rar­lo), con tacha­du­ras y correc­cio­nes prác­ti­ca­men­te inexis­ten­tes. ¿Cómo expli­car la extra­ña ubi­ca­ción de los poe­mas? ¿Cómo enten­der esa segu­ri­dad en la pala­bra? La úni­ca res­pues­ta que ha cal­ma­do mi voca­ción de detec­ti­ve sal­va­je es que el cua­derno con­tie­ne un selec­ción hecha por mi padre, un poe­ma­rio cons­trui­do para ser ata­ca­do en el orden por él esta­ble­ci­do y de modo com­ple­to, como el mapa de un teso­ro per­di­do (¿la revo­lu­ción?), don­de solo la reso­lu­ción de cada pis­ta per­mi­te avan­zar a la siguien­te. El cua­derno es una bote­lla lan­za­da a un mar pica­do, cuyo men­sa­je no trans­por­ta las espe­ran­zas de un res­ca­te impo­si­ble, sino las coor­de­na­das de una isla don­de es posi­ble per­du­rar en el tiem­po y que­brar el olvido.

La poe­sía de Car­los Aiub es poe­sía heri­da por las esquir­las de una reali­dad feroz. Es poe­sía que san­gra ante las evi­den­cias de un mun­do par­ti­do. Es poe­sía por momen­tos ago­ni­zan­te, don­de la cer­ca­na posi­bi­li­dad de la muer­te no está siquie­ra sedu­ci­da por la duda de una alter­na­ti­va pos­te­rior, sino pade­ci­da como el vacío que no per­mi­ti­rá sin­te­ti­zar­se en el triun­fo inexo­ra­ble. Pero es tam­bién poe­sía arma­da, poe­sía fusil per­si­guien­do el vér­ti­go y la inten­si­dad de una trans­for­ma­ción urgen­te. Es poe­sía ínti­ma, reco­no­cien­do en su amor por Bea al motor nece­sa­rio para el coti­diano andar den­tro de la reali­dad vis­co­sa. Y es, por sobre todo, poe­sía entre­ga, aque­lla que nos cuen­ta sobre sus hijos, flo­res y pro­yec­tos, temien­do una vio­len­ta impo­si­bi­li­dad de ver­los cre­cer, pero con­fian­do en la liber­tad como úni­co posi­ble legado.

***

El len­gua­je esco­gi­do por Car­los prio­ri­za la con­tun­den­cia de la pala­bra por sobre for­mas esté­ti­cas com­ple­jas: las dudas por saber si alcan­za sólo con el volun­ta­ris­mo el ir de aquí para allá el odio y el amor jun­tos en cada pala­bra o en cada mirada/​si alcan­za con el opti­mis­mo o el que­rer lim­piar a medio mun­do(…) ‑poe­ma seis-. Estas incer­ti­dum­bres a las que no con­si­gue ven­cer mar­can los lími­tes de un uni­ver­so ínti­mo, des­de don­de Car­los nos habla y se habla a sí mis­mo: los ver­sos que aún inten­tás a golpes/​el amor y el odio juntos/​sin saber cuál es cuál a par­tir de algún momen­to(…) -poe­ma dos-.

Sus ver­sos están car­ga­dos de una melan­co­lía extre­ma, refu­gio esen­cial don­de reco­brar fuer­zas para per­ma­ne­cer en esa cor­ni­sa cuyos ries­gos reco­no­ce cer­ca­nos y deci­de no aban­do­nar: y más allá de esas dudas seguir ade­lan­te /​sabien­do que esta es tu vida ya y que no podrás salir­te por­que no que­rés salir­te (…)-poe­ma seis-; la tris­te­za es un peda­zo de cie­lo tras la ven­ta­na peque­ña de la celda/​es morir y no ver el triun­fo (…) -poe­ma doce-.

Pero la mili­tan­cia es, a pesar de todo, ale­gría: (…) la ale­gría de noso­tros en ellos…/ la ale­gría en esta guerra/​las par­tes lin­das de la gue­rra sucia en la gue­rra larga/​la ofren­da gene­ro­sa pura/​la ofren­da esca­mo­tea­da qui­zá para maña­na mismo…/ la peque­ña zona libe­ra­da de mis sue­ños de estratega/​el mar­co de la gue­rra cotidiana…/ así sim­ple mez­clán­do­se lo nues­tro con el barrio, con los cum­pas de la dia­ria mili­tan­cia (…) ‑poe­ma uno-.

Mi padre libró una gue­rra pro­lon­ga­da con el joven cató­li­co que fue y que pare­ce no haber derro­ta­do com­ple­ta­men­te: todo va cambiando/​has­ta aquel niño que vino si vino/​y lo de la paz que trajo/​pen­sás bas­ta del opio/​bas­ta de esa paz de los sepul­cros (…) ‑poe­ma die­cio­cho-; pen­sar en Dios/​y muchas veces dudar (…) ‑poe­ma tres-.

Su poe­sía encuen­tra lugar para hon­rar a los com­pa­ñe­ros fusi­la­dos en la masa­cre de Tre­lew: Reto­mo la vida de uste­des inconclusa/​reto­mo la poe­sía aque­lla tam­bién inconclusa/​reto­mo mi pro­pio camino enton­ces (hace tres años Tre­lew 22 de agosto)/ y bus­co (…) ‑poe­ma die­ci­sie­te-. En otro de los poe­mas rin­de home­na­je a un com­pa­ñe­ro caí­do apo­da­do “El Gor­do”, con quien recuer­da haber com­par­ti­do años de pen­sión y mili­tan­cia estu­dian­til para lue­go tomar cada uno cami­nos de lucha dife­ren­tes. La publi­ca­ción deVer­sos Apa­re­ci­dos y su reper­cu­sión pos­te­rior nos per­mi­tió iden­ti­fi­car al Gor­do: se tra­ta de Car­los Sta­ri­ta, mili­tan­te del ERP que fue­ra aba­ti­do en un enfren­ta­mien­to rela­cio­na­do con el secues­tro del enton­ces direc­tor del dia­rio El Día, de La Pla­ta. Esta caí­da empu­ja a Car­los, una vez más, a refle­xio­nar sobre la muer­te y su cer­ca­na posi­bi­li­dad: aquel Gor­do es el de esta noti­cia que te cuento/​es el recuer­do que te trae la idea más con­cre­ta de la muer­te-poe­ma ocho-.

Las dudas que pesan en la pala­bra de Car­los pare­cen derrum­bar­se ante su mayor cer­te­za, el amor por Bea­triz, mi madre: a cuen­ta de tu per­ma­nen­te entre­ga de ter­nu­ras y sorpresas/​a cuen­ta de vos toda y de lo que buscamos/​es éste mi rega­lo más ínti­mo ‑poe­ma die­ci­nue­ve-; por lo que va a venir/​por lo que buscamos/​por todo eso Bea/​te quie­ro -poe­ma veintiuno-.

Vuel­vo una y otra vez sobre los poe­mas de mi padre en bus­ca de nue­vos ras­tros, con­ven­ci­do de que habrá más hallaz­gos. Sin embar­go no pue­do evi­tar dete­ner­me, inde­fen­so, siem­pre en los mis­mos ver­sos don­de mi padre se habla a sí mismo:

temés tam­bién tu olvido

o algo así

el qué pen­sa­rán de vos

si te recordarán

si tu nom­bre bau­ti­za­rá algo o ser­vi­rá para algo

temer el final que no te deje ver el final

De todas las con­se­cuen­cias que tra­jo la publi­ca­ción de Ver­sos Apa­re­ci­dos, tal vez la siguien­te haya sido la más valio­sa, la úni­ca capaz de atra­ve­sar la poe­sía de mi vie­jo, de desa­fiar­la, de cerrar aun­que sea una de las incóg­ni­tas que nos dejó su pala­bra inte­rrum­pi­da. Repro­duz­co la res­pues­ta de una com­pa­ñe­ra de mi vie­jo a los ver­sos de arri­ba. Ella esta­ba emba­ra­za­da cuan­do secues­tra­ron a Daniel (nom­bre de gue­rra de mi padre) y dice estar viva gra­cias al silen­cio de mi vie­jo ante la tortura:

Car­los (Daniel), sí te recordamos.

Memo­ria eter­na, pasa­rá de gene­ra­ción en generación.

Sí, bau­ti­zas­te, mi hijo lle­va tu nom­bre, vos lo salvaste.

***

No me per­te­ne­ce ni un solo recuer­do de mi padre, carez­co abso­lu­ta­men­te de ellos. Ni uno solo. Por más que lo inten­te y me lo repro­che, no pue­do recu­pe­rar ni una sola esce­na; sólo tenía 64 días de vida cuan­do lo secues­tra­ron. He inten­ta­do apro­piar­me de algún recuer­do ajeno pero el expe­ri­men­to no fun­cio­na. Tam­po­co logro con­for­mar­me con los recuer­dos de sus fotos, el hecho de vol­ver a ver­las infi­ni­tas veces no me per­mi­te entrar en ellas, a pesar de los inten­tos, no logro pene­trar­las. Mi memo­ria sobre él sólo tie­ne dos dimen­sio­nes y bor­de blan­co, son siem­pre las mis­mas imá­ge­nes dete­ni­das con­tra las que he corri­do una carre­ra des­igual has­ta final­men­te supe­rar­las en edad. No logro dotar de volu­men su cuer­po, ni mucho menos asig­nar­le movi­mien­to. Sin embar­go, y a par­tir de la apa­ri­ción de los poe­mas, comen­cé a recor­dar la voz mi padre. Recuer­do una voz que nun­ca escu­ché, o que sólo escu­che un puña­do de días. Recuer­do soni­dos y pala­bras en extre­mo cer­ca­nas que no res­pon­den mis pre­gun­tas (lo he inten­ta­do) ni me mar­can cami­nos (tam­bién lo he inten­ta­do). La voz que recuer­do sólo reci­ta los ver­sos que le per­te­ne­cen, y es en ellos don­de debo bus­car el encuen­tro incon­clu­so con mi padre. Alcan­zar por fin ese diá­lo­go pos­ter­ga­do es hoy un triun­fo míni­mo pero posible.

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