No es casual que las tres grandes potencias futbolísticas europeas ‑por no decir mundiales- sean Italia, Alemania y España. ¿Qué mejores cunas que las del fascismo, el nazismo y el franquismo para criar las más nutridas camadas de hinchas vociferantes, el sostén económico y moral de los grandes equipos? Decía Einstein que quienes se enardecen ante un desfile militar solo por error han recibido un cerebro, pues con médula espinal habrían tenido bastante. Y lo mismo cabe decir, y por las mismas razones, de quienes se exaltan al presenciar un partido de fútbol. En ambos casos, la patética ‑y patológica- exaltación del público deriva de su identificación simbólica con una banda de guerreros dispuestos a aniquilar a un supuesto enemigo. Somos los mejores. A por ellos. Ni Hitler ni Mussolini podrían haberlo dicho más claro.
Tampoco es casual que los hinchas españoles acostumbren a tocarse con monteras o tricornios (tan parecidos, tan anacrónicos, tan esperpénticos) y a enarbolar esas grotescas banderolas bicolores en las que el escudo ha sido sustituido por la negra silueta de un toro bravo. Los cuernos, por parejas o tríos ‑o por parejas de tríos- son los perfectos emblemas de la España más profunda y de la más superficial. Los cuernos, esas protuberancias ofensivas que convierten la cabeza, sede del pensamiento, en arma embestidora. Muera la inteligencia, viva la muerte.
Esto no significa que todos los aficionados al fútbol sean fascistas u oligofrénicos; disfrutar viendo un buen partido es compatible con cualquier ideología o nivel intelectual; pero los hinchas propiamente dichos, esas manadas de descerebrados que aúllan como energúmenos y celebran las victorias de “su” equipo al estilo de los hunos o las bacantes, gozan mucho menos de la estética del juego que de su burda simbología bélica y erótica, y su placer, como el del sádico y el envidioso, dimana fundamentalmente del fracaso de otros, es decir, del sufrimiento ajeno. Y para el aficionado a los toros, la elegancia de una verónica no es sino la torpe coartada de su sed de sangre. Los toreros y los futbolistas se arriesgan menos que los antiguos gladiadores y están mejor pagados, pero cumplen la misma función: embrutecer a las masas, canalizar su agresividad y facilitar su control.
Fútbol y toros, feroces ritos de sometimiento y destrucción de una sociedad enferma; aniquilación simbólica del equipo perdedor en el primer caso, tortura y aniquilación real de la bestia totémica en el segundo. El agonismo y la agonía, la pasión y la muerte como celebración y espectáculo, en la línea de esa siniestra tradición nacionalcatólica que ha ensombrecido los últimos cinco siglos de la historia de España. Pura degradación. Puro sadomasoquismo. Puro fascismo. Bendecido, como era de prever, por una ministra a la altura de las circunstancias, es decir, de las botas y las pezuñas; una ministra tan zafia e indigna como para decir públicamente que eso es cultura.