«Fidel y la reli­gión» cum­ple 25 años + Vídeo por Cubadebate

  • En 1985 comen­zó el diá­lo­go entre Fidel y del frai­le domi­ni­co Frei Bet­to, que apa­re­ce­rían en el anto­ló­gi­co Fidel y la Reli­gión, “un libro que tuvo un impac­to muy fuer­te por­que qui­tó el pre­jui­cio de los comu­nis­tas y el mie­do de los cris­tia­nos, creó puen­tes en dos ori­llas de un mis­mo río”, diría Bet­to. Cuba­de­ba­te com­par­te con uste­des un frag­men­to del docu­men­tal de la rea­li­za­do­ra Rebe­ca Chá­vez, “Esa inven­ci­ble espe­ran­za”, que ofre­ce­mos en exclu­si­va, y un tex­to de Frei Bet­to que rese­ña su encuen­tro con Fidel hace 25 años y cómo se for­jó la amis­tad entre ambos.

Frei Betto en la presentación de su libro "Fidel y la Religión". (Foto de Archivo)

Cono­cí a Fidel en Mana­gua, la noche del 19 de julio de 1980, pri­mer ani­ver­sa­rio de la Revo­lu­ción San­di­nis­ta. Lula y yo está­ba­mos en casa de Ser­gio Ramí­rez cuan­do él lle­gó a reu­nir­se con empre­sa­rios nica­ra­güen­ses. Nos salu­da­mos y se refu­gió en la biblio­te­ca. Eran las dos de la madru­ga­da cuan­do el padre Miguel D’Escoto, can­ci­ller de Nica­ra­gua, nos pre­gun­tó si está­ba­mos intere­sa­dos en con­ver­sar con el Coman­dan­te. El diá­lo­go se exten­dió has­ta las seis de la maña­na, obser­va­do por Cho­mi Miyar, aten­to a las foto­gra­fías y un Manuel Piñei­ro soño­lien­to, des­plo­ma­do sobre su espe­sa bar­ba que ser­vía de para­bán a un lar­go taba­co apa­ga­do. Habla­mos de reli­gión. Fue cuan­do él me pre­gun­tó si esta­ba dis­pues­to a ir a Cuba a ase­so­rar el reacer­ca­mien­to entre el Gobierno y la igle­sia cató­li­ca. Res­pon­dí que eso depen­día de los obis­pos cuba­nos, quie­nes al siguien­te año res­pon­die­ron de mane­ra posi­ti­va a la propuesta.

En febre­ro de 1985 vine a La Haba­na invi­ta­do por la Casa de las Amé­ri­cas. En vís­pe­ras del regre­so a Bra­sil, Chomy me invi­tó a almor­zar en su casa. Trans­cu­rría la media noche cuan­do Fidel lle­gó. Reto­ma­mos el tema reli­gio­so. Esta vez hizo una lar­ga expo­si­ción sobre su for­ma­ción cató­li­ca en la fami­lia y en las escue­las de los lasa­llis­tas y jesuitas.

Le pre­gun­té si esta­ría dis­pues­to a repe­tir lo que me había reve­la­do en una peque­ña entre­vis­ta que ser­vi­ría, de hecho, para el libro que yo pen­sa­ba escri­bir sobre la Revolución.

Acep­tó y acor­da­mos hacer­la en mayo de aquel año.

Des­em­bar­qué en la fecha acor­da­da que coin­ci­dió con el ini­cio de las trans­mi­sio­nes de Radio Mar­tí ‑20 de mayo de 1985. Fidel se dis­cul­pó, dijo que la nue­va coyun­tu­ra le impe­día con­ce­der tiem­po para la entre­vis­ta, que tal vez en otro momen­to. Me sen­tí como el pes­ca­dor de “El vie­jo y el Mar”, de Heming­way. El “pez” había mor­di­do el anzue­lo y no debía dejar­lo esca­par. Insis­tí tan­to que inda­gó sobre qué tipo de pre­gun­tas esta­ba pre­pa­ran­do. Le leí las pri­me­ras cin­co de las 64 que tenía escri­tas. “Maña­na comen­za­mos”, dijo inte­rrum­pién­do­me. Fue­ron 23 horas repar­ti­das en cua­tro con­ver­sa­cio­nes, en pre­sen­cia de Arman­do Hart, que se reco­gie­ron en el libro Fidel y la reli­gión, que tuvo una tira­da de 1,3 millo­nes de ejem­pla­res en Cuba y se publi­có en 32 paí­ses en 23 idio­mas. En Aus­tra­lia, la Ocean Press, aca­ba de publi­car una edi­ción en inglés.

En 1986, des­em­bar­qué en La Haba­na con una caja que con­te­nía 100 ejem­pla­res de la Biblia en espa­ñol. Se ago­ta­ron pro­duc­to de tan­tos pedi­dos que reci­bí de cris­tia­nos y comu­nis­tas. Una tar­de, me encon­tra­ba escri­bien­do en mi cuar­to, cuan­do Fidel entró ines­pe­ra­da­men­te. Le con­té lo de las Biblias y pre­gun­tó: “¿No sobró nin­gu­na para mí?”. Le dedi­qué la úni­ca que me que­da­ba: “Al Coman­dan­te Fidel, en quien Dios cree y a quien ama”. Se sen­tó en una buta­ca de mim­bre y me pre­gun­tó: “¿Dón­de está el Ser­món de la Mon­ta­ña?”. Le ano­té las ver­sio­nes de Mateo y Lucas. Las leyó y pre­gun­tó: “¿Cuál de las dos usted pre­fie­re?”. Mi lado izquier­dis­ta habló por mí: ” La de Lucas, por­que ade­más de las bue­na­ven­tu­ras enu­me­ra tam­bién las mal­di­cio­nes con­tra los ricos”. Fidel refle­xio­nó un ins­tan­te y res­pon­dió: “Dis­cre­po con usted. Pre­fie­ro la de Mateo, es más sensata”.

Mis padres habían veni­do con­mi­go a La Haba­na. Una madru­ga­da, cer­ca de las dos de la maña­na, el Coman­dan­te me lle­vó a la casa. Pre­gun­tó si “los vie­jos” esta­rían des­pier­tos. Dije que no, pero que tra­ta­ría­mos de des­per­tar­los. Él obje­tó que era mejor que con­ti­nua­sen des­can­san­do. “Coman­dan­te, no pien­se en el sue­ño de ellos esta noche. Pien­se en el hecho de que los nie­tos pue­dan con­tar, en el futu­ro, que sus abue­los fue­ron des­per­ta­dos en ple­na madru­ga­da por el hom­bre que lide­ró a la Revo­lu­ción Cuba­na.” Se con­ven­ció y des­per­ta­mos a mis padres y, alre­de­dor de la mesa de la coci­na, se pro­lon­gó la con­ver­sa­ción has­ta el amanecer.

Mi madre, espe­cia­lis­ta culi­na­ria, le ofre­ció una comi­da. De pos­tre, le brin­dó Ambro­sía, el dul­ce de los dio­ses, según Home­ro en la “Ilía­da”. A la maña­na siguien­te, el jefe de la escol­ta de Fidel tocó a la puer­ta de la casa: “Seño­ra, el Coman­dan­te quie­re saber si le sobró un poco del pos­tre de ayer”. Mamá le dijo que espe­ra­ra, y en unos minu­tos, pre­pa­ró el dul­ce a base de leche, hue­vos y azúcar.

En mar­zo de 1990, Fidel estu­vo en el Bra­sil, con moti­vo de la inves­ti­du­ra de Collor, elec­to pre­si­den­te. En Sao Pau­lo, par­ti­ci­pó en un encuen­tro con más de mil líde­res de Comu­ni­da­des Ecle­siás­ti­cas de Base. Fina­li­za­mos con cán­ti­cos litúr­gi­cos y todos, con las manos toma­das, reza­mos el Padre Nues­tro. El Coman­dan­te me apre­tó la mano y, aun­que sus labios no se movie­ron, tuve la impre­sión de que de sus ojos bro­ta­ban lágrimas.

En 1998, des­pués de la par­ti­da de Cuba de Juan Pablo II, Fidel invi­tó a un gru­po de teó­lo­gos a almor­zar en el Pala­cio de la Revo­lu­ción. Esta­ba feliz con la visi­ta papal y sen­tía un sin­ce­ro afec­to por el Pon­tí­fi­ce. Uno de los teó­lo­gos cri­ti­có el hecho de que Juan Pablo II pre­sen­ta­ra a la Vir­gen de la Cari­dad con una coro­na de oro, cuyo valor podría haber­se uti­li­za­do en la com­pra de medi­ca­men­tos para los niños o algo pare­ci­do.Fidel reac­cio­nó enfá­ti­co en defen­sa del Papa y dio al teó­lo­go una lec­ción sobre la impor­tan­cia de la patro­na de Cuba en la prác­ti­ca reli­gio­sa popu­lar. Se lo tenía mere­ci­do. El teó­lo­go se trai­cio­nó con sus pro­pias palabras.

Este es el Fidel que conoz­co y que tan­to apren­dí a admi­rar. Lo con­si­de­ro un her­mano mayor. En oca­sión de la entre­vis­ta, dijo que “si alguien pue­de hacer de mí un cris­tiano es Frei Bet­to”. Aho­ra, ¿cómo podría yo pre­ten­der evan­ge­li­zar a uno que hizo de su vida una entre­ga de amor, heroi­ca e inte­gral, al pue­blo de la Patria de Mar­tí? “Tuve ham­bre y me dis­te de comer”, dice Jesús en el Evan­ge­lio de Mateo (cap. 25, 31 – 44). Si es así, ¿qué pode­mos decir de un hom­bre que, como Fidel, libe­ró a todo un pue­blo, no solo del ham­bre, sino tam­bién del anal­fa­be­tis­mo, de la men­di­ci­dad, de la cri­mi­na­li­dad y de la sumi­sión al Imperio?

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