Peque­ña sem­blan­za de un gran hom­bre por Jesús Valencia

Jesús murió pobre. Jun­to a su fami­lia, en el cemen­te­rio lo des­pi­die­ron acti­vis­tas con los que tan­to bre­gó. En el tem­plo, vario­pin­tos cre­yen­tes de una Igle­sia a la que tan­to amó y cues­tio­nó. En Ara­lar, pai­sa­nos de la Eus­kal Herria que con tan­to ardor defen­dió y construyó

En la noche del 15 de Enero moría Jesús Lezaun. La noti­cia fue dejan­do un regue­ro de per­ple­ji­dad y, en muchos ros­tros, pesa­dum­bre. Era muy lar­ga la lis­ta de quie­nes le salu­dá­ba­mos con efu­sión y mere­ci­do reco­no­ci­mien­to. Por lo que a mí res­pec­ta, lo cono­cí en el semi­na­rio de Iru­ñea. Como yo, cien­tos de jóve­nes nava­rros per­ma­ne­cía­mos inter­na­dos casi todo el año en aque­lla estruc­tu­ra des­co­mu­nal. Des­de críos nos iban for­man­do en un asce­tis­mo que más se corres­pon­día con la aus­te­ra vida mona­cal. Hacía 1960 des­em­bar­có un equi­po de for­ma­do­res nue­vos que lide­ra­ba Lezaun. El fran­quis­mo se con­vul­sio­na­ba y el made­ra­men de una igle­sia vie­ja cru­jía. Aque­llos nue­vos maes­tros, a los que tan­to debo, abrie­ron de par en par las ven­ta­nas de un pro­yec­to for­ma­ti­vo ancla­do en Tren­to. La irrup­ción de las nue­vas corrien­tes nos des­po­jó de arcai­cas ideas e incon­ta­bles pre­jui­cios. Las nue­vas pau­tas de con­duc­ta no se asen­ta­ban en regla­men­tos minu­cio­sos sino en la con­cien­cia madu­ra de cada per­so­na; la teo­lo­gía nos obli­ga­ba a bus­car a Dios en los reco­ve­cos de lo coti­diano; la Igle­sia y sus litur­gias debían de ser lugar de encuen­tro con una huma­ni­dad pujan­te y crea­ti­va. La Nava­rra reac­cio­na­ria vivió con espan­to la trans­for­ma­ción que se esta­ba ges­tan­do en lo que fue­ra caver­na tridentina.

Con Lezaun como rec­tor, el ergui­do bún­quer de cemen­to se con­vir­tió en ata­la­ya. Des­de ella des­cu­bri­mos, con carác­ter pre­fe­ren­te, las nue­vas barria­das obre­ras que cre­cían al otro lado del Arga. Nues­tra opción por el mun­do fue opción de cla­se. Unos años más tar­de, Jesús reco­rrió la mis­ma tro­cha por la que nos habían enca­mi­na­do. Remo­vi­do del rec­to­ra­do por corro­si­vo, se des­po­jó de los atuen­dos cano­ni­ca­les que le estor­ba­ban para su nue­va anda­du­ra. Su pré­di­ca domi­ni­cal en la parro­quia de El Sal­va­dor aba­rro­ta­ba el tem­plo. Los obre­ros encon­tra­ban en sus pala­bras un refren­do a sus rei­vin­di­ca­cio­nes; los anti­fran­quis­tas, un res­pal­do a sus luchas; el obis­po, una razón para sus des­con­fian­zas; la poli­cía secre­ta – siem­pre pre­sen­te- una base para sus denun­cias. Lezaun hubo de com­pa­re­cer muchas veces en comi­sa­ría. Acu­día con los Evan­ge­lios en un bol­si­llo y el tex­to de la homi­lía en otro. «Esto es lo que dije, le espe­ta­ba al comi­sa­rio, y mien­tras los Evan­ge­lios me man­den hablar, usted no me hará callar». Lezaun nació en Ari­za­la. Pue­blo, como el mío, dema­sia­do con­ta­mi­na­do por los reque­tés que alar­dea­ban de haber derro­ta­do a «los vas­cos». Sumer­gién­do­se en sus raí­ces des­cu­brió que, bajo grue­sas capas de olvi­dos, renun­cias y trai­cio­nes, el cora­zón de Vas­co­nia seguía latien­do; que Nafa­rroa no era una gár­go­la orna­men­tal sino el arco de bóve­da en el que engar­za­rá, poco a poco, todo el arma­zón de Eus­kal Herria.

Jesús murió pobre. Jun­to a su fami­lia, en el cemen­te­rio lo des­pi­die­ron acti­vis­tas con los que tan­to bre­gó. En el tem­plo, vario­pin­tos cre­yen­tes de una Igle­sia a la que tan­to amó y cues­tio­nó. En Ara­lar, pai­sa­nos de la Eus­kal Herria que con tan­to ardor defen­dió y cons­tru­yó. «Al morir, echa­reis mis ceni­zas en la sie­rra de Ara­lar», se lee en su tes­ta­men­to. En una tar­de de nie­ves amon­to­na­das y nie­blas espe­sas, así lo hicimos.

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