El comu­nis­mo y la familia

Cuan­to más se extien­de el tra­ba­jo asa­la­ria­do de la mujer, más pro­gre­sa la des­com­po­si­ción de la familia.

¡Qué vida fami­liar pue­de haber don­de el hom­bre y la mujer tra­ba­jan en la fábri­ca, en sec­cio­nes dife­ren­tes, si la mujer no dis­po­ne siquie­ra del tiem­po nece­sa­rio para gui­sar una comi­da media­na­men­te bue­na para sus hijos! ¡Qué vida fami­liar pue­de ser la de una fami­lia en la que el padre y la madre pasan fue­ra de casa la mayor par­te de las vein­ti­cua­tro horas del día, entre­ga­dos a un duro tra­ba­jo, que les impi­de dedi­car unos cuan­tos minu­tos a sus hijos!

En épo­cas ante­rio­res, era com­ple­ta­men­te dife­ren­te. La madre, el ama de casa, per­ma­ne­cía en el hogar, se ocu­pa­ba de las tareas domés­ti­cas y de sus hijos, a los cua­les no deja­ba de obser­var, siem­pre vigilante.

Hoy día, des­de las pri­me­ras horas de la maña­na has­ta que sue­na la sire­na de la fábri­ca, la mujer tra­ba­ja­do­ra corre apre­su­ra­da para lle­gar a su tra­ba­jo; por la noche, de nue­vo, al sonar la sire­na, vuel­ve pre­ci­pi­ta­da­men­te a casa para pre­pa­rar la sopa y hacer los queha­ce­res domés­ti­cos indis­pen­sa­bles. A la maña­na siguien­te, des­pués de bre­ves horas de sue­ño, comien­za otra vez para la mujer su pesa­da car­ga. No pue­de, pues, sor­pren­der­nos, por tan­to, el hecho de que, debi­do a estas con­di­cio­nes de vida, se des­ha­gan los lazos fami­lia­res y la fami­lia se disuel­va cada día más. Poco a poco va des­apa­re­cien­do todo aque­llo que con­ver­tía a la fami­lia en un todo sóli­do, todo aque­llo que cons­ti­tuía sus segu­ros cimien­tos, la fami­lia es cada vez menos nece­sa­ria a sus pro­pios miem­bros y al Esta­do. Las vie­jas for­mas fami­lia­res se con­vier­ten en un obstáculo.

¿En qué con­sis­tía la fuer­za de la fami­lia en los tiem­pos pasa­dos? En pri­mer lugar, en el hecho de que era el mari­do, el padre, el que man­te­nía a la fami­lia; en segun­do lugar, el hogar era algo igual­men­te nece­sa­rio a todos los miem­bros de la fami­lia, y en ter­cer y últi­mo lugar, por­que los hijos eran edu­ca­dos por los padres.

¿Qué es lo que que­da actual­men­te de todo esto? El mari­do, como hemos vis­to, ha deja­do de ser el sos­tén úni­co de la fami­lia. La mujer, que va a tra­ba­jar, se ha con­ver­ti­do, a este res­pec­to, en igual a su mari­do. Ha apren­di­do no sólo a ganar­se la vida, sino tam­bién, con gran fre­cuen­cia, a ganar la de sus hijos y su marido.

Que­da toda­vía, sin embar­go, la fun­ción de la fami­lia de criar y man­te­ner a los hijos mien­tras son pequeños.

Vea­mos aho­ra, en reali­dad, lo que sub­sis­te de esta obligación.

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