El comu­nis­mo y la familia

Como el sala­rio del hom­bre, sos­tén de la fami­lia, resul­ta­ba insu­fi­cien­te para cubrir las nece­si­da­des de la mis­ma, la mujer se vio obli­ga­da a su vez a bus­car tra­ba­jo remu­ne­ra­do; la madre tuvo que lla­mar tam­bién a la puer­ta de la fábri­ca. Año por año, día tras día, fue cre­cien­do el núme­ro de muje­res per­te­ne­cien­tes a la cla­se tra­ba­ja­do­ra que aban­do­na­ban sus casas para ir a nutrir las filas de las fábri­cas, para tra­ba­jar como obre­ras, depen­dien­tas, ofi­ci­nis­tas, lavan­de­ras o criadas.

Según cálcu­los de antes de la Gran Gue­rra, en los paí­ses de Euro­pa y Amé­ri­ca ascen­dían a sesen­ta millo­nes las muje­res que se gana­ban la vida con su tra­ba­jo. Duran­te la gue­rra ese núme­ro aumen­tó considerablemente.

La inmen­sa mayo­ría de estas muje­res esta­ban casa­das; fácil es ima­gi­nar­nos la vida fami­liar que podrían dis­fru­tar. ¡Qué vida fami­liar pue­de exis­tir don­de la espo­sa y madre se va de casa duran­te ocho horas dia­rias, diez mejor dicho (con­tan­do el via­je de ida y vuel­ta)! La casa que­da nece­sa­ria­men­te des­cui­da­da; los hijos cre­cen sin nin­gún cui­da­do mater­nal, aban­do­na­dos a sí mis­mos en medio de los peli­gros de la calle, en la cual pasan la mayor par­te del tiempo.

La mujer casa­da, la madre que es obre­ra, suda san­gre para cum­plir con tres tareas que pesan al mis­mo tiem­po sobre ella: dis­po­ner de las horas nece­sa­rias para el tra­ba­jo, lo mis­mo que hace su mari­do, en algu­na indus­tria o esta­ble­ci­mien­to comer­cial; con­sa­grar­se des­pués, lo mejor posi­ble, a los queha­ce­res domés­ti­cos, y, por últi­mo, cui­dar de sus hijos.

El capi­ta­lis­mo ha car­ga­do sobre los hom­bros de la mujer tra­ba­ja­do­ra un peso que la aplas­ta; la ha con­ver­ti­do en obre­ra, sin ali­viar­la de sus cui­da­dos de ama de casa y madre.

Por tan­to, nos encon­tra­mos con que la mujer se ago­ta como con­se­cuen­cia de esta tri­ple e inso­por­ta­ble car­ga, que con fre­cuen­cia expre­sa con gri­tos de dolor y hace aso­mar lágri­mas a sus ojos.

Los cui­da­dos y las preo­cu­pa­cio­nes han sido en todo tiem­po des­tino de la mujer; pero nun­ca ha sido su vida más des­gra­cia­da, más deses­pe­ra­da que en estos tiem­pos bajo el régi­men capi­ta­lis­ta, pre­ci­sa­men­te cuan­do la indus­tria atra­vie­sa por perio­do de máxi­ma expansión.

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