El comu­nis­mo y la familia

Esta ver­güen­za se la debe­mos al sis­te­ma eco­nó­mi­co hoy en vigor, a la exis­ten­cia de la pro­pie­dad privada.

Una vez haya des­apa­re­ci­do la pro­pie­dad pri­va­da, des­apa­re­ce­rá auto­má­ti­ca­men­te el comer­cio de la mujer.

Por tan­to, la mujer de la cla­se tra­ba­ja­do­ra debe dejar de preo­cu­par­se por­que esté lla­ma­da a des­apa­re­cer la fami­lia tal y con­for­me está cons­ti­tui­da en la actua­li­dad. Sería mucho mejor que salu­da­ran con ale­gría la auro­ra de una nue­va socie­dad, que libe­ra­rá a la mujer de la ser­vi­dum­bre domés­ti­ca, que ali­via­rá la car­ga de la mater­ni­dad para la mujer, una socie­dad en la que, final­men­te, vere­mos des­apa­re­cer la más terri­ble de las mal­di­cio­nes que pesan sobre la mujer: la prostitución.

La mujer, a la que invi­ta­mos a que luche por la gran cau­sa de la libe­ra­ción de los tra­ba­ja­do­res, tie­ne que saber que en el nue­vo Esta­do no habrá moti­vo alguno para sepa­ra­cio­nes mez­qui­nas, como ocu­rre ahora.

«Estos son mis hijos. Ellos son los úni­cos a quie­nes debo toda mi aten­ción mater­nal, todo mi afec­to; ésos son
hijos tuyos; son los hijos del vecino. No ten­go nada que ver con ellos. Ten­go bas­tan­te con los míos propios».

Des­de aho­ra, la madre obre­ra que ten­ga ple­na con­cien­cia de su fun­ción social, se ele­va­rá a tal extre­mo que lle­ga­rá a no esta­ble­cer dife­ren­cias entre «los tuyos y los míos»; ten­drá que recor­dar siem­pre que des­de aho­ra no habrá más que «nues­tros» hijos, los del Esta­do Comu­nis­ta, pose­sión común de todos los trabajadores.

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